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La inmigración desafía la credibilidad de Europa



Recientemente, en un lapso de pocos días, más de 1.200 hombres, mujeres y niños murieron ahogados en el Mediterráneo cuando trataban de alcanzar las costas del sur de Europa lanzados por la desesperación desde distintos países de África.

Sólo en 2014, más de 3.400 inmigrantes murieron en esas aguas intentando llegar a Europa. La Universidad Libre de Amsterdam advirtió esta semana que una buena parte de los inmigrantes fallecidos quedan sin contabilizar. Hasta abril de 2015, las víctimas eran 30 veces más que las lamentadas en el mismo período de 2014.

“No nos dejen solos”, se escuchó ante el desastre. Sin embargo, no era la voz de los hundidos, sino la del primer ministro italiano Matteo Renzi, quien clamaba al resto de la UE que ayudara a Italia a afrontar la ola de barcazas atestadas de africanos. Según el tratado de Dublín, los inmigrantes son responsabilidad del primer país de la UE al que llegan, así que con Italia presionan España, Grecia o Malta.

El incierto futuro del euro como moneda única, las eventuales salidas de Gran Bretaña y de Grecia o las implacables políticas de austeridad impuestas por Bruselas son cuestiones que expresan el delicado momento de Europa. Pero ningún asunto preocupa y amenaza tanto la agenda política del Viejo Continente como el de la inmigración.

Con la llegada a Europa de inmigrantes sin papeles triplicándose este año, la respuesta que dio la UE la semana pasada fue básicamente más de lo mismo, empezando por considerar el envío de fuerzas militares a Libia para neutralizar oleadas de personas ciertamente organizadas por mafias, pero motivadas por la desesperación.

Hacia adentro, la UE se limitó a triplicar el presupuesto de Frontex, la Agencia Europea para la Gestión de la Cooperación Operativa de las Fronteras Exteriores, y a reasignar las cuotas por países de la UE para recibir legalmente hasta 20 mil inmigrantes al año según el PBI, la tasa de desempleo o el número de refugiados ya recibidos por cada país miembro entre 2010-2014.

En el fondo, la impresión que queda es que Europa no termina de resolver qué hacer ante el problema de la inmigración. O, peor, que carece de voluntad política para dar ante sus vecinos pobres un histórico giro humanista y pacificador como el que se permitió a sí misma hace medio siglo en la posguerra.

Precisamente, lo que golpea a las puertas de la UE es en parte resultado de una vieja época de crudo colonialismo europeo y, más recientemente, de las guerras e intervenciones militares avaladas por potencias comunitarias que desangran Libia y Siria, donde nacen olas de refugiados.

Como dijo el Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, urge “un enfoque integral que tenga en cuenta las causas primarias” de la crisis y considere los derechos humanos de migrantes y refugiados.

Esta crisis migratoria está sometiendo a toda Europa a una dura prueba de credibilidad en materia de derechos humanos. Esos mismos derechos humanos que alcanzaron en Europa el mayor respeto formal y real alcanzado antes en la historia.

Los valores de solidaridad y paz que dieron origen a una casa común europea medio siglo atrás, después de padecer una guerra alentada por el odio racista, contrastan ahora con esta abierta intención de recurrir a las armas para resolver un problema social.

El progreso económico, social y político europeo es inexplicable fuera de un proceso de globalización irreversible que involucra movimiento de capitales, pero también de personas. En ese sentido, la UE no puede eludir sus responsabilidades globales porque, al fin y al cabo, Europa es una isla de bienestar al lado de una África paupérrima en su mayor parte, colmada de guerras y conflictos imposibles de desvincular de la lógica global y que en algunos casos hunde sus raíces en el colonialismo europeo de antaño.

Como se ha visto, la solución no pasa por blindar las fronteras, “atajar” inmigrantes en el Mediterráneo o sólo perseguir a sus traficantes, que a menudo incluso los dejan solos y al garete como animales. Lo que se necesita es una solución humanitaria, no policial. La UE se ha dado tratados fundacionales de derechos pero se adeuda una política común en materia migratoria.

Ellos “son hombres y mujeres como nosotros, son hermanos buscando una vida mejor, con hambre, perseguidos, heridos, explotados, víctimas de guerras”, le gritó al mundo el papa Francisco. Pocos con más autoridad que él, quien con apenas días de papado dejó los oropeles del Vaticano para correr a la isla italiana de Lampedusa a solidarizarse con los desgraciados migrantes.

El drama migratorio que hoy sacude a Europa nos lleva a evocar –salvando las distancias que nos imponen el tiempo y las circunstancias– a los millones de europeos que llegaron a la Argentina buscando lo que todos en la vida cuando pagamos el costo de un desarraigo: una oportunidad. Primero de modo organizado, con las colonias de la pampa gringa, pero después en oleadas de barcos cargados de gentes.

Venían a “hacer la América”, pero terminaron “haciendo América”. No vinieron a extraer, a depredar, a sacar, a restar. Sólo aportaron, multiplicaron, pusieron y sumaron. Hoy, ellos y sus varias generaciones “son América”.

Claro que hubo vaivenes. El experimento neoliberal excluyó y expulsó a sus nietos en los ’90 y ahora, otra vez, los repatriamos. Y con todo ese aprendizaje histórico, la Argentina se dio en 2004 una ley de inmigración (25.871) que es referencia internacional de reconocimiento al derecho humano a migrar.

Sin embargo, la principal lección se esconde probablemente en una sencilla pregunta: ¿cuánto de lo que somos y dimos al mundo los argentinos en todos los campos podría ser explicado sin todos esos españoles, italianos, griegos, polacos, alemanes, árabes o franceses acogidos en nuestros puertos?

Si hoy, frente a las urgentes demandas de ayuda humanitaria, la UE abandona sus miedos y es capaz de proyectar su historia hacia el resto del siglo XXI, estará dándole continuidad al mayor experimento de convivencia, solidaridad y respeto a los derechos humanos que la humanidad ha conocido.

Europa tiene la palabra.

Por: Jorge Argüello Publicado en su columna de opinión de Revista Veintitres 19/05/2015


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