“No se puede hacer una Europa a la carta (…) Imaginemos que Europa es un club de fútbol. Usted se asocia. Una vez que es miembro no puede decir ‘ahora jugamos rugby’”. Laurent Fabius
En enero de 2013, David Cameron, en un discurso pronunciado en la sucursal londinense de la agencia de noticias financieras Bloomberg, prometió –de resultar reelecto– convocar a un referéndum en 2017 sobre la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea.
El primer ministro fue finalmente reelegido en mayo de este año y hace pocos días, con abrumadora mayoría (544 votos a favor, 53 en contra), el Parlamento inglés aprobó el referéndum para 2017. La pregunta que deberán responder los británicos será: “¿Debería el Reino Unido permanecer como miembro de la Unión Europea?”.
La política británica es un buen laboratorio de lo que puede suceder con la Unión Europea si la crisis del euro continúa poniendo en jaque la evolución de la unión económica acordada en los tratados europeos.
La jugada política de Cameron repitió lo acontecido en 1975, cuando los laboristas cumplieron su promesa electoral de refrendar la presencia británica –ya entonces en protesta contra los términos de adhesión– en la Comunidad Económica Europea. En aquella oportunidad, el 67,2% de los votantes eligió permanecer en la Comunidad poco después de que el primer ministro laborista, Harold Wilson, recomendara esa opción ante la Cámara de los Comunes, contrariando la voluntad de algunos de sus ministros.
Hoy en día, la falta de previsibilidad del electorado británico impide augurar un resultado cierto para el referéndum de 2017. En efecto, las encuestas señalan que la evolución de la opinión pública británica sobre el tema es un auténtico zigzag con fluctuaciones relevantes e incluso reversiones de tendencia, en períodos muy cortos.
Un nuevo acuerdo de asociación (o disociación) entre Londres y Bruselas tomaría dos años para ser implementado. Por lo tanto, y en función de esos antecedentes, si la decisión fuera a favor del Brexit (salida del Reino Unido de la Unión Europea), existe el riesgo de que la mayoría de los ciudadanos británicos ya no piense de la misma manera en el momento en que este, efectivamente, se concrete.
Un riesgo relacionado con otro: la soberanía británica es plena en la decisión de salir, pero insuficiente para garantizar un eventual regreso a la Unión Europea.
Una de las críticas más frecuentes de los euroescépticos apunta a la “onerosa” contribución del Reino Unido al presupuesto europeo y a los programas comunitarios, sobre todo el aporte a la política agrícola común que, en 2013, ascendió a €8.640 millones, aproximadamente el 0,5% del PBI nacional. Este argumento tiende a crear la ilusión de que, estando fuera de la Unión, estos fondos serían distribuidos entre las familias británicas, ignorando el hecho de que –como consecuencia de abandonar la UE– se dejarán de percibir subvenciones clave (por ejemplo, en materia de ciencia y educación) que compensan largamente aquel 0,5% del PBI británico.
Un estudio de la Bertelsmann Stiftung, la fundación más importante de Alemania, estima que la salida de la Unión Europea reduciría el PBI per cápita en el Reino Unido entre 0,6 y 3 por ciento.
Una queja recurrente en Gran Bretaña reside en el “costo” de la implementación de la normativa europea. Pero ocurre que la Unión Europea es el destino de aproximadamente la mitad de las exportaciones británicas y, aun fuera de la UE, sus productos seguirían sujetos a la regulación de Bruselas aunque ahora sin ninguna capacidad de intervención por parte de Londres. Además, tendría que firmar, de manera casi simultánea, acuerdos comerciales en varias geografías, ya que sus productos podrían quedar a merced de barreras hasta ahora inexistentes por su pertenencia comunitaria.
Junto con la unidad territorial del reino, “la city” londinense es el punto mas sensible de este debate. Así lo sostiene Jean-Marie Colombani, ex director de Le Monde: “Las finanzas son a Gran Bretaña lo que la agricultura es a Francia. Hoy, el 40% del flujo del mercado financiero inglés proviene de los Estados miembros de la UE y muchas empresas no-europeas consideran esa plaza como puente de acceso a Europa. En el contexto de un posible Brexit, algunos bancos internacionales ya han anunciado que podrían optar por mudarse a Irlanda”.
Después de las elecciones generales de mayo, el periódico Washington Post escribió que David Cameron enfrenta el riesgo de pasar a la historia como el “padre fundador de la pequeña Inglaterra (little England)”. La ironía de la prensa norteamericana presenta al referéndum como un desafío a la unidad del propio territorio británico. Sabido es que una consulta popular sobre la Unión Europea justificará al fortalecido Partido Nacional Escocés (este año obtuvo 56 diputados de los 59 posibles) a reclamar un nuevo referéndum sobre la independencia de Escocia.
Hoy David Cameron recorre las capitales europeas buscando un acuerdo que mejor satisfaga los intereses británicos en la UE como modo de impedir el triunfo del “No” en el referéndum. Pero, a diferencia de lo ocurrido en la década de 1970, cuando Harold Wilson acordó con Georges Pompidou y Willy Brandt mejores condiciones para que el Reino Unido se mantuviera en la Unión Europea, hoy cabe preguntarse si Angela Merkel y François Hollande están dispuestos a hacer más concesiones a los británicos a riesgo de desatar una ola imparable de demandas por parte de los otros países de la Unión Europea.
Lo que empieza a quedar en claro –también para los británicos– es que no es posible una Europa “a la carta”.
Por: Jorge Argüello Publicado en su columna de opinión de Revista Veintitres 19/06/2015