Sobrevivió a la Gran Depresión y resistió dos guerras mundiales, pero no pudo con la crisis de las hipotecas basura en los Estados Unidos. El 15 de septiembre de 2008 fue el último día de los 158 años de vida del banco Lehman Brothers, cuya bancarrota disparó una crisis financiera que tomó de sorpresa a gobiernos, agencias reguladoras y bancos centrales.
Siete años después, la controversia sobré si pudo haberse prevenido el estallido de la crisis continúa abierta y el debate en torno a la necesidad de contar con una mayor -o menor- regulación del sistema financiero internacional continúa pendiente.
El orden económico mundial es una consecuencia de la historia. Cambió con los acuerdos de Bretton Woods reflejando el triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial. Se remodeló cuando el conflicto en Vietnam tornó insostenible el patrón oro. Volvió a ajustarse cuando la reunificación alemana rompió el sistema monetario europeo.
Existiendo un cierto consenso en que la depresión de los últimos años expresa la más grave crisis en casi un siglo, urge ahora responder a la pregunta: ¿de qué cambios es portadora esta crisis?
“Mientras suena la música, has de bailar”. Fue la respuesta de Chuck Prince, presidente del Citigroup hasta 2007, cuando se le preguntó por qué siguió promoviendo negocios desmesuradamente apalancados a medida que la crisis se agravó. “La verdad es que los responsables de la regulación hicieron la vista gorda, se hicieron los distraídos ante la creciente evidencia de inestabilidad”, sostiene el representante demócrata del estado de California, Henry Waxman, responsable de la comisión del Congreso estadounidense que, durante la crisis de las hipotecas, interpeló a Alan Greenspan, 19 años presidente de la Reserva Federal de los EEUU, por su responsabilidad en la misma.
La Financiarización, esa “idolatría del dinero”, como la ha llamado el Papa Francisco, conduce a la hegemonía de la actividad financiera sobre el desarrollo de la economía real. Esa ideología requiere de un Estado mínimo, que no regule ni controle. Sin embargo, sus beneficiarios son los mismos que aplaudieron sin decoro la intervención estatal a la hora de salvar a los bancos (too big to fail) en plena crisis.
“El hombre tiene el tamaño de sus sueños”, escribió Fernando Pessoa. Hace siete años, y aún hoy, el sueño de la cultura imperante en instituciones como Lehman Brothers es excluyente: ganar dinero. Tanto y tan rápido como sea posible. Así se asumieron riesgos desmesurados, se repartieron beneficios tan injustificados como extraordinarios a administradores fraudulentos y se manipularon las tasas de interés mientras se vendían productos financieros tóxicos como si fueran papeles de alta calidad. Uno de los resultados palpables de la crisis se puede ver en el informe de la Organización Internacional del Trabajo: más de 60 millones de empleos en todo el mundo fueron destruidos.
Siete años después, la música que suena en los pasillos de las altas finanzas no da señales de haber cambiado. Tal vez por pudor, se ha bajado el volumen durante el pico de la crisis, pero la misma partitura parece continuar ejecutándose.
Siete años después, pocos cambios se verificaron en la regulación de los mercados financieros, donde aún hay demasiados cuartos oscuros y demasiados negocios gestionados abajo del mostrador, y donde cada día se confunde crecimiento con desarrollo y riqueza con progreso.
Por imperio de la desregulación del mercado financiero, el crédito barato y sin garantías fue una de las causas de la crisis e, irónicamente, fue también una de las soluciones elegidas. En paralelo con el rápido recorte de las tasas de interés hasta cerca de cero la banca central inyecta miles de millones de euros en el sistema financiero. Se ordenaron aumentos de capital, se impusieron fusiones y se crearon pruebas de estrés a los bancos, pero las medidas no parecen corresponderse con una mejora tangible en la economía real.
Ocurre que el fenómeno de la financiarización no hace crecer los negocios reales sino los financieros, convirtiéndolos cada vez mas en una actividad especulativa.
En noviembre de 2008 HermanVan Rompuy y José Manuel Durao Barroso, presidentes del Consejo Europeo y de la Comisión Europea, respectivamente, acordaron impulsar una “versión europea de la tasa Tobin” con el objetivo de gravar las transacciones financieras internacionales y ponerle un límite a los movimientos especulativos. En 2013, 11 países de la zona euro (Italia, España, Alemania, Francia, Austria, Bélgica, Grecia, Portugal, Eslovaquia, Eslovenia y Estonia) manifestaron su intención de introducir esta tasa sobre obligaciones y acciones (0,1%) y sobre productos derivados (0,01%). La entrada en vigor de esta medida, originalmente pensada para 2015 se pospuso para enero 2016 y se ha postergado nuevamente, tal vez para 2017…
Siete años después de la quiebra de Lehman Brothers, nos dice la ONU, el ritmo de creación de riqueza sigue siendo inferior a los niveles registrados antes de la crisis en el 80% de las economías del mundo. Además del crecimiento anémico, otros denominadores comunes son a menudo la infrautilización del factor trabajo, las bajas preocupaciones ambientales y la enorme disparidad de la renta.
Al estallar la crisis en Europa, las pérdidas privadas se convirtieron primero en déficit público y más tarde en austeridad generalizada, obligando a varios de sus países a pedir ayuda externa.
Sin una economía real creciente, el tiempo irá enriqueciendo a los cada vez mas ricos y empobreciendo al cada vez mayor número de pobres, con pocas excepciones. Ajustar las manecillas de este reloj es un imperativo moral y político que no parece posible sin soluciones globales para las deudas soberanas insostenibles y para el universo de los paraísos fiscales, dos problemas que ayudaron a paralizar el ascensor social.
Siete años después, proliferan señales de que el orden económico mundial está más cerca de volver al pasado que de voltear la página e inaugurar un nuevo capítulo. Por cierto, una opción imposible de compartir ya que implicaría cruzar la línea final de la crisis para regresar al punto de partida.
Publicado por Jorge Argüello el día 7 de octubre en Diário Económico