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El reloj del G20 ya corre para América Latina



El Grupo de los 20 (G20) abrió en su última reunión de líderes de Hamburgo una nueva etapa de transición en la gobernanza mundial, con una reformulación de alianzas entre las grandes potencias que, a su vez, condiciona indefectiblemente la posición del bloque latinoamericano en esa gran mesa de intereses, en especial cuando ya se inició la cuenta regresiva hacia la cumbre de 2018 en Argentina.

La incertidumbre global que provocó la grave crisis financiera de 2008 transformó al G20 en una nueva instancia política internacional, de representación acotada a las mayores economías del planeta, es verdad, pero del máximo nivel de decisión, sólo comparable con las más altas instancias de las Naciones Unidas.

Esta nueva instancia del G20, una especie de exoplaneta del sistema multilateral surgido de la ampliación del exclusivo Grupo de los Siete (G7), fue pergeñada precisamente para conseguir una reacción a mayor escala que la de ese club de las grandes potencias, pero también para responder con mayor rapidez y eficiencia que los organismos tradicionales, acusados de lentitud paquidérmica frente al desafío de estabilizar la economía global.

Diez años después, con naciones emergentes como China, Rusia e India asumiendo más activamente sus roles en el G20, la cumbre de Hamburgo significó toda una bisagra en ese consenso inicial, quebrado inesperadamente por el abrupto giro de Estados Unidos bajo la presidencia de Donald J. Trump, embarcado en un agresivo proceso aislacionista de varias aristas que impacta, entre muchos, a su vecino latinoamericano México.

La obsesión demagógica de Trump por terminar de vallar la frontera sur de Estados Unidos con un “muro” atrajo mucha atención internacional, pero el impacto profundo del cambio de manual en Washington se verá más claramente en la renegociación, ya en marcha, del Tratado de Libre Comercio o NAFTA con México y con Canadá, modelo para la nueva administración norteamericana de cómo imponer su “First America”.

Por eso, en el documento final del G20, Estados Unidos impuso una reivindicación de los “instrumentos legítimos de defensa comercial” para defender sus fuentes de empleo jaqueadas como en otros países por el acelerado proceso de globalización, además de reafirmar su rechazo al Acuerdo de París sobre cambio climático.

Del otro lado en el G20 de Hamburgo quedaron otras grandes potencias occidentales, con Francia y Alemania tratando de reconstituir un nuevo eje europeísta que se plante ante la ruptura también aislacionista del Brexit, y poderosos emergentes como Rusia y China, que avanzan en alianzas económicas entre sí, mientras se proyectan al resto del mundo.

La grieta abierta por Trump rompe el consenso alcanzado en 2008 que comenzó centrado en asuntos económicos pero se amplió a cuestiones también globales como el medio ambiente, las migraciones, el terrorismo o las epidemias.

La buena noticia es que la actitud de Estados Unidos resultó insuficiente para desarmar esta nueva instancia de la gobernanza mundial y, más aún, agrupó al resto, considerando que el G20, como destacó la canciller alemana Angela Merkel, prefirió exponer ese único disenso y reafirmar el consenso de la mayoría. Peor hubiera sido para el futuro del G20 que Trump, directamente, hubiese dejado vacía la silla de Estados Unidos.

Cabe entonces aquí preguntarse por el desempeño de Argentina, Brasil y México, como expresión del bloque latinoamericano en esa cumbre.

Si bien existe en las tres capitales un discurso público crecientemente convergente sobre la necesidad de alcanzar una agenda básica común de prioridades para llevar a esa mesa, lo cierto es que, viendo al rengo andar, la presencia de nuestros países en la cumbre pareció reflejar más las necesidades particulares de cada uno según las circunstancias domésticas de cada país.

Así, en aquella cumbre de Hamburgo, México continuó absorbido por las provocaciones de Trump sobre los desajustes de sus relaciones comerciales y la demonización del flujo de sus inmigrantes hacia el Norte; Brasil volvió a lucir envuelto, como hace largo tiempo, en una crisis política interna que borró el fuerte protagonismo que supo exhibir desde los inicios del G20; y, por fin, Argentina, se concentró en privilegiar la búsqueda de inversiones para su economía, desmarcada de una estrategia acordada regionalmente.

Desde 2008, toda la región ralentizó su ritmo de crecimiento y experimentó recesiones, como en Brasil y la Argentina, de las que recién parece querer salir. En un mundo multipolar que se mueve más rápido, disperso y nervioso que hace una década, el resultado es que América Latina relativizó su protagonismo en el G20, ante el ascenso de Rusia y, en particular, de China, lista para ser la primera economía mundial.

Pero, buscando un ángulo optimista, esa misma dinámica de transición también puede abrirle a la región nuevos espacios y condiciones de negociación, políticas y económicas, que le permitan recuperar el protagonismo que se le reconoció al crearse el G20 y despejar la falsa idea de que goza de una sobre representación en el grupo.

Sería un error desaprovechar el efecto negativo que provoca la ofensiva estadounidense sobre México, que obligado a revisar su estrategia como potencia latinoamericana puede potenciar la coordinación de sus intereses con Sudamérica, para fortaleza de ambas áreas de influencia. A su vez, la Troika latinoamericana en el G20 debe lograr una estrategia regional consensuada que represente los intereses del resto de los países del sub continente.

Camino al G20-2018 en Buenos Aires, queda claro que América Latina parte de una base mínima, pero la crisis de la gobernanza global nos está abriendo la oportunidad de concretar las metas de una agenda común en esa mesa privilegiada de poder e intereses globales.

El reloj ya está corriendo.

Por Jorge Argüello

Publicado en diario Perfil

3 de septiembre 2017


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