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Trump, el último de los republicanos



“El extremismo en nombre de la libertad no es un defecto. La moderación en busca de la justicia no es una virtud”

Senador Barry Goldwater


El mundo lleva restregándose los ojos desde la noche del 8 de noviembre de 2016 en que el excéntrico Donald J. Trump, un millonario sin experiencia política ni pública alguna, conquistó la Casa Blanca con un ajustado triunfo en el Colegio Electoral, aun obteniendo 2,8 millones de votos populares menos que su rival demócrata, Hillary Clinton.

Sin embargo, este sorprendente “outsider”, el Presidente de mayor edad que haya gobernado Estados Unidos, debe ser visto también como el último fruto, casi natural, de la larga evolución ideológica que experimentó el Partido Republicano en su obsesión por reimponer un idílico “orden conservador”.

Todo empezó en los años sesenta, con la refundación de un pensamiento conservador originario, caracterizado por la defensa a ultranza del liberalismo económico, de un Estado reducido al mínimo posible en todos los aspectos y de un orden social bajo supremacía de la mayoría blanca.

Ese replanteo del histórico discurso republicano, hasta ahí más moderado y de estrategia bipartidista con los demócratas atrajo, en primer lugar, a muchos sectores ideológicamente reaccionarios. Sin embargo, cautivó también sectores medios atemorizados, en ese entonces, por la fuerte agitación social que interrumpía la tranquila prosperidad de posguerra, en particular con las luchas por los derechos civiles de la minoría afroamericana.

Esa reacción, inaugurada por el joven dirigente Barry Goldwater, el candidato presidencial republicano derrotado en 1964 por Lyndon B. Johnson, alteró radicalmente el mapa electoral norteamericano. Vastos sectores de la comunidad afroamericana y de trabajadores, que hasta ahí dividían las preferencias, se volcaron hacia el Partido Demócrata. La misma dinámica hizo que el Partido Republicano reconquistara bastiones políticos más conservadores del sur y del centro del país.

La idea central de Goldwater, que anidó en las bases conservadoras de los años sesenta y se impuso al establishmentrepublicano, fue la de recuperar el espíritu del “american way of life”: forjar cada uno su propia suerte en la vida sin pedirle nada al Estado; practicar un estricto respeto por la autoridad; hacer de la familia el pilar de toda la sociedad y de Dios, el origen y final de todas las cosas. La religión comenzó a jugar un papel creciente y expreso en la política, aunque lo que dominaba ese programa era el libreto económico.

Los republicanos ajustaron así su plataforma reduciéndola a un puñado de principios en el que la máxima libertad económica frente a la intervención estatal -hasta allí decisiva para sostener la red de protección social creada por el New Deal y para crear una próspera sociedad de consumo- fue elevada a lo más alto de los altares conservadores.

De Reagan al Tea Party

Esos principios fueron aplicados recién por Ronald Reagan (1981-89), y reeditados en mayor o menor medida por las de George Bush padre e hijo en los 90 y en los 2000. Sus políticas desregulatorias y condescendientes con los más ricos, que tampoco el demócrata Bill Clinton desterró, explicarían en gran medida la terrible crisis financiera que se desencadenó en 2007.

Reagan inauguró la era de los nuevos conservadores en el poder, los neocon, decidido a impedir en nombre del “hombre común” tan idealizado entre las bases conservadoras, que una “elite de intelectuales, desde una capital distante, pueda planear nuestras vidas mejor de lo que podemos hacerlo por nuestra cuenta”. Trump diría: “Hay que limpiar el pantano de Washington”.

Durante ocho años, la reaganomics benefició a los más ricos con una amplia reducción impositiva. También combatió y doblegó a los sindicatos. Pero, aun así decepcionó a los ultraconservadores con medidas como el endeudamiento del Estado y la amnistía a inmigrantes indocumentados.

Su vice y sucesor, George H. W. Bush, volvió a cargar las baterías del ala más dura del partido, con recetas neoliberales. A tal punto caló el mensaje en el electorado que el demócrata Clinton le impidió la reelección a Bush padre sólo para terminar proclamando en su discurso sobre el Estado de la Unión, de 1996: “La era del Estado grande ha terminado”.

Los noventa trajeron otra vuelta de tuerca del discurso republicano, en la figura del congresista ultraconservador, Newt Gingrich, líder de una primera era de confrontación sin tregua con los demócratas, fuera para bloquear el presupuesto federal o un primer intento de reforma sanitaria. En esta nueva etapa de su refundación, la nueva tradición política del Partido Republicano sería oponerse a cualquier iniciativa demócrata.

Agotado el clintonismo, llegó George Bush hijo, quien ofreció a los ultras posiciones antiabortistas, liberalizar la portación de armas y, como siempre, recortar impuestos. Pronto los decepcionó incursionando en algunos acuerdos con los demócratas sobre educación e inmigración. Pero los atentados del 11 de septiembre enterraron la agenda nacional –salvo en seguridad- y absorbieron miles de millones en la guerra contra el terror.

Las elecciones de 2008, que hicieron presidente a Barack Obama, ahondaron la radicalización ideológica y estratégica republicana. Lejos de persuadirlos de reconsiderar su intransigencia de principios para salir de la peor crisis desde 1930, la situación sólo potenció su resentimiento. “Lo más importante ahora es que Obama no pase de un mandato”, anunció sin rubor el líder en el Senado, Mitch McConnell .

Así, resistieron el paquete de estímulo con el que Obama logró reanimar la economía. No lograron frenarlo en el Congreso pero sintieron que merecía una cruzada contra el cobro de impuestos, como la “rebelión del té”, o Tea Party, de 1773, precedente de la Independencia de 1776.

Enfurecidos por la posibilidad de que los deudores hipotecarios recibieran subsidios, los voceros ultraconservadores llamaron a organizar una rebelión que emulara aquél viejo Tea Party. El ala dura se dio un nombre idílico.

El nuevo movimiento se alimentaba de pretensiones retrógradas: recuperar la economía previa a los años treinta y volver a la sociedad con sus patrones culturales tal como era antes de los cincuenta. Todo eso, condimentado con burdas sospechas sobre la identidad de Obama, los llevaría a Trump.

Ese Partido Republicano se dio una agenda corta: resistir ciegamente a que el Estado interviniera más en la crisis y resistir reforma de salud (Obamacare). Eso, aun cuando la Administración Obama deportaba inmigrantes (hasta 400 mil por año) y extendía los letales bombardeos con drones en el extranjero.

Ya reelegido, el persistente bloqueo obligó a Obama a gobernar casi por decreto (executive orders). Los republicanos le negaron financiamiento a la reforma sanitaria y provocaron en 2013 el cierre temporal del gobierno federal. El líder de esa ofensiva fue el senador Ted Cruz, el primer candidato del ala dura hasta que irrumpió Trump.

La hora de los ultras

El ánimo reaccionario de una parte del electorado estadounidense refleja la ansiedad, la frustración, la bronca y la confusión por su paraíso perdido. Trump cabalgó más diestramente que su rival Cruz sobre una coalición espontánea de atemorizados ante un futuro incierto y globalizado.

Ahora bien, ante el mismo contexto, el discurso político de los demócratas fue otro. Es cierto que el candidato autodefinido “socialista” Bernie Sanders atacó a su rival Hillary Clinton con argumentos “anti establishment” como los de Trump, como cuando objetó sus viejas relaciones con Wall Street.

Pero Sanders y el ala más demócrata y más progresista hicieron una lectura totalmente opuesta frente a problemas como el desempleo, los acuerdos comerciales o los inmigrantes indocumentados. Sanders invitó a iniciar una Revolución Política colectiva, que oxigenara la democracia representativa. Una vez convertida en candidata, Hillary hizo propia esa agenda progresista.

Trump, vendedor nato sin pasado militante, ofreció refundar el “sistema” con una revolución ejecutiva que hiciera realidad de una vez los principios conservadores de orden social y libertad económica postergados por el “establishment” de Washington, en especial los jerarcas republicanos.

“Síganme, volveremos a hacer grande este país”: sin más inmigrantes, ni impuestos, ni regulaciones ni prensa crítica ni estrategias multilaterales que rindan dinero a Estados Unidos. En ese sentido, el “populista” Trump no vino a torcer el rumbo ideológico republicano, sino a profundizarlo y ampliarlo.

El estilo caótico, personalista e imprevisible del Presidente no disimula su esencia ideológica reaccionaria. La gran influencia que adquirió en la nueva Administración el estratega nacionalista Steve Bannon, un portavoz mediático extremista que dirigió el final de la campaña proselitista de Trump y se convirtió en el nuevo hombre fuerte de la Casa Blanca, no deja lugar a dudas sobre la ideología detrás de los personajes.

En Estados Unidos, el “populismo” se alimenta hace tiempo no sólo de la angustia económica, sino del miedo al progreso de las minorías étnicas, y sobre todo la creencia de que son sinónimos. Por eso el Tea Party se afianzó durante los años de reactivación con Obama: dolía más su ascendencia africana que las contemplaciones que podía tener con Wall Street.

Desde la Gran Depresión, el Partido Republicano, autodefinido como la fuerza política de los valores tradicionales y de la ley y el orden, atrajo casi naturalmente a un vasto sector social ganado por tendencias autoritarias, sin importar cuán golpeado resultó económicamente por el profundo cambio de matriz productiva que perjudicó al Estados Unidos más encerrado y rural.

En cambio, desde los años sesenta, el discurso demócrata favoreció –más o menos radicalmente, pero sin renuncias- el cambio social que provocaron la modernización, las corrientes migratorias y la creciente apertura el mundo, en especial después de la Guerra Fría. Era previsible, así, que las tendencias autoritarias se instalaran más cómodamente entre los republicanos.

El impacto de la inmigración y la última gran crisis económica, que en esta última década afectaron más que otras el antiguo status quo de los trabajadores blancos, activaron esa inclinación autoritaria y, como ha ocurrido en otras sociedades igual de desarrolladas, como las europeas, los llevaron a buscar un liderazgo fuerte que restableciera el orden en un mundo en el que muchos empezaban a sentirse marginados.

¿APRENDIZ O MAESTRO?

En el proceso de radicalización del Partido Republicano, la fase superior llegó en la campaña de 2016: de tanto tensar la cuerda, la relación de sus líderes tradicionales con las bases más radicalizadas se terminó cortando.

Trump se filtró con la velocidad de un rayo por esa enorme grieta, empujado por nuevos profetas conservadores, académicos e ideólogos mediáticos de la “alt-right”, la derecha alternativa, una versión ultra y enojada de la coalición liberal-cristiana de los neocon. Estos predicadores empalidecieron la toma de posiciones de la mayor parte de la prensa tradicional, que las semanas previas a la elección pidieron a sus lectores el voto por Hillary Clinton.

Que el segundo candidato más votado en las primarias republicanas, el senador ultra ortodoxo Ted Cruz, haya desafiado también a la cúpula partidaria y atacado a la “elite de Washington”, prueba que el derrotero de Trump se limitó a seguir un surco de descontento interno que ya estaba marcado en esa mitad del electorado. El liderazgo unificador y optimista de Reagan invitando a los republicanos a conquistar el futuro era cosa del pasado: ahora reinaban la bronca, el resentimiento y un agrio y primitivo impulso de restauración.

Trump desplegó toda su intolerancia hacia “los otros” (Hillary Clinton, China, los mexicanos, la prensa). En esa estrategia incluyó el nativismo, grato a los blancos de clase media que se atribuyen la fundación de la nación. Desde 1964, los republicanos ganaron la mayoría del voto blanco (6 de cada 10), pero ningún candidato había hecho de esa condición étnica un valor político tan potente.

A la vez, para dar respuesta a esa bronca de su electorado, no dudó en saltar los propios límites doctrinarios republicanos. El millonario sometió sus promesas a una negociación abierta con sus votantes, por ejemplo con su relativismo moral frente a los influyentes sectores cristianos en los que se había apoyado un fanático religioso como Cruz.

Trump no negoció posiciones, sino ideas básicas de los conservadores modernos, como una economía capitalista y abierta, la noción secular de que Estados Unidos es la potencia responsable de mantener la seguridad y la paz en el planeta, y la seguridad de que, aun caído el Muro de Berlín, Rusia jamás podrá ser motivo de aprecio, menos bajo la guía de Vladimir Putin. Ese pack ideológico quedó sometido a una heterodoxia que le permitió al millonario, fuera y dentro de la Casa Blanca, contradecirse todo el tiempo.

Además, el “trumpismo” le imprimió a las alforjas ideológicas de Gingrich, del Tea Party y de nuevos halcones republicanos como el líder del Senado, Paul Ryan, un nuevo estilo de hacer política, intolerante y prepotente. En este sentido, también Trump se limitó a cosechar lo que otros sembraron: entre 1995 y 2015, entre los republicanos que se decían “muy conservadores” casi se duplicaron (del 19% al 33%).

Las bases conservadoras, decepcionadas durante toda la Administración Obama por los resultados de la estrategia puramente ideológica y obstruccionista de sus líderes republicanos, encontraron en la demagogia y el discurso autoritario de Trump una vía de acceso más directa para su viejo anhelo de reconfigurar la sociedad estadounidense a su medida.

Una vez asegurada su nominación, Trump expresó con descaro: “Soy conservador, pero a esta altura, ¿a quién le importa?”. Y luego apostó a replicar su lógica de personaje de la farándula, largamente ensayada en su reality show televisivo The Apprentice (El Aprendiz): cautivar a un público heterogéneo, ideológicamente poco estructurado, capaz de seguir a una figura más que a un partido y de ser definido por sus enemigos, fuesen inmigrantes o musulmanes, más que por sus afinidades.

QUIÉN USARÁ A QUIÉN

La Administración Trump tensó la cuerda desde su primer minuto. Cuando el Presidente, frente al Capitolio, proclamó el 20 de enero al asumir “el poder es de ustedes, el pueblo”, el Partido Republicano, en especial sus gobernadores y líderes del Congreso, comprobó el órdago que le echaba un líder sin más ataduras aparentes que su propio ego.

El viejo aparato puede tolerar a Trump mientras impone su agenda partidaria (inmigración, impuestos, desregulación financiera, aborto, medio ambiente, liquidar el Obamacare y asegurar una Corte Suprema conservadora). Si se sale de control, tiene el recurso muy extremo de someterlo a “impeachment” por incapacidad. El vicepresidente Mike Pence sería el recambio.

Pero también Trump y su entorno pueden anticiparse, consolidar la identidad heterodoxa del “trumpismo” -xenofobia, nacionalismo económico y demonización de la prensa crítica- y, si hace falta, fracturar el partido para alumbrar una nueva fuerza extremista que rompa el bipartidismo, como ocurre ya en países de Europa.

La “guerra” intestina del asesor Bannon con el secretario general del partido y ahora jefe de Gabinete, Rience Priebus, fue el primer indicio de esa pugna de fondo. El primer decreto anti inmigración, invalidado por la Justicia, cargó con todos los defectos de haber sido redactado por el entorno personal de Trump sin consultar a los numerosos y sofisticados abogados del Estado.

Ese fue el primer traspié del bando de Bannon, mientras Priebus se aseguraba con el establishment partidario un contundente consenso para el juez candidato a reemplazar al fallecido Antonin Scalia y a completar los nueve miembros de una Corte Suprema de mayoría conservadora.

Las idas y venidas en las relaciones con Rusia, en medio de graves denuncias sobre intercambio de información de Moscú con la campaña de Trump, describen también ese errático vaivén inicial que caracteriza este inicio de la nueva administración. Mientras el vice Pence viajaba a Europa a reivindicar el papel norteamericano en la OTAN, Trump insistía con su cantinela “patriota” y aislacionista: “No soy el Presidente del planeta, sino de Estados Unidos”.

Ambas opciones implican un alto riesgo de crisis institucional y fracturas expuestas: un auténtico des-orden conservador de alcances históricos.

Las graves falencias que ya demostró Trump como Presidente, firmando decretos legalmente inconsistentes y desconociendo las mínimas formas de un líder para los estándares estadounidenses, alimentaron caracterizaciones sobre su “incapacidad” y especulaciones sobre cuánto tardará en llegar un pedido de “impeachment” desde el Congreso.

Sin embargo, Trump, quien encuadra a la prensa como “partido opositor”, quien la identificó como enemigo y hasta le prohibió el ingreso a la Casa Blanca, no es comparable con el Richard Nixon que cayó por el Watergate. El ensayista George Packer escribió desde la revista New Yorker: “Si Trump fuera más racional y más capacitado, tendría realmente la capacidad de destruir nuestra democracia”.

Frente a ese consuelo, el trumpismo sube la apuesta: “Si creen que les van a devolver el país sin luchar, están equivocados”, azuzó Bannon a los seguidores de Trump reunidos en la emblemática Conferencia de la Acción Política Conservadora en febrero pasado. Días antes, el influyente senador y ex candidato presidencial republicano John McCain había repudiado los ataques a la prensa: “Así es como empiezan los dictadores”, avisó.

Quitando las formas que lo retratan como poco confiable e incontrolable, Trump satisfizo en el inicio de su administración las demandas compartidas por todo el arco conservador del Congreso y su establishment republicano, aunque su forma de perseguirlas haya sido torpe y lindante con lo ilegal.

En este “des-orden conservador”, por ahora, ambos bandos se necesitan. Sólo por ahora.


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