Si cada nación tiene un mito fundacional que organiza su identidad y les da vida a sus instituciones, como la democracia racial en Brasil o el sueño americano en Estados Unidos, en Argentina hay dos: el mito del pueblo y el mito de la clase media.
Esto es el reflejo de un país que es, en realidad, dos países. De un lado, los agronegocios, las ciudades y las clases medias; del otro, la industria, los trabajadores y los conurbanos. Ambos países, cuyos últimos exponentes políticos son Mauricio Macri y Cristina Fernández de Kirchner, son protagonistas de un enfrentamiento histórico que ha modelado una trayectoria marcada por la discontinuidad y los vaivenes bruscos. Esa contienda ha provocado que la historia de Argentina sea una de cumbres y abismos.
La decisión de Fernández de Kirchner de designar como candidato a presidente a Alberto Fernández, un dirigente reconocido por su capacidad de diálogo, y el ofrecimiento de Macri de la candidatura a vicepresidente a Miguel Ángel Pichetto, el jefe del bloque de senadores de la oposición, confirman que los principales actores políticos tomaron nota del agotamiento de un modelo —el de la polarización extrema— que se ha demostrado incapaz de generar crecimiento de largo plazo.
Este novedoso giro al centro todavía debe verificarse en diciembre, cuando asuma el próximo presidente, pero ya es en sí mismo una buena noticia: la posibilidad de moderar una disputa que lleva demasiados años.
Lejos de limitarse a una cuestión política, la tenaz dicotomía argentina se refleja también en el fútbol, donde la competencia Boca-River suele adquirir visos de tragedia; el rock nacional, que durante décadas estuvo marcado por la disputa estética entre Soda Stereo y Los Redondos, y, por supuesto, en el tango. Orgullo de la argentinidad y nuestro principal producto de exportación cultural, el tango expresa esta idea de un país dividido en dos en la forma en la que canta una de sus grandes obsesiones: la mujer deseada, que en realidad son dos. La novia —una especie de prolongación de la madre, humilde, responsable y asexuada— y “la otra” —una mujer bella y emancipada que incluso puede abandonar al hombre, objeto de miles de tangos amargos y lamento de nuestro cantor nacional, Carlos Gardel, en el célebre “Mi noche triste”.
La explicación de esta dualidad es esencialmente económica. Desde hace décadas, Argentina se sacude al ritmo del enfrentamiento entre dos perspectivas opuestas, que logran prevalecer durante un tiempo pero cuya fuerza no les alcanza para imponer un modelo de desarrollo perdurable: la tradición liberal-aperturista, que apuesta al campo como motor del crecimiento, y la tradición nacional-desarrollista, defensora de la industria (y de los trabajadores que ella emplea).
Argentina es, por la extensión y fertilidad de sus suelos, una potencia alimentaria (hoy es el tercer exportador mundial de soja, el primero de limones y el sexto de carne vacuna). El campo es uno de los pocos sectores económicos verdaderamente competitivo a nivel global y el que genera los dólares necesarios para que el país funcione. Pero no está solo. Convive en tensión permanente con un sector industrial relativamente diversificado, que es uno de los más importantes de América Latina y que emplea a dos de cada diez trabajadores registrados, pero que no ha logrado alcanzar niveles de competitividad a la altura de las potencias mundiales.
A lo largo de la historia, el campo ha presionado por una economía abierta, que le permita exportar libremente las materias primas, lo que a su vez deriva en impuestos más bajos, una mayor desregulación y una política exterior alineada con las grandes potencias (que son sus clientes). La industria, en cambio, exige protección, un mercado interno robusto (trabajadores y clases medias que compren sus productos) y una política exterior orientada a la integración regional.
Cada modelo implica una sociedad diferente. El primero, que es el que instaló la última dictadura militar y ahora trata de revivir Macri, genera un mercado laboral débil, porque el sector agropecuario emplea comparativamente a menos personas, lo que profundiza la exclusión. El segundo, cuya expresión política es el peronismo, supone industrias pujantes, una clase trabajadora más amplia y por lo tanto sindicatos más fuertes, lo que a menudo se traduce en mayores niveles de conflicto social.
Ninguno de los dos modelos ha logrado imponerse durante el tiempo suficiente como para derrotar definitivamente al otro, como sucedió con el neoliberalismo en Chile y el desarrollismo en Brasil, que han conseguido mantenerse vigentes más allá de los cambios políticos.
El resultado es una historia economía taquicárdica y con súbitos cambios de dirección. En los últimos setenta años Argentina pasó del populismo más ambicioso de la región (el primer peronismo, 1945-1955) a un largo ciclo de frágiles gobiernos democráticos interrumpidos por regímenes militares de orientación liberal que derivaron en una dictadura (1976-1983) que implementó una política ortodoxa y aperturista. Tras un regreso a la democracia marcado por la inestabilidad y la inflación (1983-1989), se concretó un profundo ajuste neoliberal y luego un populismo, el kirchnerista, que renacionalizó empresas y redistribuyó el ingreso, para derivar en una nueva experiencia liberal liderada por Macri.
Pero quizás esta historia tormentosa esté llegando a su fin. En octubre se celebrarán las novenas elecciones presidenciales desde la vuelta de la democracia. Cuando todo parecía dispuesto para una nueva confrontación dramática entre el kirchnerismo y el macrismo, que son las versiones actualizadas de los dos viejos modelos en disputa, Fernández de Kirchner y Macri cambiaron de estrategia y eligieron a compañeros de fórmula que sugieren su voluntad de explorar esquemas de gobernabilidad más sólidos. Tanto Alberto Fernández como Miguel Ángel Pichetto moderan los dos mitos encontrados y podrían resultar en una Argentina menos bipolar.
Ojalá suceda, porque la historia del péndulo argentino es la historia de un fracaso. En las últimas cuatro décadas, desde el inicio del último gobierno militar, Argentina creció un promedio de 1,78 por ciento anual, mucho menos que el promedio de crecimiento del resto de América Latina. Pero además se trató de un crecimiento disparejo: en estos cuarenta años hubo diecisiete de recesión, contra ocho de Uruguay, siete de Brasil y cuatro de Chile. No se trata entonces solo de un crecimiento mediocre sino inconstante y, por lo tanto, frágil, que impide desarrollar políticas de Estado, desalienta la inversión productiva y afianza una cultura económica cortoplacista.
La división reflejada en nuestros dos mitos fundantes es parte esencial de nuestra identidad nacional. Argentina nunca será un país homogéneo ni monolítico. Pero eso no quiere decir que tengamos que vivir en una permanente montaña rusa. A diferencia de nuestros torturados tangueros, obligados a elegir entre la novia y “la otra”, el próximo gobierno puede coquetear con ambas tradiciones, conciliar liberalismo con desarrollismo y buscar un equilibrio que —sin pretender convertirnos en algo que no somos— modere el péndulo y construya un modelo de desarrollo más consensual y sustentable.
Publicado por José Natanson, el 09/07/2019, en NEW YORK TIMES