En la Edad Media, los estados-ciudades italianos lideraban la “revolución comercial” europea con innovaciones en finanzas, comercio y tecnología. Luego algo extraño sucedió. En 1264, para tomar un ejemplo, el pueblo de Ferrara decretó que “El magnífico e ilustre Lord Obizzo… va a ser gobernador y líder y general y lord permanente de la ciudad”. De repente, una república democrática había votado su propia extinción.
En verdad, éste no fue un episodio aislado en el norte de Italia en aquel momento. Como explica Niccolò Machiavelli en El príncipe, el pueblo, al ver que no puede oponer resistencia a la nobleza, le brinda su apoyo a un solo hombre, para que lo defienda con su autoridad. La lección es que la gente abandonará la democracia si tiene miedo de que una elite capture sus instituciones.
Las instituciones democráticas de la Italia medieval sucumbieron a lo que hoy podría llamarse populismo: una estrategia anti-elitista, anti-pluralista y excluyente para formar una coalición de descontentos. El método es excluyente porque depende de una definición específica de “la gente”, cuyos intereses deben defenderse no sólo de las elites, sino de todos los demás. Por ende, en el Reino Unido, el líder del Brexit Nigel Farage prometió que un voto a favor de “Irse” en 2016 sería una victoria para la “gente real”. Como dijo Donald Trump en un acto de campaña el mismo año, “la otra gente no significa nada”. De la misma manera, el ex presidente colombiano Álvaro Uribe suele hablar de la “gente de bien”.
Hay dos razones obvias por las cuales ese populismo es malo. Primero, sus elementos anti-pluralistas y excluyentes minan las instituciones y derechos democráticos básicos; segundo, favorece una concentración excesiva de poder político y desinstitucionalización, lo que genera un suministro deficiente de bienes públicos y un desempeño económico mediocre.
De todos modos, el populismo se puede tornar una estrategia política atractiva cuando se dan tres condiciones. Primero, los reclamos sobre el predominio de las elites deben ser lo suficientemente verosímiles como para que la gente los crea. Segundo, para que la gente empiece a respaldar alternativas radicales, las instituciones existentes tienen que haber perdido su legitimidad o no haber podido hacer frente a algún nuevo desafío. Tercero, una estrategia populista debe parecer factible, a pesar de su naturaleza excluyente.
Las tres condiciones se pueden encontrar en el mundo de hoy. El aumento de la desigualdad en los últimos 30 años significa que el crecimiento económico ha beneficiado desproporcionadamente a una pequeña elite. Pero el problema no es sólo la desigualdad de ingresos y riqueza: también existe una creciente sospecha de que la distancia social entre la elite y todos los demás se ha ampliado.
Estas disparidades económicas y sociales tienen profundas implicancias para la representación política. En Estados Unidos, el politólogo Larry M. Bartels ha demostrado que, mientras los legisladores han defendido cada vez más los intereses de los ricos, la manipulación les ha permitido evitar la competencia política. En Europa, Jean-Claude Juncker, cuando ejercía el cargo de primer ministro de Luxemburgo, alguna vez describió la toma de decisiones del Consejo Europeo de la siguiente manera: “Decretamos algo, luego lo hacemos circular y esperamos un tiempo para ver qué pasa. Si no se produce ningún revuelo… porque la mayoría de la gente no entiende lo que se había decidido, seguimos adelante, paso a paso, hasta que se alcanza un punto de no retorno”. Esa lógica elitista es intrínsecamente vulnerable al populismo.
Como estrategia de desinstitucionalización, el populismo apela al creciente séquito de quienes están desilusionados con los acuerdos existentes. En Estados Unidos, la percepción generalizada de que las instituciones no supieron abordar cuestiones como la desigualdad ha venido erosionando la confianza pública en las principales instituciones desde los años 1970. Después de no haber podido anticipar la crisis financiera de 2008, los responsables de las políticas en Estados Unidos ahora luchan por regular (y gravar) a las nuevas “mega-empresas” como Amazon y Facebook. También se considera que se han equivocado respecto de la globalización y los efectos del “shock de China” en los mercados laborales locales. De la misma manera, en Europa, se suele considerar que la mayor movilidad laboral y las grandes crisis de refugiados han superado la capacidad de carga de las instituciones de la UE.
Además de lidiar mal con los nuevos desafíos, las instituciones y los responsables de las políticas tampoco han podido mirar más allá de sus propios discursos dominantes. Por ejemplo, en el período previo al referendo por el Brexit, la campaña “Quedarse” se centró enteramente en los costos económicos de abandonar la Unión Europea, aunque las encuestas de opinión demostraban que la migración y otras cuestiones eran mucho más preocupantes para los votantes.
Finalmente, para que el populismo se afiance, los propios políticos deben verlo como una estrategia viable. En términos generales, declarar que “la otra gente no significa nada” no es la mejor manera de obtener un amplio respaldo. De modo que, aun cuando los factores estructurales lo favorecen, el populismo sólo puede triunfar en determinadas circunstancias. En el caso de Trump, la intensa polarización partidaria en Estados Unidos significa que puede apelar a los votantes marginales o indecisos, porque sabe que los republicanos votarán por él sí o sí. Y, en términos más generales, el populismo puede ganar cuando “la otra gente” es definida con precisión o simplemente no es mucha, siempre que se pueda seguir diciendo que plantea una amenaza.
Para derrotar al populismo, entonces, debemos abordar los tres factores que lo convierten en una estrategia viable. Eso empieza por reconocer que el populismo sólo puede surgir cuando existen problemas sociales y económicos reales como para darle tracción electoral. También implica ser honesto sobre el hecho de que existen visiones encontradas y controvertidas de ciudadanía, que deberían discutirse, no ignorarse.
Finalmente, necesitamos más democracia y representación –incluidos, posiblemente, referendos- para que los votantes sientan que sus preocupaciones son tomadas en serio. La clase política debería explorar nuevas maneras de hacer que el gobierno sea más representativo de la sociedad. La India, por ejemplo, tiene cuotas basadas en castas para las bancas parlamentarias y otros cargos, y muchos otros países hacen lo mismo con respecto al género. No existe ningún motivo para que Estados Unidos y Europa no puedan implementar medidas similares.
Publicado por Daron Acemoglu & James A. Robinson, el 31/06/2019 en PROJECT SYNDICATE