"En el centro de Europa están conspirando. El hecho data de 1291. Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas. Han tomado la extraña resolución de ser razonables. Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades”. J. L. Borges, en “Los Conjurados”.
Si hay una lección que nos dejan las últimas décadas en América Latina es que, aun cuando lo hemos intentado con pasión juvenil, el péndulo ideológico termina imponiendo una lógica de cambios bruscos que echa por tierra los esfuerzos por integrarnos como región.
Al respecto, suele ser inevitable la referencia a la Europa comunitaria, fundada a partir de un giro histórico que, tras dos guerras, llevó a sus líderes a organizarse más allá de sus Estados nacionales y a partir de sus propios intereses.
En 1951, dos funcionarios idealistas pero pragmáticos, los franceses Robert Schuman y Jean Monnet, convencieron a los líderes de la Alemania Occidental, Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo de crear una “Comunidad del Carbón y del Acero” (CECA), que integró la explotación supranacional de esos dos recursos económicos vitales, los mismos que habían disparado la guerra.
Por supuesto, el contexto histórico de la Guerra Fría entre el gran aliado occidental, Estados Unidos, y la Unión Soviética fue determinante en la lectura estratégica que hicieron los padres fundadores de la nueva Europa. Pero al hacerlo probaron la inteligencia, y no el voluntarismo, de su apuesta colectiva.
Para nuestra región, obsesionada por un “modelo” de unión latinoamericana, resulta muy útil estudiar cómo ese embrión comunitario de paz y desarrollo se sustentó en un acuerdo sobre los intereses concretos que todos ellos tenían en común.
En los 2000, nuestra región experimentó un proceso de integración apoyado en la sintonía ideológica de sus líderes e impulsado por un contexto económico global favorable. La creación de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), en 2008, quiso ser un exponente de una nueva época.
Las bases de ese intento cedieron ante el cambio de dirección de los vientos globales. Con la crisis, varios gobiernos cambiaron de signo ideológico y este año se creó el foro del PROSUR. Vaciada de miembros, a la UNASUR no le quedó ni su sede de Quito.
América Latina necesita volver a pensarse, pero ya no en función de coincidencias ideológicas. Debe, en cambio, encontrar su propio “carbón y acero”: esos intereses comunes, permanentes y de realización posible que le den un rumbo sostenido para sortear los obstáculos mayores que propone el Siglo XXI.
Identificarlos será la primer tarea. La infraestructura para comerciar de un océano a otro; la inversión tecnológica a gran escala para sacar a nuestras economías de su recurrente primarización y la protección regional de recursos naturales: sobre estos -y otros- intereses permanentes podemos construir una integración duradera, que contemple la rica variedad de modelos de desarrollo existentes.
Los europeos se “conjuraron” no sólo para dejar la guerra atrás, sino para avanzar juntos. Sin esperar nuevos liderazgos personales, para América es la hora -como imaginó Borges- de tomar la extraña resolución de ser razonables, de olvidar nuestras diferencias y acentuar nuestras afinidades.
Ni siquiera potencias regionales como México, Brasil o la Argentina podrán proyectarse por sí solas. Aliarse con una u otra superpotencia no bastará. Por el contrario, habrá que seguir apostando por el multilateralismo como el mejor espacio para sostener derechos y ventajas de todos los países en desarrollo, lejos de los cantos de sirena de “patriotas” y “soberanistas” de estos días.
La región tiene activos envidiables: recursos naturales y acceso a dos océanos, carece de conflictos grandes interestatales y es una región libre de armas nucleares. Sus economías tienen necesidades comunes de inversión y mercados. En esa búsqueda, es preciso eludir el falso dilema entre Estados Unidos-China con pragmatismo y hacer de aquellos intereses permanentes la mejor guía para esas relaciones.
A su vez, el nunca más a la guerra que propició la construcción europea implicó que el futuro sería de todos o de nadie. Como si fuera un desastre bélico, hoy nuestra realidad hunde a vastos sectores sociales de la región, sumergiéndolos en la exclusión.
Como la guerra para Europa, la exclusión social es nuestro fantasma del que huir. Difícilmente una integración perdure si no va acompañada de un profundo proceso de inclusión social: el desarrollo será con todos o no será. Con todos los países y su variedad ideológica, pero también con todas sus franjas sociales.
Nuestros intereses permanentes, nuestro acero y nuestro carbón, deben contemplar a todas nuestras gentes. Todo acuerdo regional político o comercial, tecnológico o laboral, educativo o cultural, debería custodiar ese principio. Sólo el equilibrio social le da sentido a los avances económicos. La propia UE, con sus intereses comunes bien claros, se ve amenazada por ese desajuste social, que alimenta nacionalismos y xenofobia.
En fin, es una lección y un desafío de estos tiempos que, como los europeos de hace seis décadas, podríamos asumir todos los latinoamericanos a partir de ahora.
Publicado por Jorge Argüello, el 07/10/2019, en CLARIN