La elección presidencial de octubre de este año en Argentina –en el mismo mes tendrán lugar las elecciones en Bolivia y Uruguay– se inscribe en un contexto complejo y cambiante en los planos global y regional. Dicho contexto opera, a mi entender, como un telón de fondo que puede tener impacto circunstancial –no una incidencia decisiva– en la campaña que se inicia a partir de junio. Vayamos por partes, de modo sucinto y destacando ciertos aspectos (se entiende que podrían incluirse otros elementos de análisis y aquí se ensaya una versión abreviada de un argumento que exige más detalle y mejor precisión).
Elementos geopolíticos
No es una novedad que en lo global asistimos a un proceso significativo de redistribución de poder, influencia y prestigio de Occidente a Oriente; lo que sí constituye algo distintivo es la fase singular en que se encuentra hoy la relación entre Washington y Beijing. Durante la administración del presidente Barack Obama el vínculo entre los dos países combinaba colaboración y competencia en dosis relativamente equilibradas, bajo el principio de contener el ascenso chino. Con la llegada al gobierno de Donald Trump el vínculo bilateral ingresó en una fase de mayor fricción. Ahora la Casa Blanca no parece conformarse con limitar la expansión china sino que aspira a revertir su gravitación, tanto en el área vecina como en su proyección internacional. Al mismo tiempo, la relación entre Estados Unidos y Rusia se deteriora en materia nuclear y se exacerba en diferentes escenarios como Irak, Libia, Siria, Ucrania y Venezuela.
La expresión continental del viraje en el eje Washington-Beijing se epitomiza con dos discursos elocuentes. En 2013 y en el marco de la OEA, el entonces secretario de Estado, John Kerry proclamó el fin de la Doctrina Monroe. En 2018, en una alocución en la Universidad de Texas justo antes de un periplo por América Latina, el entonces secretario de Estado Rex Tillerson destacó la importancia de la Doctrina Monroe con el acento puesto en frenar el avance de China en la región que implicaba, en sus palabras, una forma de “dependencia de largo plazo” para Latinoamérica. En realidad, y antes del renacimiento de la Doctrina Monroe como guía de las relaciones interamericanas, la Theater Strategy 2017-2027 del Comando Sur anunciaba que una de las prioridades militares de Estados Unidos en América Latina y el Caribe era responder a los “actores estatales externos malignos” como China y Rusia. Esa visión de las amenazas de origen estatal que se deben enfrentar la ratificó el actual comandante del Comando Sur, el Almirante Craig Faller, en una audiencia ante el Congreso en febrero de 2019.
La creciente contienda chino-estadounidense y la renovada tensión ruso-estadounidense se irá manifestando con más fuerza en la región y se ahondará en los años por venir. Washington, Beijing y Moscú se comportarán de manera cada vez más asertiva frente a aliados, socios y oponentes y ello se sentirá en América Latina. Cabe recordar que el 90% de la inversión china en Latinoamérica se concentra en Brasil, Venezuela, Argentina y Ecuador, y que la Argentina es el único país en que China ha establecido una estación satelital como parte de la red de espacio profundo que Beijing ha desarrollado en su propio territorio.
Globalizar la desesperanza
Ahora bien, el tablero mundial toma en cuenta no solo los convencionales actores estatales, sino también a los actores no gubernamentales, desde grandes corporaciones multinacionales y calificadoras de riesgo estadounidenses hasta ONG y grupos criminales. En ese marco, una globalización cada vez más asimétrica ha dominado la política internacional en las últimas décadas. La diferencia esencial es que si hasta los noventa la globalización se percibía como sinónimo de prosperidad por varios de sus logros y muchas de sus promesas, en el siglo XXI –y con más fuerza en el último lustro– la globalización se relaciona con la inseguridad por el desempleo, la desindustrialización y la fragmentación.
En el corazón de ese descontento está el auge de la desigualdad confirmada por numerosos informes y estudios. No debe sorprender entonces el incremento de las protestas sociales urbi et orbi, así como el aumento de la polarización interna en países del centro y de la periferia. No se trata de un malestar subjetivo, sino que hay razones objetivas para la crispación y el antagonismo. La Gran Recesión iniciada en 2008 ha dejado secuelas evidentes y las pugnas comerciales y tecnológicas se agudizan mucho más desde el inicio del gobierno de Trump. En el plano regional hay diversos fenómenos, algunos estructurales y otros coyunturales, que alimentan la inestabilidad y la conflictividad. América Latina ha perdido gravitación en el mundo y parece hoy abocada a divergir cada vez más. Lo primero conduce a la debilidad y lo segundo a la desintegración: ambas tendencias combinadas agudizan la dependencia.
Varios indicadores económicos, sociales, militares, diplomáticos y científicos dan cuenta de esa caída. Por ejemplo, cuando en 1945 se creó la Organización de Naciones Unidas, el peso del voto regional era significativo: de los 51 miembros iniciales 20 eran de América Latina; en la actualidad hay 193 países en la ONU y la dispersión del voto de la región le resta aún más influencia a Latinoamérica como bloque. Datos de la CEPAL revelan que la participación latinoamericana en el total de exportaciones mundiales fue del 12% en 1955 mientras en 2016 cayó al 6%. De acuerdo con la Organización Mundial de Propiedad Intelectual, en 2006 la solicitud de nuevas patentes proveniente de América Latina era del 3% (las de Asia eran el 49,7%), pero en 2016 bajamos a 2% (al tiempo que Asia aumentó a 64.6%). Global Firepower ha confeccionado un índice de poder militar: en 2006 Brasil, México y Argentina ocupaban, respectivamente, las posiciones 8, 19 y 33; en 2018 Brasil está en el puesto 14, México en el 32 y Argentina en el 37. En el ranking sobre “poder blando” elaborado entre la University of Southern California y la consultora Portland, Brasil se ubicó en el lugar 23 en 2015, en el 24 en 2016 y en el 29 en 2017.
A su turno, las iniciativas de integración de diversa índole están en franco retroceso. Una mezcla de estancamiento, desaliento y fragilidad atraviesa a todas las iniciativas regionales, ya sean políticas como económicas. Durante la “marea rosada” de los gobiernos de centro-izquierda el espíritu a favor de más asociación chocó con las limitaciones de cada proyecto interno. La crisis financiera que estalló en 2008 mostró cómo las opciones nacionales y aisladas prevalecieron sobre las alternativas subregionales y mancomunadas. Dinámicas exógenas como el auge de China reforzaron la primarización de las economías y los incentivos para buscar atajos particulares, aun si los discursos de unidad fueron la nota predominante desde comienzos del siglo XXI. Ahora, con el “reflujo neoliberal” de los gobiernos de derecha, ante una administración en Washington que está dispuesta a recuperar su primacía de manera pendenciera, y en medio del apogeo de la financiarización, se verifica el desinterés por acciones colectivas (salvo aquellas de corte ideológico) y la preferencia por salidas unilaterales (en desmedro del lánguido multilateralismo existente). El debilitamiento y desintegración conducen a una doble dependencia externa, sea de un poder declinante como Estados Unidos como del poder ascendente chino, justo cuando ambos se disponen a elevar su competencia en Latinoamérica.
Alta Política
Paralelamente, y por tercera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la región es parte de lo que se denomina la “alta política”. Esto quiere decir que está envuelta en una dinámica que la ubica en un lugar de mucha visibilidad para las grandes potencias. En efecto, la crisis de los misiles en Cuba de 1962 y la guerra de las Malvinas fueron hitos de la “alta política”; algo que hoy se refleja en el caso de Venezuela. Son situaciones en las que se manifiestan factores que empujan a los poderosos a involucrarse y fenómenos que atraen su intervención. Cualquiera sea la evolución y el desenlace de lo que acontece en Venezuela –donde se cruzan, entre otros, los intereses de Estados Unidos, China y Rusia– ese país se ha vuelto un tema electoral doméstico en buena parte de América Latina. Sudamérica no parece estable.
En el área sobresalen momentos de hegemonía transitorios y débiles. Los proyectos socio-políticos y económicos de corte moderadamente reformistas que operaron bajo las reglas del sistema no pudieron afianzarse en los años cincuenta y principios de los sesenta. Los intentos autoritarios de finales de los años setenta hasta principios de los ochenta tampoco pudieron prosperar. El modelo neoliberal de los noventa no parecía extenderse más allá de esa década. Con el comienzo del siglo XXI el proyecto progresista no pudo superar los tres lustros. Hoy observamos el resurgimiento del proyecto neoliberal que se asienta en sociedades fragmentadas y polarizadas, con fuerte dominio financiero y estructuras productivas muy primarizadas. No estamos ante una hegemonía robusta. Probablemente veamos retroceder sus componentes consensuales y avanzar en dispositivos coercitivos; lo cual tenderá a generar más inestabilidad y conflictividad en un contexto global crecientemente incierto y pugnaz. En síntesis, asistimos a proyectos hegemónicos limitados que no parecen consolidarse porque no pueden ser plenamente aceptados por las mayorías sociales. Por lo tanto, los procesos electorales reflejan esa tensión y la contienda presidencial argentina no escapará a dicha regla.
Braden vuelve
Ahora bien, en la campaña electoral argentina es relevante destacar un dato clave: la relación entre Washington y Buenos Aires. A mi entender, desde el advenimiento de la democracia en 1983 y la reforma constitucional de 1994, ningún presidente había contado con tanto apoyo político en Estados Unidos para ser reelecto como Mauricio Macri. Si uno mira específicamente a Washington DC –sin desconocer el peso de Wall Street–, en las relaciones entre Estados Unidos y la Argentina es posible identificar un cuadrilátero de respaldos indudables: las declaraciones sobre el país del poder ejecutivo (desde la Casa Blanca y los Departamentos de Estado, Defensa y Tesoro); las resoluciones (cinco entre 2017 y 2018) provenientes del Congreso y la creación del llamado Congressional Argentina Caucus; las acciones y los pronunciamientos de los bancos multilaterales (especialmente el Fondo Monetario Internacional); y los eventos, invitados y comentarios de varios think-tanks (entre ellos el Argentina Project del Wilson Center, el Argentina-US Strategic Forum del Center for Strategic & International Studies, el Atlantic Council, el American Enterprise Institute, el Council on Foreign Relations, la Heritage Foundation y la Foundation for the Defense of Democracias).
Lo anterior está facilitado por la presencia de un enfoque ideológico compartido entre actores domésticos influyentes en torno al gobierno argentino y aquellos localizados en Washington DC, poseedores de múltiples atributos de poder, al tiempo que un conjunto acotado de personas en Estados Unidos viabilizan y visibilizan un puente entre el mundo de la consultoría, el lobby, las finanzas, los negocios y las políticas gubernamentales a favor de intereses convergentes en los dos países. Ello revela algo notable en el caso argentino y el de otros países de América Latina: el avance de los sectores de derecha en el continente y la ausencia de voces progresistas creíbles y con capacidad de incidencia en Washington.
La preferencia es obvia a favor del statu quo a pesar de los graves resultados sociales y económicos del cuatrienio macrista: muchos agentes estatales y no estatales han invertido –y no solo recursos materiales– allá y acá para preservarlo. Asistimos a un caso infrecuente en la historia contemporánea de las relaciones bilaterales: ya no es el “Braden o Perón” agitado desde Buenos Aires sino una suerte de “Macri o el abismo” articulado tácita y pre-electoralmente desde Washington DC. Habrá que ver si eso funciona a los fines de Cambiemos o se convierte en un boomerang político. En todo caso, es inusitada la intensidad del soporte de fuerzas influyentes en la capital estadounidense.
Argentina votará en octubre principalmente en función de la agenda interna, aunque temas como Venezuela y el Fondo Monetario Internacional serán mencionados en la contienda. Después de diciembre, sin embargo, los argentinos notarán (nuevamente) que el mundo y la región ha mutado mucho: en 2020 ya no será posible, sea quien sea la persona que ocupe la Casa Rosada, repetir el diagnóstico ingenuo sobre los asuntos internacionales que se tuvo en 2015.
Publicado por Juan Gabriel Tokatlian, el 03/05/2019 en REVISTA CRISIS