El mundo no está todavía lo suficientemente alarmado por cómo la pandemia del COVID-19 ha afectado la economía global. Damos seguimiento a las cifras diarias de infecciones y fallecimientos, pero no prestamos atención a las pérdidas de empleo y las vidas trastocadas, especialmente en el mundo en desarrollo, donde la pandemia apenas ha suscitado una respuesta de salud pública.
Hasta ahora, el impacto de la pandemia sobre las economías principales ha sido cuatro veces peor que el de la crisis financiera global de 2008. En el segundo trimestre de 2020, el PIB estadounidense cayó en un 9,1% en comparación con los tres meses previos, empequeñeciendo la contracción trimestral del 2% en el mismo periodo de 2019. A la economía de la eurozona le fue incluso peor, reduciéndose en un 11,8%. Varios países en desarrollo han visto desaparecer sectores completos de sus economías, como si hubieran sufrido una guerra. En consecuencia, es necesario una mentalidad de posguerra para planificar, invertir y reconstruir.
Ciertamente, los gobiernos del G20 han destinado la asombrosa suma de $7,6 billones (y sumando) al estímulo fiscal, y los principales bancos centrales están inyectando dinero para resucitar la economía global. La Reserva Federal de EE. UU. está gastando $2,3 billones para apoyar a las empresas y los mercados financieros, superando con mucho el paquete de rescate de la crisis de 2008, que ascendió a los $700 mil millones. Estas medidas son todo el sustento disponible para muchos, desde trabajadores de restaurantes que han sido despedidos a dueños de pequeñas empresas, que hoy tienen acceso a un seguro de desempleo y programas de seguridad social.
Sin embargo, se habla menos de la manera como el estímulo fiscal y monetario en los países más ricos ha empeorado la situación de aquellos países con menos ingresos. Incluso antes de la pandemia, gran parte del mundo en desarrollo se las estaba viendo con niveles de endeudamiento históricos, bajo crecimiento y desafíos climáticos. Como resultado, sus ciudadanos tenían menos redes de seguridad para cuando las cosas se pusieran difíciles.
Hoy, el aflojamiento de las políticas en las economías avanzadas está causando que las monedas de los países en desarrollo se aprecien, resultando en una pérdida de competitividad exportadora y de inversión extranjera, inflación y desestabilización económica. Los países pobres dependen en gran medida de economías informales, exportaciones de productos básicos, el turismo y las remesas, factores todos que la pandemia ha afectado duramente. Junto con el colapso de los precios del petróleo, los paquetes de estímulo de las economías avanzadas han dejado al borde del colapso a las economías de países como Ecuador o Nigeria.
Las políticas de los países ricos también contribuyen al encarecimiento de los precios de los alimentos en sus contrapartes pobres. Mientras las estanterías de los supermercados del mundo desarrollado están llenas de comida asequible, cerca de 700 millones de personas a nivel global ya pasaban hambre antes de la pandemia, y ahora más de 130 millones podrían unírseles por el COVID-19. En países como Uganda, el precio de los alimentos básicos ha subido en un 15% desde marzo. La gente dice consumir comidas menos abundantes, menos diversas y menos saludables, en lo que es una receta para futuros desastres.
Las personas pobres que habitan los países de bajos ingresos por lo general no pueden trabajar desde sus hogares, y si no trabajan, no comen. El titular noticioso no tan secreto es que, para grandes zonas del mundo en desarrollo, el impacto económico del coronavirus es mucho más devastador que el virus mismo.
Considérese que, en apenas seis meses, la pandemia ha borrado una década de avances en la reducción de la pobreza. Entre 1990 y 2017, la cantidad de personas en extrema pobreza cayó globalmente de cerca de 2 mil millones a 689 millones. Pero debido a la pandemia, ese total está volviendo a crecer, por primera vez desde 1998. Más de 140 millones de personas podrían retroceder a la pobreza extrema este año, siendo el Sudeste Asiático y África las regiones más golpeadas.
Un mero 3% de lo que los países del G20 han destinado a sus paquetes de estímulo ante el COVID-19 bastaría para evitar estos sombríos escenarios. Si los países del G20 aportaran un impuesto humanitario y voluntario de solo una vez que recaudara $230 mil millones, se podría mejorar la infraestructura y las tecnologías de la comunicación para alimentar a quienes pasan hambre en las zonas rurales. Por ejemplo, una inversión anual de $10 mil millones a lo largo de diez años para mejorar caminos y carreteras e instalaciones de almacenamiento podría reducir la pérdida de alimentos para 34 millones de personas. De manera similar, una inversión de $26 mil millones podría aumentar el acceso a teléfonos móviles para cerca de 30 millones de residentes rurales, permitiéndoles elevar sus ingresos mediante información de los precios de las cosechas y pronósticos meteorológicos.
La ayuda extranjera es una inversión inteligente, pero la voluntad política es escasa. Estados Unidos, por lejos el mayor donante para la salud global y programas de desarrollo, está destinando decenas de miles de millones de dólares a compañías farmacéuticas para asegurarse la obtención de una vacuna contra el COVID-19 solo para sus ciudadanos, incluso en momentos que otros países unen fuerzas para ampliar el acceso global a las mismas. Este año, el Reino Unido recortó su presupuesto de ayuda en £2,9 mil millones ($3,9 mil millones) y fusionó su agencia para el desarrollo con su oficina de asuntos exteriores. Esos enfoques se pueden calificar de miopes.
En contraste, en 2003 el Presidente estadounidense George W. Bush lanzó el Plan Presidencial de Emergencia para la Lucha contra el SIDA para proporcionar medicamentos antirretrovirales a las personas que viven con VIH/SIDA en África. Con un presupuesto de $85 mil millones, hasta ahora el programa ha salvado cerca de 18 millones de vidas. Más aún, ha fortalecido la infraestructura sanitaria general en países como Botsuana, lo que sin duda está ayudando al país a combatir la pandemia de COVID-19.
De manera similar, la economía mundial prosperó tras la Segunda Guerra Mundial porque los Estados Unidos revivieron a través del Plan Marshall una Europa Occidental arrasada por la guerra. Hoy nos enfrentamos a un escenario parecido. Toda intervención de políticas debería tratar la lucha contra el COVID-19 como una guerra y a las economías más afectadas como zonas de conflicto. El mundo debe comprender el desastre en toda su escala y ponerse manos a la obra para el desafío de la reconstrucción.
Publicado por Máximo Torero en Project Syndicate, el 9 de diciembre de 2020