Cuando la primera ministra Jacinda Ardern se plantó ante el mundo para responder a los cruentos atentados de 2017 contra la comunidad musulmana de Christchurch, en el sur de Nueva Zelanda, su figura emergió con la misma fuerza con la que todavía se recuerda al alcalde Rudolph Giuliani organizando entre los escombros el socorro de las víctimas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York.
La semejanza, sin embargo, no llega mucho más lejos. Frente al porte masculino del político conservador republicano que había barrido el delito con “tolerancia cero” y desplegó aquél día su tremenda autoridad en la Gran Manzana, la figura de esta joven socialdemócrata de apenas 38 años irradió, en cambio, un espíritu solidario, cálido y pacifista.
Con Nueva Zelanda en estado de shock por los ataques a dos mezquitas, que costaron 51 muertos y decenas de heridos atacados por un “lobo solitario” perverso que se filmó a sí mismo segando vidas, Jacinda eligió salir a la calle, cubrirse con un pañuelo verde y contener con interminables abrazos a los familiares de las víctimas. “Se comportó como la madre de toda la nación”, comentó un experto en terrorismo.
La impronta de ese liderazgo femenino, en un país pacífico que jamás había asistido a semejante masacre, quedó sintetizada también a nivel político, en la primera medida de su gobierno frente a la tragedia: prohibir el acceso de los ciudadanos comunes a las armas semiautomáticas como las que había usado el asesino.
Ardern, educada por sus padres como mormona aunque después se volvió agnóstica, se unió al Partido Laborista a los 17 años. Hizo su primera experiencia de alto nivel en el exterior, como asistente del gabinete del británico Tony Blair, y a su regreso en el equipo de su gran inspiradora, la premier laborista Helen Clark, la primera mujer en gobernar Nueva Zelanda (1999-2008).
Casada con el presentador de televisión local Clarke Gayford, fue elegida diputada del Parlamento en 2008, en el inicio de la gran crisis global que sacó del poder al laborismo, en el que Jacinda se iba formando como dirigente juvenil, y que dio paso tres mandatos consecutivos del conservador Partido Nacional.
Finalmente, en 2017, desafiando las voces que alertaban sobre su inexperiencia de gestión, Ardern compitió y ganó las elecciones con una agenda progresista que coronaba su militancia: educación universitaria gratuita, despenalización del aborto, combate a la pobreza infantil y una política migratoria más flexible.
No fue la primera mujer en gobernar Nueva Zelanda, pero sí la más joven. Y más todavía: en junio de 2018 dio a luz a una niña (la última gobernante en hacerlo había sido la pakistaní Benazir Bhutto en 1990). Jacinda trabajó hasta el día del parto, cuando anunció el nacimiento por las redes sociales, delegó las funciones en su vice, Winston Peters, y entró en licencia como cualquier neozelandesa.
En 2019, Jacinda lideró una iniciativa de gobierno que pretende poner a Nueva Zelanda a la vanguardia de la gestión progresista del Estado de una nación desarrollada: confeccionar un proyecto de presupuesto que desplaza la prioridad tradicional de mejorar el crecimiento o la productividad de la economía de un país, en favor de privilegiar el bienestar de sus ciudadanos.
Ni exportaciones, ni grandes obras de infraestructura: el gobierno de Ardern estableció como sus cinco prioridades presupuestarias mejorar la salud mental de la población; reducir la pobreza infantil; afrontar la desigualdad que soportan las etnias maorí y de las islas del Pacífico; avanzar hacia la era digital; y llevar a la economía neozelandesa a una era sustentable de bajas emisiones de carbono.
Ciertamente, la apuesta progresista de esta líder necesita apreciarse en un contexto: un país desarrollado, que las encuestas generales suelen incluir junto con los nórdicos de Europa entre los de pueblos más satisfechos con su vida cotidiana.
Los mandatos en Nueva Zelanda, y sus liderazgos políticos, se revalidan en las urnas cada tres años. Jacinda tendrá que probar en 2020 si su ascendente estrella tiene la fugacidad de estos tiempos o si logra consolidar una nueva forma de pensar un país, lejano y aislado en el mapa, pero más conectado que otros con el Siglo XXI.
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