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Pero ¿quién es toda esta gente?, por Joaquín Estefanía



Hace un siglo, el alemán Oswald Spengler publicó en dos volúmenes La decadencia de Occidente, uno de los exponentes escritos más conocidos sobre la crisis europea al finalizar la Primera Guerra Mundial. Su tesis es que todas las civilizaciones tienen un ciclo de vida natural con tres fases —­crecimiento, florecimiento y decadencia—, y que la cultura europea, absorta en un materialismo estrecho, estaba en la última etapa: el invierno de un mundo de antaño fructífero. Afortunadamente, Spengler no acertó: tras la segunda conflagración mundial, Europa se reconstruyó y elaboró el experimento de integración más exitoso de la historia: la Unión Europea.


Aunque hay diferencias fundamentales, también existen algunas analogías entre aquellos tiempos y los de ahora: el descontento social ante las desigualdades extremas, el débil crecimiento económico o el estancamiento secular de algunos Estados, los conflictos políticos internacionales que se expresan sobre todo (pero no únicamente) en proteccionismo y guerras comerciales, etcétera. Todo ello ha contribuido a fomentar un pesimismo creciente: un profundo sentimiento de fin de siècle, acelerado por la extensión ultrarrápida de unas tecnologías que no se dominan y el concepto de “fin del trabajo”. Es en este contexto en el que se multiplican las fuerzas eurófobas (todavía la semana pasada emergía en Holanda una nueva formación de derecha radical, denominada sedicentemente Foro para la Democracia, para competir con el ultraderechista Partido por la Libertad, no menos sedicente). Dentro de dos meses se celebran unas importantísimas elecciones al Parlamento Europeo —emparedadas en España entre las legislativas y las municipales y autonómicas— que van a medir la significación de esa fobia a la Europa unida.


Emerge una nueva derecha que gana espacios no sólo en Europa, sino en EE UU y en América Latina; una derecha extrema que, hasta ahora, ha descartado los rostros más violentos y que se embandera en fenómenos como el autoritarismo, el nacionalismo, el conservadurismo, el populismo, la xenofobia, la islamofobia, el desprecio al pluralismo, etcétera. No en todas partes se presenta igual, sino que mezcla en distintas dosis cada una de esas características. Es lo que el historiador italiano radicado en EE UU Enzo Traverso ha denominado “las nuevas caras de la derecha” (editorial Siglo XXI).


La mayoría de esas formaciones, que han perdido por el camino el calificativo de partidos (Alternativa por Alemania, Vox, Amanecer Dorado…), no se reivindican del fascismo clásico, pero es imposible entenderlas sin acudir al recuerdo de lo que esa doctrina significó. Son fenómenos aún transitorios en la mayoría de los casos, en transformación, que aún no han cristalizado en lo que definitivamente llegarán a ser. Todavía no ha sucedido con ellos (y quizá no llegue a pasar nunca) lo que en Alemania en los primeros años de la década de los treinta del siglo pasado, cuando los nazis dejaron su condición de movimiento minoritario constituido por unos cuantos frikis para convertirse en los interlocutores de las grandes empresas y grupos, y de las élites industriales y financieras. Lo cuenta perfectamente el escritor francés Éric Vuillard en El orden del día (Tusquets): en febrero de 1933 tiene lugar una reunión en el Reichstag a la que asisten los 24 industriales alemanes más importantes (por ejemplo, los dueños de Opel, Krupp, Siemens, IG Farben, Telefunken, Agfa, Varta…), en la que, en presencia de Hitler y Goering, donaron ingentes cantidades al nuevo régimen (“urge acabar con la inestabilidad del régimen; la actividad económica requiera calma y firmeza… Era una ocasión única para salir del estancamiento en que se hallaban, pero para hacer campaña se necesitaba dinero…”).


Cuando las sociedades están sometidas a shocks tan fuertes como la Gran Recesión, esas nuevas derechas constituyen en muchos casos una respuesta extrema a la ausencia de un horizonte de expectativas. A veces se genera un desplazamiento de la cuestión social a las cuestiones identitarias; otras se pone en primer plano el hecho de que la alternancia de Gobiernos de distinto signo no produce modificaciones sustanciales en las políticas públicas, sino sólo cambios de personal.


En ocasiones parece que lo que ocurre a nuestro alrededor estaba escrito en los periódicos de hace muchos años y es una pesadilla que ya hemos sufrido.


Publicado por Joaquin Estefania, el 24/03/2019 en diario EL PAIS

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