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El congreso de Viena, la crisis y el concierto



“Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”, escribió el ensayista español Jorge Santayana en 1905 en su obra La vida de la razón. Resulta oportuno recordar esta frase mientras se cumplen 200 años de la firma del Congreso de Viena, concretada el 9 de junio de 1815 y que –si bien frecuentemente incomprendido– lo cierto es que cambió el modo en que se relacionaban los Estados europeos entre sí. Sus méritos y errores nos pueden ayudar a comprender la naturaleza de las dificultades que hoy padece Europa y los desafíos que tiene por delante.

Entre 1814 y 1815, el Congreso de Viena reunió a siete de los futuros miembros de la Unión Europea –Austria, Alemania (entonces Prusia), Inglaterra, Francia, Suecia, Portugal y España–, más Rusia. El punto principal de la agenda fue la reformulación del mapa europeo tras la derrota de Napoleón para crear un “nuevo orden” restaurando el viejo absolutismo monárquico desplazado por las guerras napoleónicas.

Centrados en la crítica a la extravagancia de las fiestas que en esos días dominaron la capital austriaca (“el Congreso baila, pero no marcha”) y que sirvieron tanto para aclamar a Beethoven como para internacionalizar el vals, muchos observadores pasan por alto la más importante lección del Congreso: ignorar la voluntad de los pueblos y relegar a los Estados menos influyentes sólo puede producir una paz precaria.

Los 200 años transcurridos no opacan la importancia que aquel Congreso tuvo para la evolución de las relaciones internacionales, aun teniendo en cuenta los movimientos laterales, los pactos secretos, los egoísmos nacionales y las ambiciones personales que se jugaron en sus deliberaciones. Las lecciones de Viena que llegan a nuestros días residen en sus aciertos, y también en sus errores.

El Congreso de Viena refleja, en primer lugar, el inédito reconocimiento de que sólo un equilibrio establecido de modo colectivo entre los Estados es capaz de prevenir un nuevo ciclo de guerras. Precisamente, el mismo razonamiento que llevó a la creación de la Unión Europea y que aseguró 70 años de paz ininterrumpida en el viejo continente.

Sin embargo, el equilibrio de Viena se romperá algunas décadas más tarde por una razón invencible: el nuevo orden había sido impuesto considerando sólo el interés de las casas reales, marginando el sentimiento de las nacionalidades. Las fronteras trazadas por las monarquías no se correspondían con la voluntad de los pueblos. Y fue ese evidente desprecio por los sentimientos nacionales, y también por las libertades civiles, lo que terminó generando la “Primavera de las Naciones”, una ola revolucionaria de signo liberal y nacionalista que recorrió Europa en 1848, cuestionando e hiriendo de muerte la restauración absolutista gestada en Viena. Aparece, en esos días, también el embrión de lo que será un movimiento obrero organizado. Ese mismo año se publica en Londres El Manifiesto Comunista de Karl Marx y Friedrich Engels.

Dos siglos más tarde, tras varias décadas de un exitoso –inédito– proceso de integración que colocó al continente a la vanguardia de la humanidad, Europa vuelve a escuchar voces que cuestionan la legitimidad de lo establecido.

Se cuestionan las instituciones y la distancia (hay quienes hablan de divorcio) existente entre la burocracia de Bruselas y los intereses concretos de los europeos. La sensación de ajenidad viene desembocando en una apatía que crece en la mayoría de los europeos. En 1979 se eligió por primera vez el Parlamento Europeo, único órgano de gobierno de la Unión que surge del sufragio directo. Desde entonces Europa mira crecer –con una serenidad que espanta– los índices de abstención electoral, elección tras elección. Con ello contrasta de modo contundente el rol preponderante de instituciones como el Banco Central Europeo o el Fondo Monetario Internacional que marcan con criterios puramente financieros la agenda de la Europa en crisis. Y no sólo en Grecia.

El Congreso de Viena inauguró un modelo de relación entre los Estados que sustituye el belicismo de los siglos anteriores por una diplomacia conciliadora. Recordemos que Francia, aun derrotada, fue aceptada en el Congreso iluminando así un principio elemental: el equilibrio de un sistema pacifico de relaciones internacionales requiere la integración de los perdedores. El olvido de este principio en el Tratado de Versalles se terminará pagando con la Segunda Guerra Mundial.

Pero, según nos cuentan los historiadores, en el concierto de aquel Congreso vienés algo desafinaba: y es que no sólo faltaba la expresión de la voluntad popular sino que los Estados menos influyentes –aunque contenidos– fueron marginados en las decisiones, lo que llevó a España a rehusarse a firmar, en un primer momento, el Acta Final y a Portugal a protestar airadamente, sin éxito.

Tal como en Viena ayer, hoy en Bruselas algunos Estados miembros no cuentan en el sistema de toma de decisiones comunitarias y se les imponen medidas que no desean ni les convienen. Esto, junto con la creciente indiferencia de los ciudadanos, constituye el peligro real que amenaza el futuro de una Unión Europea que hoy reconoce la existencia de países ganadores y países perdedores.

Es que la lógica de la financiarización ha tomado el comando de la Unión, ha desplazado el concepto de solidaridad que sembraron sus padres fundadores y el debate europeo aparece secuestrado desde hace tiempo por las estadísticas financieras que todo lo explican y justifican.

Legitimidad política de las instituciones cuestionada, crisis económica sin horizonte en varios Estados, deudas soberanas insostenibles, alta desocupación, aumento de la desigualdad social y ajustes estructurales son los nombres de los ruidos que estropean la armonía europea de estos días.

200 años después del “Nuevo Orden” alumbrado en el Congreso de Viena –salvando la enorme distancia–, voces crecientes en Europa señalan la “fatiga institucional” de la UE y reclaman una participación efectiva de la voluntad popular en el esquema de decisiones. Proclaman un “New Deal” y postulan volver a las fuentes para refundar democráticamente la Unión, colocar los intereses de los pueblos por sobre el interés financiero, poner fin al desmantelamiento del Estado de Bienestar y recuperar la capacidad de tender puentes que salven las asimetrías entre las naciones de Europa.

En definitiva, una Europa que deje de desafinar y vuelva a entusiasmar, no sólo a los europeos sino al mundo entero.

Por: Jorge Argüello Publicado en su columna de opinión de Revista Veintitres 01/06/2015


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