“Europa es como una bicicleta. Si no pedaleamos, nos caemos”, señaló Jacques Delors en 1993. El francés, que lideró la Comisión Europea por una década (1985-1995) –y que acaba de cumplir 90 años–, es además un gran adepto al ciclismo… Es decir, Delors sabía de lo que estaba hablando.
Contrariamente a la tradición americana –donde los políticos, jueces, e incluso los periodistas buscan a menudo respuestas en el legado de Benjamin Franklin, John Adams y Thomas Jefferson–, Europa rara vez recurre a sus “padres fundadores”.
Vale la pena –entonces– celebrar a Delors, el arquitecto de la Unión Europea, repasando las 38 páginas del informe que presentó en 1989 y que originó el Tratado de Maastricht, que dio a su vez origen a la Unión Europea.
Para ello retrocedemos a una época en que había dos Alemanias y en la que sólo una docena de Estados –cada uno con su moneda– integraban la entonces Comunidad Económica Europea. Ya en esa época Delors advertía de posibles tensiones en la “periferia” europea por las “asimetrías evidentes” y de las potenciales “presiones distorsivas” procedentes de los mercados financieros mientras destacaba la importancia de la inversión pública en la corrección de las desigualdades estructurales entre los países.
Todo empezó en Hanover. Reunidos en aquella ciudad alemana en junio de 1988, los jefes de Estado y de Gobierno europeos decidieron –a pesar de la ya evidente resistencia del Bundesbank y del Reino Unido– encomendar un estudio sobre la creación de una unión económica y monetaria. Un paso audaz en una época de efervescencia geopolítica. El elegido para dirigir los trabajos fue Jacques Delors, quien terminaba en ese momento el primero de los tres mandatos que habría de cumplir al frente de la Comisión Europea.
El momento resultó ser oportuno. Pocos meses después de la presentación de las conclusiones del informe caía el Muro de Berlín y empezaba a nacer el euro.
En el guión esbozado por Delors se lee que “la unión económica y la unión monetaria son dos partes integrantes de un todo que, por lo tanto, deben implementarse en paralelo”. De lo contrario, señaló casi proféticamente el francés hace más de dos décadas, difícilmente el euro sería un proyecto “duradero” y “viable”, pudiendo incluso revelarse “perjudicial” para la comunidad.
La inobservancia de aquel precepto determina hoy una debilidad estructural del proyecto europeo ya que la unión monetaria pedaleó desde la etapa inaugural a una velocidad muy superior a la unión económica, dejándola atrás. Si bien no se esperaba que fueran hermanas gemelas –el propio Delors ve como “imposible” y “contraproducente” un “paralelismo” perfecto en la implementación de las dos uniones–, claramente se esperaba que integraran, al menos, el mismo pelotón en la carrera. Sólo de esa manera el crecimiento sería armónico.
Así nació el euro, sin un gobierno económico común que implementara las reformas estructurales necesarias para reducir las asimetrías entre los países. Fue entonces que la ideología de la “financiarización” tomó el comando de la UE tornando increíblemente barato el crédito en la unión monetaria y generando, al calor de una desregulación inédita del sistema financiero, una situación de endeudamiento creciente con burbujas de distinto tipo: inmobiliaria en España e Irlanda, de consumo en Portugal, de gasto público en Grecia, por sólo mencionar los casos más notorios. Luego aconteció lo que conocemos: las burbujas comenzaron repentinamente a estallar cuando el grifo del crédito se cerró a partir de la crisis norteamericana de 2007. Y sobre llovido, mojado: a partir del estallido, Bruselas y el FMI impusieron una política ciega de austeridad que repelió la inversión en la periferia europea, tanto la pública como la privada, con la consecuente ampliación de la brecha entre países ganadores y países perdedores. Lo contrario de lo proclamado en el sueño europeo.
Vale aquí recordar que, al postular un gobierno económico para la UE, Delors –que inició su carrera en el Banco Central francés– sostuvo enfáticamente lo que escuchamos ahora repetir al actual presidente del Banco Central Europeo, el italiano Mario Draghi: “No compete a la política monetaria resolver todos los problemas del euro”.
El informe Delors sirve hoy también para poner en evidencia la crisis de liderazgo que padece Europa en la actualidad.
A eso mismo se refirió Romano Prodi cuando –en un encuentro reciente mantenido en Boloña– se lamentó de la actual falta de líderes con visión de futuro de la talla de Delors, poniendo como ejemplo también el caso de otro europeo fundamental, el alemán Helmut Kohl, quien –al igual que la mayoría de sus compatriotas– “no quería el euro, pero prevaleció en él la necesidad de conseguir una Alemania europea por sobre una Europa alemana”, parafraseando a Thomas Mann. Así, me refirió Prodi en aquella ocasión, “la visión de Kohl se impuso incluso sobre él mismo. Hoy, los políticos europeos se limitan a mirar las encuestas y seguir la corriente”.
Sería injusto visitar el pensamiento de Jacques Delors sin una mención, aunque breve, a la ilustre generación de políticos que le precedió y rodeó, de Adenauer a Bech, de Monnet a Spaak. Una generación que abrazó sin miedo una causa que el tiempo probó correcta, contrarrestando, a veces, una opinión pública donde los egoísmos nacionales tardaban en disiparse. Una generación que, por haber sentido en la propia piel el trauma de la Segunda Guerra Mundial, comprendió que sólo la integración evitaría un tercer conflicto. Una generación, en fin, que demostró que líderes políticos de países históricamente rivales pueden –parafraseando a Borges– tomar “la extraña resolución de ser razonables”.
“La competencia que estimula, la cooperación que refuerza y la solidaridad que une”. Ese fue el tríptico que Delors definió en su tiempo para la Unión Europea.
Hoy, tal vez más que nunca, resulta imperioso superar la dictadura de las finanzas y recurrir de nuevo al ideario de los Padres Fundadores. Para que la bicicleta europea no se detenga, y caiga.
Por: Jorge Argüello Publicado en su columna de opinión de Revista Veintitres 05/08/2015