Resulta casi impensable que después de la imagen del niño sirio de tres años que yacía muerto en una playa turca que recorrió el mundo hace unas semanas, Europa vuelva a ser la misma.
La crisis del euro había encendido todas las alertas de su andamiaje económico. Ahora, la emergencia de miles de migrantes adentrándose en sus fronteras cierra el círculo y pone en cuestión el rumbo general de la Unión Europea (UE).
A primera vista, el panorama es chocante. Sólo parece haber desborde, angustia e improvisación. Horrorizan las muertes del pequeño Aylan Kurdi, las de personas abandonadas como mercadería vencida en la caja de un camión en Austria y los más de 2.600 muertos tratando de cruzar el Mediterráneo sólo en lo que va de este año. También espanta una periodista europea agrediendo ella misma a los que huyen del hambre, la persecución política y la guerra.
Sin embargo, para un observador interesado en la rica y compleja realidad europea, la situación tiene la paradójica condición de abrir expectativas de un futuro mejor.
Como ha dicho Antonio Guterres, ex primer ministro portugués y actual Comisionado de la ONU para los Refugiados, se percibe la presión social de los pueblos de Europa para que sus gobiernos reaccionen y dejen atrás la Berlin Wall mentality que, lejos de traer una solución, sólo agrava el problema.
Un análisis sereno requiere asumir que los países centrales, entre ellos los europeos, han tenido responsabilidad directa en los resultados de los conflictos de Irak, Afganistán, Libia y Siria, las grandes usinas de migraciones forzadas. Ahora, Europa se enfrenta con el eslabón más débil de la cadena, las víctimas originarias de aquellos conflictos sin resolver. Los europeos ven caminando por sus rutas los rostros de hombres, mujeres y niños emergentes de un mundo violento y desigual. Sus voces despertaron a una Europa a la que se veía demasiado ensimismada en sus problemas económicos y que, víctima o victimaria de la situación, tiene ante sí la posibilidad de reasumir ahora el liderazgo humanista que acompañó la creación de la UE en la posguerra.
En la Argentina y otros países latinoamericanos seguimos agradecidos por la calidez con la que los europeos acogieron en los ’70 a miles de perseguidos políticos de varias dictaduras, durante la misma Guerra Fría que partió en dos el corazón de Europa.
Esos refugiados llegaban desde países, como el nuestro, que habían recibido desde el siglo anterior a millones de inmigrantes también empujados por la necesidad y las guerras, pero en dirección contraria…
El proceso de migración era más lento que el actual hacia Europa y, en general, los recién llegados tenían un baúl o una maleta para apoyar en los puertos adonde llegaban. América latina no tenía la infraestructura, ni los recursos, ni las políticas listas para recibirlos idealmente. Pero tenía la voluntad y, si bien sobraron conflictos, la tarea fue cumplida.
A partir de los acuerdos del carbón y del acero, Europa se desarrolló en paz, a paso veloz e igualitario, despertando la admiración del mundo, hasta que el giro neoliberal que acompañó la creación del euro dejó a la inmigración extracomunitaria bajo una lógica de regulación casi contrapuesta a la circulación de bienes y capitales.
No se trata sólo del Viejo Continente. La desigualdad económica global mantiene fronteras bien marcadas entre México y Estados Unidos, por ejemplo, donde cientos mueren al año intentando cruzarla en busca de un futuro.
Pero en Europa, como escribe Javier de Lucas, el Mediterráneo se ha convertido en la mayor frontera del planeta, en el sentido de la mayor falla demográfica, con índices de desarrollo humano que multiplican hasta cinco veces la de los países ribereños del sur. Sin proponérselo, Europa se ha convertido en el destino más peligroso para la migración forzada, con más de 22 mil muertos desde el 2000 en las fronteras externas europeas.
Son personas sin opciones en sus pueblos de origen, como Libia o Siria. Se embarcan y caminan hacia Europa dejando todo. Sólo consiguen llegar con sus hijos, si sobreviven.
El presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, acaba de pedir “más unión” y “más Europa” para afrontar esta crisis reconociendo lo que observamos también los no europeos: la ausencia de coordinación y solidaridad con los inmigrantes forzados.
Juncker invitó a llevar de 40 mil a 120 mil el cupo de refugiados de la UE para este año. Sin embargo, vale contrastar ese número con los dos millones de sirios que esperan en Turquía, un país económicamente más limitado que la UE. Jordania ha recibido a otros 700 mil y un millón deambulan por el Líbano.
Esta crisis está transformando muchas cosas en Europa y, en ello, el ciudadano europeo común y sus demandas de solidaridad con los refugiados está jugando un rol determinante.
Hasta hace semanas el debate sobre los inmigrantes forzados no existía, pese a las noticias sobre muertes diarias en el Mediterráneo. La discusión pasaba por cómo atajarlos. Hoy, Europa considera opciones sobre cómo recibirlos.
Conociendo la experiencia latinoamericana, estamos seguros de que los beneficios de este proceso migratorio serán netos, aunque lleven tiempo, quizás décadas, porque así son estos procesos. Nadie sabe cuántos Daniel Barenboim hay entre los miles y miles que cruzan el centro de Europa en busca ya no de una vida mejor, sino de preservar la que tienen.
La actitud humanitaria hacia el refugiado, asilado o inmigrante en general mejora siempre a la sociedad que la practica. Aunque la inmediatez abrume.
Queremos ver en esta crisis otra oportunidad para que Europa reasuma un rol de vanguardia en este nuevo siglo y abrace con cuerpo y alma el universalismo que expresa lo mejor de su historia moderna.
No imaginamos el futuro –ni queremos hacerlo– con nuevos muros como el de Berlín. Confiamos en que Europa sabrá asumir la responsabilidad que le toca, desmentirá los augurios de su propio naufragio y hará valer las posibilidades que le dan sus recursos para configurar, una vez más, un mundo mejor en su propio hogar.
Por: Jorge Argüello Publicado en su columna de opinión de Revista Veintitres 17/09/2015