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El canciller pragmático



Dueño de un pragmatismo tan natural como áspero, tan respetado como incómodo, que lo acompañó hasta su muerte, acaecida a los 96 años, pocos días atrás, pocos escaparon a la crítica mordaz de Helmut Schmidt. De Carter a Thatcher, de Kohl a Merkel, del “lobby financiero internacional” al propio Bundesbank. Los franceses Jacques Delors (“qué gran suerte fue tenerlo como presidente de la Comisión Europea”) y Valéry Giscard d’Estaing–quien fuera su entrañable amigo y con quien profundizó la integración europea– fueron de las pocas excepciones.

Antes de asumir la Cancillería de Alemania Occidental durante la primavera de 1974, en plena Guerra Fría y crisis petrolera, Schmidt fue ministro de Defensa y de Finanzas. Y cuando dejó el poder, lejos de abandonar la política, pasó a editar el Die Zeit, el influyente semanario alemán donde periódicamente escribía sobre Europa. Una carrera poco común que hace de su pensamiento un invaluable decodificador de la actual crisis europea.

Berlín, diciembre de 2011. El frío en las calles de la capital alemana contrasta con la alta temperatura que circula en los pasillos de Bruselas. Fue en ese complejo momento, en el apogeo de la crisis del euro, que Helmut Schmidt subió al escenario del congreso de su partido de siempre, el SPD, para pronunciar uno de sus últimos discursos. Lo llamó “Alemania en, con y para Europa”.

Ahí expuso una visión particular e interesante sobre Alemania y el origen de la Unión Europea: “Alemania no será un país normal en el futuro próximo porque tenemos como obstáculo el único y descomunal peso de nuestra historia. Y además tenemos como escollo la posición central dominante, en lo económico y en lo geográfico, que Alemania ocupa en nuestro pequeño continente”.

Para Schmidt la historia del Viejo Continente se reduce a una sucesión de conflictos casi permanentes entre el centro y la periferia. “Nosotros, los alemanes, hemos hecho sufrir repetidamente a otros debido a nuestra posición de poder en el centro”.

Por lo tanto, argumentó, la Unión no nació “por el idealismo” de los padres fundadores, sino “por su conocimiento de la historia de Europa. Ellos obraron con una visión realista, por la necesidad de impedir la continuación de la lucha entre los países de la periferia y Alemania”.

Para Schmidt, la verdadera motivación que dio origen a la UE fue la desconfianza sobre el desarrollo futuro de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, conflicto en que el propio Schmidt sirvió como teniente del ejército alemán. Y –agrega– “Alemania necesita ser protegida de sí misma”.

Continuó aquella conferencia diciendo: “Nosotros, los alemanes, tenemos todas las razones para estar agradecidos” y por eso “debemos demostrar que somos dignos merecedores de la solidaridad que hemos recibido, retribuyendo la misma solidaridad a nuestros vecinos”.Helmut Schmidt aclaró en las líneas siguientes que en su entendimiento esa solidaridad no estaba siendo practicada.

Denunció los “constantes excedentes” de las balanzas comercial y de pagos alemanas cuyo reverso de la medalla son “déficit” y “deudas” de otros países. “Alemania debería abstenerse de presentar su sistema financiero y presupuestario como modelo o referencia para los socios europeos”, ya que es solamente “una opción entre varias disponibles”.

Y, quizás en una de sus observaciones más particulares, criticó a los “reaccionarios” del banco central alemán que “tienden a actuar demasiado en favor de los intereses nacionales por no entender la importancia estratégica” del proyecto europeo. Un comentario que probablemente el italiano Mario Draghi, actual presidente del Banco Central Europeo, hoy aplaudiría.

Todos esos comportamientos, advirtió Helmut Schmidt, “aumentaron la desconfianza de nuestros socios, además de haber reavivado recuerdos desagradables”.

Impulsor del Sistema Monetario Europeo, la antecámara de lo que sería el euro, y de la elección por sufragio directo del Parlamento Europeo, que se celebró por primera vez durante su mandato, Schmidt parecía a menudo desconcertado con la actual inoperancia de Bruselas.

Entendía que el “paso del caracol es la velocidad natural de cualquier democracia”, pero lamentaba que, con la excepción del Banco Central Europeo, todas las demás instituciones europeas hayan fallado en prestar “una asistencia eficaz” durante esta última crisis financiera. Algo que relacionó con las “omisiones y errores de Maastricht”, y también con el éxito de la especulación financiera en tomar como “rehenes” a algunos gobiernos europeos.

El antiguo canciller alemán, que gobernó entre Willy Brandt y Helmut Kohl, rechazó que un Estado pueda equilibrar las finanzas públicas “sin crecimiento y sin creación de empleo”. Y a los defensores de la austeridad ciega recomendó “el estudio de Heinrich Brüning”, el canciller que respondió a la Gran Depresión de los años ’30 con políticas restrictivas, haciendo disparar el desempleo antes de la “defunción de la primera democracia alemana”.

Las críticas de Helmut Schmidt llegaban generalmente acompañadas de recomendaciones sobre caminos a seguir. Pidió por ejemplo la introducción de una “regulación radical para controlar los mercados financieros”. Advirtió que el actual nivel de desempleo entre los jóvenes europeos –superior al 50% en varios países– es una autentica “bomba de relojería”. Y presentó como “imperioso” avanzar hasta una “deuda común europea”, una cuestión que “nosotros, los alemanes, hemos evitado por egoísmo nacional”.

Sin embargo, de todas las enseñanzas que deja Schmidt, quizá la más preciosa sea su preocupación constante por el lugar de Europa en el mundo. Una Europa hecha de Estados con identidad propia que en su opinión no será nunca una federación, pero que tampoco puede “degenerarse en una mera confederación porque, de lo contrario, el mundo se moverá hacia un duunvirato entre Washington y Beijing”. Sin dudas, Helmut Schmidt fue un visionario pragmático e imprescindible. Europa lo va a extrañar.

Por: Jorge Argüello Publicado en su columna de opinión de Revista Veintitres 24/11/2015


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