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El iceberg portugués



Frustrado por la falta de progresos en la región, el general romano Servio Sulpicio Galba informaba –hace más de dos mil años– en carta a su Emperador que “hay en la parte más occidental de la Península Ibérica un pueblo muy extraño, que no se gobierna ni se deja gobernar”. La plañidera misiva hablaba del territorio que devendría en Portugal, país que me acogió en los últimos años y donde a menudo me refirieron este episodio, siempre evidenciando cierta íntima satisfacción.

El territorio que atormentó al general romano experimentó durante el siglo XX cuatro regímenes políticos. La monarquía terminó en 1910 tras el asesinato del rey en la principal plaza de Lisboa. Su lugar fue ocupado por una república inestable que en pocos años acumuló 45 gobiernos, lo que llevó al entonces embajador británico en Portugal a considerar que el país “tiene un gobierno débil, un Parlamento incompetente, un enorme déficit, una clase obrera descontenta y carece de crédito en el extranjero” (1). Un nuevo y largo capítulo de casi cinco décadas fue escrito por el Estado Novo y la dictadura del experto en finanzas António de Oliveira Salazar.

La democracia llegaría el 25 de abril de 1974 con la Revolución de los Claveles, flor que la población distribuyó el día del golpe militar entre los soldados a modo de agradecimiento. La Revolución prometió “democratizar, descolonizar y desarrollar” un país que por entonces contaba con un cuarto de su población analfabeta. Entre los irrefutables progresos sociales y el vértigo de sucesivos sobresaltos políticos, la joven democracia portuguesa solicitó ayuda al exterior en varias ocasiones. La última fue el rescate financiero solicitado al Eurogrupo en 2011, y fue diferente a todo. Primero porque el país ya era parte de la Unión Europea y por lo tanto la devaluación de su moneda ya no era una opción. Además porque existía la troika, integrada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo (BCE) y el Fondo Monetario Internacional (FMI). Y, por último, porque el auxilio llegó en el contexto de la explosión de la crisis del euro, pocos meses después de las rescates de Grecia e Irlanda.

Además de onerosos intereses, la troika impuso medidas de austeridad que sacudieron a la sociedad portuguesa y produjeron profundos cambios políticos, entre ellos la reciente e inédita alianza entre socialistas y comunistas que concluyó en la elección de António Costa como primer ministro. Terminado el rescate pero aún bajo la supervisión atenta de la troika, el futuro de Portugal depende ahora de la cohabitación entre dos nuevos protagonistas. El gobierno es liderado desde noviembre por Costa, que pocas semanas después de asumir el cargo vio a su antiguo profesor, el conservador Marcelo Rebelo de Sousa, ser elegido presidente de la República.

Matrimonio por conveniencia

A primera vista parecen las caras opuestas de una moneda. António Costa, de padre comunista, se unió al Partido Socialista (PS) a los 14 años. Marcelo Rebelo de Sousa, hijo de un ex ministro de Salazar, es cofundador del Partido Social Demócrata (PSD), la principal fuerza de la derecha. Pero una mirada atenta sugiere que en realidad es más lo que los une que lo que los separa. La sintonía entre el presidente y el primer ministro, a menudo rara en la democracia portuguesa, será decisiva para el gobierno socialista. En efecto, Costa tiene la difícil misión de conciliar las exigencias de su Parlamento con las obligaciones asumidas por Portugal en Europa. Si para Lisboa resulta imperativo abandonar la austeridad para retener el apoyo comunista sin el cual el gobierno no dispone de mayoría parlamentaria, Bruselas presiona para que el país continúe recorriendo la senda impuesta por la Troika.

Esta doble crisis (la propia y la europea) ha conducido a una situación inédita en Portugal: por primera vez desde la Revolución de los Claveles, las diferentes fuerzas de izquierda se unieron para desalojar a la derecha del poder y formar un gobierno alternativo. Hasta entonces socialistas y comunistas eran incompatibles.

Se trata de una rivalidad tan antigua como la democracia portuguesa y que nadie fue capaz de encarnar mejor que Mário Soares, fundador del Partido Socialista (PS), y Álvaro Cunhal, ex Secretario General del Partido Comunista Portugués (PCP). Estuvieron juntos en la resistencia contra el fascismo, pero en libertad se convirtieron –en palabras del propio Soares– en “enemigos íntimos”. Uno de los episodios más famosos de este duelo histórico ocurrió en 1986, cuando Soares disputó la segunda vuelta de la elección presidencial contra el candidato de la derecha. Obligado a elegir el mal menor, Cunhal instó a los comunistas a votar “tapándose la nariz” con una mano para consignar con la otra “la cruz en el cuadrado correcto” de la papeleta electoral.

Hoy como ayer, PS y PCP son aparentemente irreconciliables en términos ideológicos. En el programa con que se presentaron a las elecciones generales de 2015 los socialistas asumen que “Europa, y dentro de ella la zona euro, es el espacio de referencia de Portugal”, mientras que los comunistas postulan el “desmantelamiento de la Unión Económica y Monetaria”. Por otro lado, los socialistas suscriben “el modelo económico y social europeo”, al tiempo que los comunistas prometen luchar por una renegociación de la deuda y por “nacionalizaciones” que las normas comunitarias prohíben. En el año 2000 había nacido en Portugal un nuevo partido de inspiración marxista, el Bloque de Ezquerda (BE), ideológicamente cercano a Syriza, en Grecia, y a Podemos, en España. Pero también en este caso, y a pesar del notable crecimiento del BE –actualmente el tercer mayor partido– no fue posible construir puentes duraderos con los socialistas.

Sin interlocutores a la izquierda, cada vez que el PS fue gobierno realizó acuerdos, mas o menos explícitos, con la derecha. Este bipartidismo fue el protagonista excluyente de las decisiones estructurales tomadas desde el advenimiento de la democracia. Aquel entendimiento histórico se rompió el 4 de octubre de 2015. La coalición de derecha encabezada por el PSD, con Pedro Passos Coelho como candidato, ganó las elecciones generales obteniendo más votos que António Costa, pero no logró la mayoría parlamentaria necesaria para formar gobierno, tal como ocurrió con Mariano Rajoy en España.

Pero, para sorpresa de todos, el PCP y el BE irrumpieron en la escena política asegurando que “el PS no será gobierno sólo si no quiere”. Es que los tres partidos de izquierda estaban numéricamente en condiciones de definir una mayoría. Solo faltaba voluntad política. Pocas semanas después, con costa como primer ministro, nació el primer gobierno minoritario socialista apoyado en el Parlamento por las fuerzas de izquierda.

En Lisboa, Bruselas, Madrid, e incluso Washington y Berlín se instaló la misma pregunta: ¿cómo se han transformado, repentinamente, de viejos enemigos políticos en aliados de gobierno? Pasaron más de tres décadas entre la primera intervención del FMI en Portugal, en 1977, y su último “check out” de los mejores hoteles de Lisboa, en 2014. Europa cambió mucho y el mundo aún más, pero la receta económica de los acreedores oficiales conserva los ingredientes de siempre: recortes salariales, refuerzo de la competitividad a costa del rendimiento del trabajo, freno a la inversión pública y flexibilización laboral.

La imposición de las medidas de austeridad por la troika fue difícil en todos los niveles, incluyendo el político. Se cuenta que al entrar a una reunión en el Ministerio de Finanzas con los representantes de la troika, el entonces vice-primer ministro habría aconsejado a los presentes mantenerse alejados de una de las ventanas de la sala. Por ella fue lanzado a la calle, el 1° de diciembre de 1640 –fecha en que se celebra la restauración de la independencia– el cuerpo del hombre que gobernó Portugal durante los cuarenta años de dominación española (2).

Después del rescate, algunos prefirieron ver un vaso medio lleno y otros medio vacío. Los primeros destacaron el regreso del país a los mercados financieros internacionales. Los segundos asociaron ese progreso a los estímulos (quantitative easing) del Banco Central Europeo, y subrayaron los disturbios sociales causados por el agravamiento de las desigualdades y el desempleo resultantes de las políticas de ajuste. Por cierto, estos desequilibrios no son patrimonio exclusivo de Portugal. Por el contrario, hoy se hacen evidentes en muchos escenarios y amenazan con transformar el ajedrez político de Europa.

El bipartidismo erosionado

La velocidad y el éxito de la integración europea siempre han dependido en gran medida del funcionamiento de dos motores: la relación entre el presidente francés y el canciller alemán y la hegemonía en los parlamentos nacionales de la unión de dos grandes partidos europeístas que se han ido alternando en el gobierno, uno más progresista y otro más conservador. Hoy ambos motores están funcionando mal. El primero ya conoció pilotos más audaces y talentosos que François Hollande y Angela Merkel. Y el segundo, salvo tres excepciones en donde el partido de gobierno tiene mayoría propia (Reino Unido, Eslovaquia y Malta) conduce a un territorio de coaliciones nuevas. Y desconocidas.

Esta erosión del tradicional bipartidismo europeo no es uniforme. A la izquierda se observan dos tendencias: situaciones en las que la fuerza socialista dominante tiende a volver al espacio ideológico del que se había alejado a partir del giro al centro ocurrido después de Maastricht, como ocurrió en Portugal con António Costa y en el Reino Unido con Jeremy Corbyn; y casos en los que ese espacio fue ocupado por nuevos partidos políticos, no sólo de protesta, sino con reales posibilidades de gobernar, como Syriza y Podemos.

A la derecha, tradicionalmente más cómoda con la rigidez presupuestaria, lo que se ve es un peligroso resurgimiento de partidos nacionalistas, xenófobos y euroescépticos que, hasta hace poco, carecían de relevancia electoral. Algunos, como el Frente Nacional de Marine Le Pen, están muy cerca de alcanzar el poder.

Esta metamorfosis parlamentaria es la factura política de la crisis del euro. Es la respuesta del electorado a la ideología prevaleciente hoy en Bruselas que, al priorizar las finanzas sobre la política, ha agravado los desequilibrios entre los Estados y ha marginado a amplias capas de la población, en particular a los jóvenes.

El nuevo tablero europeo es infinitamente más complejo y admite acuerdos impensados que conducen a inéditas alianzas de gobierno. Fue así que en Portugal viejos, y quizá eternos, enemigos políticos decidieron “cubrir” sus irremediables diferencias con una mano y, antes que los claveles se marchiten, agarrarse con la otra para intentar revertir la austeridad suicida.

En palabras de un eurodiputado portugués, estamos ante un “iceberg” político (3), pues la dimensión del hielo avistado en la superficie (los temas alrededor de los cuales se unieron las diferentes izquierdas) es mucho más pequeña que el enorme bloque sumergido (los temas que pondrán a prueba el entendimiento).

El futuro de Portugal

En este contexto, controlar la temperatura del parlamento portugués es por eso una de las preocupaciones del nuevo presidente Marcelo Rebelo de Sousa, cuyos poderes –si bien definidos por la Constitución– han sido siempre objeto de controversias. En efecto, Portugal conoció períodos en que la función fue ejercida de modo “minimalista” y otros en que el Jefe de Estado se comportó como un árbitro omnipresente.

Al contrario de lo que sucede en Italia, Alemania y Grecia, el presidente portugués es elegido por sufragio universal directo. Sin embargo, no dispone, como en Francia, de gran poder de intervención sobre el gobierno. Es el representante máximo de la república y el comandante supremo de las Fuerzas Armadas, pero no interviene en la definición de la política exterior, una responsabilidad del Ministerio de Asuntos Exteriores. Nombra formalmente al primer ministro, pero no evalúa su programa de gobierno, competencia que queda en manos de los diputados. Su arma más temida, conocida como “bomba atómica”, es el poder de disolver el Parlamento.

Pero, en cualquier caso, cuando el presidente habla el país escucha. Y esa autoridad moral es sin duda la fuerza esencial de su cargo. Por otro lado, parte del éxito y de la popularidad del mandato presidencial dependen del vínculo con el primer ministro. Y en este campo hubo todo tipo de relaciones: algunas de convivencia pacífica, la mayoría en cohabitación conturbada y otros en asumida guerrilla institucional.

El nuevo inquilino presidencial es uno de los políticos más populares de la historia de la democracia portuguesa, a punto tal que fue elegido sin ballotage tras imponerse en todos los distritos del país. Es comúnmente llamado sólo por su primer nombre, “Marcelo”. Curiosamente, en el influyente comentario político semanal que Marcelo viene exponiendo desde hace más de una década en su programa de televisión es más fácil encontrar elogios a António Costa que alabanzas a Passos Coehlo, el líder de la derecha. Quien los conoce anticipa que se entenderá con facilidad con el primer ministro. Y con pragmatismo, pues una caída temprana del gobierno podría minar el deber de imparcialidad del presidente, debilitando al mismo tiempo la capacidad de negociación con Bruselas, donde todavía hay quien desconfía de Portugal quizás recordando la antigua del general Servio Sulpicio Galba.

Notas al pie:

1. Sir Lancelot Douglas Carnegie, Informe sobre la situación política en Portugal, febrero de 1925. 2. Luís Reis Pires y Nuno Martins, Segredos do Estado, 2015, Matéria-Prima Ediçoes, Portugal. 3. Francisco Assis, entrevista concedida a la televisión portuguesa TVI, 5-11-15.

Por Jorge Argüello

Publicado en Le Monde Diplomatique


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