La elección presidencial francesa, cuya primera ronda tendrá lugar el domingo, confirma una vez más la fragmentación de la sociedad europea y la imprevisibilidad que hoy domina a la política internacional. Y ello es así por los temas que marcaron la campaña, por el perfil de los candidatos y por la incertidumbre sobre el resultado final. Estamos, sin lugar a dudas, ante uno de los más importantes acontecimientos de 2017.
De hecho, el alcance de esta elección va mucho más allá de las fronteras francesas. En primero lugar, porque puede interferir en el equilibrio interno del proyecto europeo. La respuesta de Bruselas al Brexit, la consistencia del eje franco-alemán y, por lo tanto, el proprio futuro de la Unión Europea dependen en gran medida de la agenda del sucesor de François Hollande. Es que Francia es parte, como ningún otro país, del norte y del sur del viejo continente.
Por otro lado, el próximo jefe de Estado francés jugará un rol central en la reconfiguración de la relación europea con el presidente Donald Trump. Nunca está de más recordar que la desconfianza hacia los Estados Unidos forma una de las piedras angulares del pensamiento del fundador de esta V República francesa, Charles de Gaulle, que ha influido en las generaciones siguientes, como quedó evidente en la firme oposición de Jacques Chirac a la invasión de Irak en 2003.
Asimismo, Francia, una potencia nuclear con poder de veto en las Naciones Unidas, mantiene intereses estratégicos y canales de comunicación privilegiados con algunas de las regiones más caóticas del globo. Administró, por ejemplo, Siria desde la caída del Imperio Otomano hasta su independencia en 1946.
La importancia transnacional de las presidenciales francesas también radica en el hecho de que en la campaña estuvieron en discusión cuatro temas cruciales para el futuro concierto (o desconcierto) de las naciones a nivel global.
El primero es la respuesta de las democracias al terrorismo internacional. Francia vive en estado de emergencia desde los ataques de noviembre de 2015 y en ninguna de las principales capitales europeas la presencia militar es hoy tan notable como en las avenidas de París.
Estas elecciones también pondrán a prueba la tolerancia religiosa en Europa. Van a medir la capacidad de diálogo de occidente hacia el Islam, en un momento en que Turquía parece haber dado definitivamente la espalda a la Unión Europea.
En la decisión final de los votantes también pesarán las soluciones presentadas por los candidatos para bajar una peligrosa tasa de desempleo de dos dígitos, un tema muy sensible entre los jóvenes y directamente relacionado con la ortodoxia presupuestaria de la zona euro.
Por ende, están aún confrontadas dos visiones opuestas de Europa y del mundo. Por un lado, el euroescepticismo abiertamente racista e indigno de La Marsellesa. Por otro, varias propuestas europeístas, aunque bastante diferentes en su grado de entusiasmo.
Ha quedado atrás el tiempo en que las presidenciales francesas se decidían en el centro político, entre dos candidatos moderados fuertemente apoyados por sus partidos. El fin del viejo bipartidismo europeo es una realidad en Grecia, España, Holanda y ahora también lo será en Francia.
Hoy solo existen dos certezas: que, por primera vez en la historia moderna, el presidente en ejercicio no es candidato y que su sucesor será elegido en ballotage el próximo 7 de mayo.
En el mundo de las encuestas, el predecible y el improbable pasaron a sentarse en la misma mesa tras los resultados del referéndum británico y de la elección norteamericana. De tal manera que, en la víspera de la apertura de las urnas en Francia, pocos se aventuran a apostar sobre quien llegará a la segunda vuelta.
De todos modos, este juego parece utilizar una baraja de cuatro palos. Caminando de la izquierda hacia la derecha, encontramos en primer lugar a Jean-Luc Mélenchon, un veterano que abandonó el Partido Socialista durante la última crisis financiera para crear su propio movimiento político y que en esta elección tiene el apoyo comunista. Resulta fácil identificarlo en su posicionamiento de candidato anti-sistema, en sus habilidades oratorias y en la popularidad de que goza entre los jóvenes, paralelismos con Bernie Sanders y Pablo Iglesias.
Tenemos también Emmanuel Macron, prácticamente un desconocido hasta hace poco tiempo, que con 39 años se podría convertir en el presidente más joven de la historia de Francia. Fue ministro de Economía de Hollande, pero supo desvincularse a su debido tiempo de la impopularidad del actual presidente. Macron se define “ni de izquierdas ni de derechas” para así atraer tradicionales votantes socialistas y incluso republicanos que esta vez no se reconocen en el candidato oficial del partido. Es ese el secreto de su meteórica ascensión. Favorable a una futura mutualización de la deuda de la zona euro, Macron es el más europeísta de los candidatos al Elíseo.
La derecha parecía tener el candidato destinado a ser el 25º presidente francés. Sin embargo, la condición de favorito de François Fillon rápidamente se desvaneció ante el proceso en que es sospechado de uso privado de fondos públicos. La lealtad del electorado conservador parece haber ayudado a la inesperada supervivencia del candidato que el periódico Le Nouvel Observateur comparó a Margaret Thatcher.
Hay aún lugar para Marine Le Pen, la eurodiputada antieuropea que prometió, en caso de ser elegida, realizar durante los primeros seis meses de mandato un referéndum sobre la permanencia de Francia en la Unión Europea. De la eurofobia a la xenofobia, del antisemitismo al nacionalismo económico, Le Pen logra defender prácticamente todo lo que un país progresista e inclusivo sólo aspira a superar. En este sentido, su eventual victoria podría representar un golpe fatal para el proyecto europeo.
Terminó el debate, llegó la hora de votar. La lógica, según me explicó hace unos días un diplomático francés, es bastante simple: “En la primera vuelta votamos a quien efectivamente queremos en el Elíseo, en el ballotage votamos contra el candidato que rechazamos ver en el Elíseo”.