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De Nixon a Trump, vía Moscú



El millonario Donald J. Trump se propuso quedar a la altura de las más grandes figuras de la historia política de Estados Unidos, pero al ritmo que sigue puede terminar asociado, más bien, al exclusivo club de los presidentes acorralados por un impeachment.

Los dos únicos presidentes estadounidenses sometidos a un impeachment fueron enjuiciados al final de sus mandatos y por cuestiones de política interna, como Andrew Johnson (1868) o éticas, como Bill Clinton (1998). Esta vez, el presidente Trump –que lleva apenas meses en la Casa Blanca- es investigado nada menos que por sus conexiones con una potencia rival, Rusia.


Y aunque Richard Nixon evitó un seguro impeachment por el Watergate, es ahora el fantasma de su renuncia (1974) lo que ronda sobre Trump, ante la escalada de revelaciones del Rusia-gate y las consecuencias internacionales que pueden causar las peripecias de un líder sin experiencia ni tradición partidaria.

Los sospechosos lazos del trumpismo con la Rusia de Vladimir Putin comenzaron antes de su elección como presidente, cuando en 2016 tuvo que despedir a su jefe de campaña, Paul Manafort, acusado de hacer lobby a favor del régimen pro ruso de Ucrania, cuando Washington y Moscú atravesaban un revival de la Guerra Fría.

Manafort fue reemplazado en la campaña por el publicista e ideólogo nacionalista Steve Bannon, un abierto admirador de Putin que llevó a Trump a la Casa Blanca y que parecía convertirse en su monje negro hasta que el establishment político le cortó tempranamente el paso.

Pero la conexión rusa seguía ahí y resurgió con mayor escándalo con la renuncia de Michael Flynn, el estratégico Consejero de Seguridad Nacional del presidente, que en el pasado había compartido comidas con Putin en Moscú, con pasaje y estadía solventados por el gobierno ruso, y que continuó su affaire en reuniones con el embajador ruso en Washington.

Todo empeoró cuando, como con Nixon, la prensa trajo una nueva revelación: Trump le había pedido al jefe del FBI, James Comey, que “dejara ir” a Flynn sin investigar sus andanzas rusas. Como se negó, el investigador más importante del país terminó despedido por el Presidente hace dos semanas.

El trasfondo es impactante: Comey fue quien en vísperas de las elecciones de noviembre reabrió la investigación sobre los mails hackeados a la candidata demócrata Hillary Clinton como jefa del Departamento de Estado bajo la Administración Obama.

Desde entonces, todo Washington se pregunta: ¿cuánto favoreció la maniobra de Comey el triunfo de Trump? Y, más inquietante, ¿estuvo la Rusia de Putin detrás del hackeo de los mails que terminó de arruinar las posibilidades electorales de Hillary?

Mientras tanto, editorialistas, analistas y legisladores no dejan de evocar el caso de Nixon. Un veterano asesor de Nixon, de Ronald Reagan y de Clinton, David Gergen, sentenció en estos días: “Trump ha entrado en el terreno del impeachment”.

La delicada situación político institucional puede complicarse gravemente en las próximas semanas con la comparecencia del ex jefe del FBI ante una comisión investigadora del Congreso.

La situación puede leerse en un contexto más amplio, comenzando por la condición de “outsider” de Trump y su Administración caótica.

El mismo establishment que el magnate había prometido desterrar de Washington empezó a disciplinarlo desde temprano bloqueando algunas iniciativas y puede terminar condenándolo, como a Nixon.

En ese sentido, del mismo modo que el outsider Trump representó una suerte de “hackeo” del antiguo sistema político estadounidense resulta hoy un virus que por ahora puede ser controlado pero no desactivado y que habita en las mismas grietas por las que se habrían colado los intereses rusos mezclándose con los propios intereses estratégicos tradicionales de EEUU.

Si Trump llega al impeachment, y comparando con sus otros colegas enjuiciados las razones sobran si el Congreso quisiera realmente sacarlo de la Casa Blanca, el proceso reflejará más que una crónica de intrigas aptas para el cine, como ocurrió con Nixon.

Resumirá, más bien, todo un momento de la política estadounidense y mundial, una combinación de crisis de representatividad y liderazgo, de reacomodamiento del tablero en el que cada potencia pone en juego lo mejor y lo peor que tiene.

Trump es el protagonista, pero puede terminar siendo la víctima de ese juego.


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