Gabriel García Márquez se tomó quince años para planear “Cien años de soledad”, su quinta novela. Como ya era muy admirado en Argentina, el joven escritor se la ofreció al editor porteño Francisco Porrúa, de Sudamericana, que la publicó en 1967. El colombiano visitó Buenos Aires poco después, pero nunca más regresó.
Argentina siempre padeció esa ausencia, pero Gabo se excusaba: Allí nacieron mis éxitos, no quiero que también comiencen mis fracasos.
Valga la anécdota para reivindicar la sentida relación que nunca dejó hermanar a Colombia con el resto de América Latina; para revisar las dificultades que enredaron nuestra convivencia por décadas y, por fin, para confirmar el inevitable rol que debe jugar la región en la superación definitiva del prolongado conflicto colombiano.
Los propios colombianos son probadamente capaces de superar todos los escollos y ganar la paz que merecen. Les ha llevado largos años encaminar un proceso de paz, persuadir al mundo y persuadirse ellos mismos de que era una meta no sólo alcanzable, sino imprescindible en este nuevo siglo. Han discrepado, debatido, votado y, finalmente, logrado acordar una salida.
El acuerdo es entre colombianos y para los colombianos. Al mismo tiempo, la condición de posibilidad de una paz duradera en Colombia será, al igual que durante las negociaciones previas, el apoyo convencido de la comunidad internacional y, más que ningún otro, el de la región.
Este conflicto, que dejó 260.000 muertos, 60.000 desaparecidos, 6,9 millones de desplazados y ningún vencedor, llevó a Colombia a tensar las relaciones con sus propios vecinos, pero la clave de su solución es ahora la opuesta.
Más aún, cuando las señales que da la potencia continental, Estados Unidos, son proteccionismo y muros, la antítesis de lo que necesita la región.
Si América Latina, desde el Río Grande hasta la Tierra del Fuego, hace el ejercicio de mirar dos siglos hacia atrás, se recordará a sí misma como un puñado de pueblos con una inquebrantable voluntad de independencia y libertad y confrontando con un viejo imperio envuelto en la confusión. Y evocará, de José de San Martín a Simón Bolívar, un mandato de unidad de cultura, intereses y destino.
Hoy, el llamado de Colombia la pone a ese mismo desafío histórico, renovado.
América Latina tiene un gran antecedente en el sostén de los procesos de paz en la propia región: el Grupo Contadora, una iniciativa multilateral que prosperó en 1983 y con participación activa de Colombia, además de México, Venezuela y Panamá, para superar los conflictos armados en Centroamérica.
El propio García Márquez, entonces flamante Premio Nobel (1982), dio el puntapié formal inicial a las negociaciones con un llamado a dialogar que compartió con dos colegas de galardón, el mexicano Alfonso García Robles y la sueca Alva Myrdal, ambos Premio Nobel de la Paz, y el premier sueco Olof Palme.
El escenario conflictivo era amplio (Guatemala, El Salvador, Nicaragua y, de rebote, Honduras) y el desafío agravado por la reticencia de Estados Unidos, en plena era reaganiana y Guerra Fría. Nuevamente, era Washington, que esta vez desesperaba por la influencia de la Cuba pro soviética en el régimen de los jóvenes sandinistas nicaragüenses.
Sin embargo, convalidada por la ONU, la iniciativa multilateral de Contadora fructificó en 1984, con la firma de una primera Acta de Paz y Cooperación. Un año después, Argentina, Brasil, Uruguay y Perú conformaron el Grupo de Apoyo de Contadora. Siguieron el Acuerdo de Esquipulas (1986-87) y el de Chapultepec, hace 25 años, que puso fin al conflicto en El Salvador.
Ya en los 90, con las urgencias de la Guerra Fría sustituidas por los cálculos neoliberales del Consenso de Washington, de aquellos dos grupos de Contadora nació el Grupo de Río, al que le seguiría la UNASUR, última escala histórica importante de la actual Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), creada en 2010.
Un primer ensayo de solución para Colombia fue el de 1989. Ese año se firmó un acuerdo con el Ejército Popular de Liberación (EPL), que comprometió por primera vez una mínima participación más allá de las fronteras nacionales, con la Internacional Socialista como testigo.
Sin embargo, el avance del nefasto negocio del tráfico ilegal de drogas en vastas zonas en conflicto de Colombia lo volvió a complicar todo enormemente, con la tentación de ganancias rápidas e incalculables sobrevolando el país sin distinción de bandos.
También en ese aspecto la realidad colombiana se tornó inseparable de la región. La vida en las fronteras con los vecinos de Colombia se alteró violentamente por el negocio ilegal y los intentos de las autoridades por reprimirlo en cada territorio.
Y mientras los expertos dibujaban una “división del narco-trabajo” que atribuía a Colombia y otros países como Perú, Bolivia, Venezuela, Brasil, Paraguay y Argentina distintos roles en el proceso de exportación de drogas ilegales al Norte desarrollado, Estados Unidos encontraba la excusa perfecta para militarizar las relaciones con la región, justo cuando las hipótesis de conflicto de la Guerra Fría se derretían.
Con todo, el comienzo del nuevo siglo trajo el renacer de una búsqueda de solución política al conflicto interno colombiano, en la que se debe inscribir al Grupo de Países Amigos y Facilitadores del Proceso de Paz con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y, posteriormente, a otro similar, en este caso para negociar con las FARC, en el que se sumó a la ONU y la Unión Europea (UE).
Pero el 11 de septiembre de 2001 volcó la agenda de un repetido actor principal, Estados Unidos: la “guerra contra el terror” (war on terror) confirmó esa re-militarización de su política exterior de la que, lateralmente, Colombia no quedó exenta.
Colombia fue asumida por la Administración Bush, el Pentágono y el conglomerado de agencias de inteligencia y seguridad estadounidense como un escenario del “narco-terrorismo”, una simbiosis de dos grandes demonios de Washington. Había otros, en Asia por ejemplo, pero el de Colombia y su área de influencia era el principal en América Latina (la asociación que el lector haga con el México actual no resultará antojadiza).
Así, el Plan Colombia (técnicamente Plan para la Paz y el Fortalecimiento del Estado), que habían firmado los presidentes Andrés Pastrana y Bill Clinton en 1999, quedó al servicio de una estrategia ofensiva del Estado colombiano sobre la guerrilla, ya bajo la presidencia de Álvaro Uribe.
Con gran visión, el ex canciller colombiano y jefe de la misión de la ONU en El Salvador (Onusal), Augusto Ramírez Ocampo, escribió en 2001:
“En un conflicto como el colombiano, en un momento como el actual, la solución no parecería probable sin la presencia de la comunidad internacional, entendida como Estados, organismos internacionales y sociedad civil. Su participación es necesaria en las distintas fases de un proceso de paz, desde el acercamiento mismo de las partes para crear las condiciones necesarias para el diálogo, el asistir a las partes durante la negociación de la firma de acuerdos, como luego en la verificación de los mismos y en la fase de reconstrucción nacional y consolidación de la paz. Como sucedió en Centroamérica, la comunidad internacional será imprescindible al momento de administrar esa paz para garantizar el cumplimiento y la sostenibilidad de los acuerdos” (1).
Con la llegada al poder en Colombia del presidente Juan Manuel Santos (2010), y en Estados Unidos la del demócrata Barack Obama (2009), en medio de la peor crisis económico-financiera de la potencia continental desde la Gran Depresión de 1930, el tablero internacional volvió generar buena parte de las condiciones que auguraba Ramírez Ocampo.
Con decisión y excelente sentido de la oportunidad, Colombia se abocó a sanar también las relaciones con sus vecinos Ecuador y Venezuela, puntualmente deterioradas entre acusaciones mutuas que involucraban los movimientos de la guerrilla colombiana en sus fronteras.
Un tiempo después, en 2012, el presidente Santos y la comandancia de las FARC relanzaron las negociaciones de paz en Oslo, Noruega, franco reconocimiento de que el camino hacia una solución necesitaba actores extra nacionales.
La Administración Obama, pese a sus claroscuros en materia de política internacional, terminaría de cerrar el círculo. “De la misma manera en que Estados Unidos ha sido un socio de Colombia en tiempos de guerra, seremos sus socios en la paz”, resumió Obama en 2016.
Cuba, aun bajo la guía de Fidel Castro pero ya gobernada por su hermano Raúl, se transformó en copartícipe central de la mediación con Noruega e, incluso, en escenario de las negociaciones que alumbraron el acuerdo primero rechazado en el plebiscito de 2016 y al final revisado en 2017.
Toda la región cerró filas en favor de una paz negociada por los propios colombianos. En el Cono Sur, aunque varios gobiernos cambiaron de signo político mientras se cerraban las negociaciones de paz en Cuba, mantuvieron el firme compromiso asumido oportunamente por sus Estados.
En mi país, el actual presidente Mauricio Macri mantuvo firme el compromiso que, desde las antípodas ideológicas, había expresado con ardor su predecesor, Néstor Kirchner (1950-2010), cuando dejó una cumbre regional para internarse en la selva colombiana como facilitador en una fallida entrega de rehenes, y luego protagonizó la reconciliación de Bogotá con los gobiernos de Venezuela y Ecuador.
Primero llegará el post acuerdo y sus detalles prácticos. Después, a largo plazo, el post-conflicto. En ambas, la comunidad internacional será necesaria, para fortalecer las instituciones colombianas en tiempos de paz y para seguir financiando el proceso, como hicieron hasta ahora Estados Unidos y la UE.
Pero también, considerando el enorme potencial económico colombiano, habrá múltiples intereses en juego, que traducirán “paz”, lisa y llanamente, como “oportunidad de negocios”, desde Occidente, desde Asia, incluso de parte de grandes corporaciones regionales.
En palabras del Papa Francisco, es el momento de ser mediadores, no intermediarios. “O sea, hacer puentes, y no muros”. Si el intermediario es quien reúne a dos interesados y les cobra una comisión, y siempre gana algo, “el mediador es aquel que se pone al servicio de las partes y hace que ganen las partes aunque él pierda (…). El mediador hace puentes, que no son para él, son para que caminen los otros. Y no cobra peaje” (2).
Nuestra región puede proyectarse más allá del éxito negociador e impulsar el reencuentro de Colombia con un proyecto común latinoamericano, donde paz no signifique exclusivamente ausencia de conflicto, sino una democracia de mayor intensidad, una decidida promoción de todos los derechos y la meta permanente del desarrollo humano.
Que la región se haga fuerte ante los nuevos embates de una temible ola de proteccionismos y nacionalismos de rasgos autocráticos. La Historia está entrando en un carril de transformaciones globales muy bruscas. No es difícil imaginar lo que hubiesen hecho San Martín, Bolívar y los demás héroes de la independencia latinoamericana en circunstancias parecidas.
Como también dijo Francisco, el proceso de paz colombiano debe implicar para todos nosotros un recorrido de “memoria, coraje y esperanza”, hacia una Patria Grande que se proteja de esta “Tercera Guerra Mundial en pedacitos” sobre la que alerta el propio pontífice (el primero que la región le da a la grey católica, y seguramente no el último).
Con la ayuda de toda la región, Colombia logrará seguramente aventar el fantasma de sus fracasos y hacer realidad el deseo incumplido de su hijo más universal, Gabo: aceptar sin supersticiones el afecto de sus hermanos y volver a celebrar sus éxitos, seguros de que habrá muchos más.
“El papel de la comunidad internacional”, Augusto Ramírez Ocampo, 2001, San Vicente del Caguán.
Entrevista con El País, Madrid, 21 de enero de 2017.