Comparar las promesas hechas durante la campaña en favor del Brexit con la actuación del gobierno británico constituye hoy un ejercicio político inquietante. Los meses van pasando y las preguntas sin respuesta siguen acumulándose a la puerta del número 10 de Downing Street. La euforia de los aislacionistas perdió impulso ante la ausencia de una estrategia clara y creíble por parte de Londres. La firmeza inicial ha cedido a la incertidumbre, a punto tal que The Economist se ha referido a su primera ministra como Theresa Maybe.
En las vísperas del referéndum que tuvo lugar en junio del año pasado, los defensores del Brexit aseguraban a los votantes que el Reino Unido saldría orgullosamente de la Unión Europea, sin perder el acceso al precioso mercado comunitario. Algo que Theresa May ya ha reconocido que no será posible.
Una de las promesas más populares postuladas por esa campaña consistía en dar al servicio nacional de salud los 350 millones de libras entregados a Bruselas cada semana, un mensaje propio de los manuales de demagogia política. En la otra cara de la misma moneda, que ahora comienza a develarse, está impresa la factura del divorcio estimada en 60 mil millones de euros.
Otro de los sofismas de esa campaña alertaba sobre la llegada de 5 millones de nuevos inmigrantes hacia 2030 si países como Turquía se adherían a la Unión Europea. Sin embargo, resulta curioso constatar que, tras el primer encuentro con Donald Trump en la Casa Blanca, Theresa May realizó una visita a Turquía para reactivar los vínculos militares y comerciales con Ankara.
Existen muchos otros ejemplos de cómo el antes y el después del referéndum no encajan. Se anunciaba un Brexit rápido y eficaz, un escenario hoy inverosímil. Se prometía la unión de los británicos en torno al Brexit, pero las divisiones parlamentarias, el renovado reclamo de Escocia y el éxodo de diplomáticos británicos de alto rango de Bruselas apuntan exactamente en sentido contrario.
La distancia cada vez mayor entre las promesas y los hechos políticos ha motivado la inesperada entrada en escena de dos ex primeros ministros británicos, uno laborista y otro conservador.
Tony Blair sostiene que la votación del año pasado fue basada en un conocimiento imperfecto y que, por lo tanto, ahora que las condiciones están más claras, los británicos tienen el derecho a cambiar de opinión. Insiste por eso en la necesidad de celebrar un segundo referéndum.
Por su parte, en una rara aparición pública, John Major ha calificado al Brexit como un error histórico y aconsejado a Theresa May no crear falsas expectativas sobre un futuro sin Bruselas. En la misma ocasión, admitió que fue extremamente ingenuo pensar que Europa cedería a todos los deseos británicos.
Tantas veces criticada a lo largo de los últimos años, la Unión Europea ha revelado ante el Brexit una madurez política que hace mucho no exhibía.
En primer lugar, no vaciló y mantuvo la indivisibilidad de la libre circulación de personas, servicios, mercancías y capitales. Renunciando a una, el Reino Unido sabe hoy que automáticamente perderá las demás. En segundo lugar, todos los Estados miembros rechazaron mantener cualquier tipo de negociación bilateral antes de que el gobierno británico dispare el ya famoso artículo 50 del Tratado de Lisboa, dando comienzo al Brexit.
Hasta hace poco, parecía haber dos tipos de Brexit al alcance del gobierno británico: la versión soft donde Londres mantendría algunos lazos con Bruselas, sobre todo a nivel comercial y la versión hard escenario en que prácticamente todos los vínculos actuales serían desmantelados. Pero, dada la manera en que Londres subestimó la complejidad de la separación y la posición negociadora de la Unión Europea, ambas opciones parecen estar desvaneciéndose.
Sólo resta el Brexit posible. Un divorcio litigioso, con demasiados cabos sueltos y de consecuencias imprevisibles para las generaciones presentes y futuras.