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Nuestros artículos: América Latina en un mundo "dispolar", por Jorge Argüello


El cambio de contexto global ha sido tan acelerado y pronunciado en los últimos tiempos que América Latina necesita considerar cuidadosamente sus estrategias, posiciones y, eventualmente, sus alianzas ante la próxima cumbre de líderes del Grupo de los 20 (G20) que presidirá Argentina en noviembre próximo, en Buenos Aires.


Cuando el G20 pasó al nivel de jefes de Estado y de Gobierno en 2008, la región atravesaba un período de expansión y políticas progresistas que, como parte de los emergentes, la convirtieron en un miembro relevante del “directorio mundial ad hoc” en que se convirtió el foro para hacer frente a la peor crisis financiera y económica mundial desde 1930.

Hoy, a una década del derrumbe de Lehman Brothers que desnudó la nociva desregulación financiera del Centro, los grandes actores -léase Estados Unidos, Europa y China- recuperaron cierta estabilidad económica, pero la crisis siguió operando en ellos fuertes transformaciones políticas que en estos últimos años han tenido un evidente impacto global.

De aquel George Bush convocando a líderes emergentes, incluyendo los latinoamericanos, a resolver la crisis con un decálogo consensuado, el mundo pasó a un Donald J. Trump declarando una guerra comercial generalizada, y con foco en China. La misma Unión Europea (UE), que se ofrecía como guía de una nueva gobernanza, padece ahora un rebrote nacionalista y xenófobo que acecha la existencia misma del proyecto comunitario.

En ese contexto, por algunas razones ajenas y otras endógenas, América Latina experimentó también transformaciones, de las que no salió especialmente favorecida y que la debilitan ante un mundo más fragmentado y belicoso, “caótico” como acaba de definirlo Antonio Guterres, Secretario General de la ONU.

Es cierto que, desde el principio, América Latina careció estrictamente de una sólida agenda común en la mesa de intereses del G20, incluso en sus momentos de mayor fortaleza frente a la crisis global, cuando lucía desendeudada y aprovechaba el envión de un boom exportador para desplegar políticas de inclusión social.

Pero, aún así, es bueno recordar que América Latina logró sentar valiosos precedentes en el G20, gracias a una mayor cohesión política entre sus líderes y estrategias comunes.

Para demostrarlo, ahí está su activa participación en la reformulación de las instituciones multilaterales de crédito heredadas de Bretton Woods, (FMI, Banco Mundial), la regulación de paraísos fiscales, la incorporación del mundo del trabajo a una nueva gobernanza global y, relevante para Argentina, la reestructuración de deudas nacionales sin fondos buitres.

Pero desde 20 16, una parte importante de América Latina quedó repentinamente atrapada en viejos dilemas políticos y problemas económicos que afectaron a la troika que representa a la región en el foro (Argentina, Brasil y México), agravados ahora especialmente por una guerra comercial que trastorna a todos los emergentes.

Donde antes había una relación segura y estable de México con Estados Unidos, aunque fuera desbalanceada, ahora hay una crisis migratoria y la renegociación completa del Tratado de Libre Comercio (TLC o NAFTA) que caracterizó su intercambio desde 1994.

Brasil está inmerso en una crisis político-institucional histórica, de inevitable repercusión económica regional. Y Argentina vuelve a debatirse en una vorágine de devaluaciones, deuda externa e inflación como si las lecciones del pasado hubieran sido insuficientes.

Con cada uno de estos grandes actores regionales absorbidos en su propia dinámica, los alcances de la incidencia latinoamericana en la agenda del G20 pueden verse previsiblemente afectados en la cumbre de noviembre próximo en Buenos Aires.

El calendario tampoco ayuda. México cambiará su gobierno, bajo nuevo signo político, en simultáneo con la cumbre. Brasil tendrá para entonces un nuevo presidente electo de pocas semanas tras una grave crisis política y Argentina estará entrando en su propio proceso electoral buscando afanosamente un mínimo de estabilidad económica y financiera.

Cuestiones de fondo

Se percibe un cambio de época que desafía las metas de gobernanza que se planteó el G20 desde sus primeros inicios, en los 90. Consideremos el aislacionismo beligerante de Trump, su desprecio por el multilateralismo y sus cruzadas comerciales, pero también las firmes reacciones de China y Rusia y el ascenso de los nacionalismos anti europeístas, sin olvidar la realineación de intereses que expresa la guerra de Siria.

Ante ese panorama, podría decirse que el mundo actual ha dejado de ser unipolar, bipolar o multipolar, para ingresar en una fase “dis-polar”, una transición hacia un orden desconocido caracterizada por ahora más por conflictos que por coaliciones.

Así las cosas, las buenas intenciones expresadas por Argentina desde la presidencia del foro para lograr consensos globales sobre temas como el empleo en la economía digital y las inversiones en infraestructura pueden quedarse en consignas formales de un documento final. Las cumbres del G20 siempre fueron condicionadas por la coyuntura: pasó en Hamburgo 2017 y pasará en Buenos Aires 2018 en noviembre próximo.

América Latina podría enfocarse ahora en unir fuerzas en el foro para neutralizar una guerra comercial -de evidente trasfondo geopolítico- que está alterando la demanda mundial y haciéndole perder sus pocas ventajas relativas con una baja del precio de los commodities.

Por otro lado, mientras intensifica su disputa comercial con China, su gran potencia rival de este siglo, Estados Unidos incentiva a su Reserva Federal a una suba de tasas de interés que fortalece el dólar y aspira fondos secando los mercados emergentes más vulnerables, de por sí complicados por sus deudas, como los latinoamericanos.

Las grandes potencias están volviendo a concentrarse en sus propios juegos. En este contexto, América Latina necesita no perder de vista sus intereses compartidos como región y recordar que, cuando pudo hacer valer sus posiciones y puntos de vista, como en los 2000, fue porque había logrado sus propios consensos políticos, hoy en entredicho.

Las desacuerdos en torno de instancias como la UNASUR son un mal precedente, porque se puede cambiar de orientación política dentro de los márgenes de la alternancia democrática, incluso en la mayoría del continente, pero nunca abandonar la búsqueda de coordinación política y diplomática detrás de algunas metas comunes básicas. Es como lanzar el GPS por la ventana, justo cuando hace falta recalcular la ruta.

Por Jorge Argüello, publicado el 30/09/2018 en Diario Perfil.


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