"El caos es un orden por decifrar", por Jorge Argüello
- Embajada Abierta
- hace 20 horas
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Quizás lo que hoy vemos como caos no sea más que el reordenamiento en marcha de un mundo que ya no responde a las reglas conocidas.
Por si no bastaran las imágenes que nos llegaron en los últimos años desde Ucrania, Gaza o Sudán, los misiles en los cielos de Tel Aviv y Teherán reafirman una sensación cada vez más extendida: el mundo ha entrado, decididamente, en una etapa de caos. Pero hecha esa primera lectura —válida, incluso inevitable— sobre el escenario global, conviene ir un poco más allá. ¿Estamos solo ante una cadena de crisis sin salida, o acaso no deberíamos buscar señales de una transformación más profunda en este aparente desorden?
Vale entonces traer una metáfora tomada de la propia Tierra. Cuando los geólogos estudian los sismos, saben que lo que sacude la superficie no es más que el efecto de movimientos subterráneos. ¿Y si las sacudidas actuales de la política internacional fueran también producto de tensiones acumuladas, de placas tectónicas invisibles que están empujando hacia una nueva configuración del sistema global?
Quizás lo que hoy vemos como caos no sea más que el reordenamiento en marcha de un mundo que ya no responde a las reglas conocidas.
De Keynes a Trump. Frente a ello, resulta inevitable volver la vista hacia el orden nacido tras la Segunda Guerra Mundial. Conscientes del impacto de los desequilibrios económicos de entreguerras —como bien advertía John Maynard Keynes—, los vencedores del conflicto apostaron por diseñar una arquitectura multilateral que ofreciera estabilidad.
Nacieron así nuevas instituciones: de los acuerdos de Bretton Woods surgieron el Fondo Monetario Internacional y lo que hoy conocemos como el Banco Mundial. De la Conferencia de San Francisco surgieron la Organización de las Naciones Unidas con su Consejo de Seguridad, responsable último del “mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales”. Más tarde vendría la Organización Mundial del Comercio, a la que China se sumaría recién en 2001.
En ese entramado, Estados Unidos asumió el papel central. No solo como principal potencia militar y económica, sino como garante del orden y diseñador de las reglas. La aparente solidez de ese andamiaje se desmoronó con la crisis financiera global de 2008.
Se verificó, entonces, el último intento por revitalizar el modelo y, paradojicamente, fue necesario recurrir a otro foro multilateral: el G20. Distinto, más amplio, más flexible. Sin embargo, a casi dos décadas de aquel cimbronazo, las principales instituciones del orden surgido en la posguerra no enfrentan ya una crisis de eficacia. Lo que enfrentan es una crisis de legitimidad.
La ONU y su Consejo de Seguridad, paralizados. La OMC, debilitada. Y con un dato que hasta hace poco hubiera parecido improbable: Estados Unidos, promotor del viejo orden, se ha convertido en su principal crítico.
La paradoja se acentúa. Mientras Washington se repliega —como quedó claro desde la primera presidencia de Donald Trump, y mucho más en la segunda—, China, la última gran potencia en sumarse al sistema, parece hoy su más firme defensora.
Ese giro responde también a dinámicas internas. El repliegue estadounidense retoma antiguos impulsos de unilateralismo, aislacionismo y proteccionismo económico, rasgos que ya habían marcado su historia antes de la Segunda Guerra. A esto se suma una polarización política y social interna que ha dividido a la sociedad en dos mitades irreconciliables, desnudando “las dos almas” de Estados Unidos.
En este nuevo mandato, la guerra comercial lanzada por Trump ha intensificado el conflicto con China, pero también ha alcanzado a viejos aliados: Canadá, México, Japón, la Unión Europea. El aislacionismo ya no discrimina entre socios y adversarios.
Nuevos actores en un tablero inestable
Otra característica de la etapa actual es el reconocimiento de que el mundo ya no es unipolar, como se creyó tras la caída de la Unión Soviética. Tampoco ha vuelto a una bipolaridad al estilo Guerra Fría. Lo que ha emergido es un sistema más inestable, un escenario de “hegemonías fragmentadas” donde nadie parece dispuesto —ni capacitado— para liderar al conjunto.
En este nuevo escenario ganan protagonismo potencias emergentes y actores regionales con agenda propia: India, Turquía, Arabia Saudita, Brasil, Israel, Irán, entre otros. Países que operan según sus intereses estratégicos, en una globalización cada vez más regionalizada, especialmente después de la pandemia, que reveló la vulnerabilidad de las cadenas globales de suministro. La lógica ya no es la de la economía por encima de la política. Es la geopolítica la que impone sus términos en el marco de una “geoeconomía” con reglas más duras y menos consensos.
Parte de esa agenda autónoma alimenta tensiones que se proyectan a escala global. Seguridad en Israel, desarrollo nuclear en Irán, guerra en Ucrania, inestabilidad en el Sahel, tensiones en el Mar Rojo, en el Mar de China y en las dos Coreas. Son síntomas de una fragmentación en curso, de un orden anterior que se resquebraja y de otro que se encuentra todavía en gestación
En El hombre duplicado, José Saramago escribió: “El caos es un orden por descifrar”. Quizás esa frase contenga la clave para interpretar este momento. Tal vez lo que hoy vivimos —con incertidumbre, temor y desconcierto— no sea una simple descomposición, sino una etapa larvaria: la reconfiguración de un sistema global cuyo rostro todavía desconocemos.
Si lo que el Nobel portugués afirma es cierto, el desafío no es resignarse al caos sino aprender a leerlo. Pensar críticamente, anticipar escenarios, entender los movimientos profundos que están en marcha. Porque en esa capacidad de interpretación puede residir la posibilidad de moldear —aunque sea en parte— el orden que vendrá.
Lee la nota publicada en diario Clarin