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"Entender el mundo, decidir con autonomía". Jorge Argüello en Le Monde Diplomatique



Argentina no necesita esperar al 10 de diciembre para saber que la futura gestión de su política exterior se desplegará en un mundo inusualmente incierto en el que los grandes jugadores compiten para imponer las condiciones de un nuevo orden cuando todavía se derrumba el que rigió desde la posguerra.


A su vez, no es lo mismo ser un hegemón como Estados Unidos o China, Rusia o la Unión Europea, rule makers (creadores de reglas), que se dan estrategias globales y agresivas, que una nación media, con potencial, pero que ejerce sólo influencia regional, como Argentina. Un rule taker (un país que juega con las reglas que imponen otros) como Argentina está obligado a organizar su agenda externa con una delicada química que combine una adecuada flexibilidad con el elemento inalterable del interés nacional, definido con autonomía y a partir de unos cuantos principios consensuados democráticamente.


La política exterior forma parte ineludible de la agenda interna de un gobierno democrático, más aun en el proceso de globalización imperante. Los últimos cuatro años son una muestra cabal de cuánto puede impactar en nuestra vida cotidiana una mala lectura de lo que podemos esperar del mundo.


Argentina ya experimentó, a inicios de los 2000, una coyuntura de alto endeudamiento externo y default, de devaluaciones bruscas, aguda recesión con desempleo y crisis social. También entonces supimos cómo salir de ese desastre pos neoliberal, pero el mundo que nos rodeaba era decididamente diferente.


El precio del crudo, que en 2003 era inferior a los 30 dólares, hoy cotiza a más del doble. Asistimos en la actualidad a una guerra comercial que Estados Unidos, adalid del libre intercambio, desató contra China, desnudando un conflicto de marcado trasfondo tecnológico, que Washington plantea en el fondo en términos de seguridad nacional y que amenaza con provocar una recesión global.


En ese recorrido, el mundo experimentó la crisis financiera global de 2008, originada ahora en el Norte, en el corazón del centro financiero mundial. Los años que la siguieron dejaron en evidencia el agotamiento del antiguo “orden liberal” establecido a fines de los 40 y expusieron la fatiga de las instituciones que lo sostenían, desde las financieras como el FMI hasta la propia ONU.


Hoy nos encontramos en un proceso que podríamos denominar de “esclerosis” del multilateralismo. La falta de rumbo en la gobernanza global nos lleva a preguntarnos quién está a cargo: ¿el G-20, el G-2, el G-7? ¿O tal vez, como plantea Ian Bremmer, estamos viviendo un mundo G-0?


El mundo se presenta como un vasto océano de incertidumbres que exige, en particular a países vulnerables en el frente externo como Argentina, una relectura inteligente de las viejas cartas de navegación. Y, claro, una nueva brújula.


Como la política exterior del país está atravesada por las muchas necesidades internas, debe medir con cuidado la tensión chino-estadounidense, eludir la tentación de apoyarse en solo una de las dos potencias y buscar soluciones prácticas para su déficit comercial, su dependencia financiera y su necesidad de inversiones.


Una política exterior autónoma, pero racional, tendrá que discernir los matices de estos dos hegemones actuales, uno tradicional (Estados Unidos) y el otro emergente (China), que compiten directamente pero son guiados por mandatos históricos muy diversos, que no siempre les imponen los mismos objetivos hacia un país o una región.


Lo mismo puede decirse del otro gran bloque político y económico, la Unión Europea, con la que el actual gobierno, como parte del MERCOSUR, se apresuró a acordar un tratado de libre comercio que nunca sometió al consenso interno y que, lógicamente, necesitará ser revisado y consensuado en el marco de una política de Estado. Comerciar más no siempre implica comerciar mejor. Un país que apueste a insertarse en una economía digitalizada que se organiza en cadenas globales de valor donde lo que hace la diferencia es el valor agregado y el empleo calificado no debe conformarse solo con los beneficios de su producción primaria, por importantes que sean sus ventajas comparativas.


La clave es volver a confiar en nosotros mismos, con criterios de independencia, y privilegiar el encuentro con el resto de la región latinoamericana de la que somos esencialmente parte y que, como era de esperar, también es hoy presa de las mismas incertidumbres que desafían los importantes logros de integración y cooperación de la década pasada.


El próximo gobierno tendrá la oportunidad histórica de contribuir a la definición de una corriente regional basada en intereses permanentes compartidos y reglas, que supere de una vez el movimiento ideológico pendular en la región. Debemos crear organizaciones regionales estables en lugar de las frágiles franquicias ideológicas emitidas por gobiernos de turno.


El multilateralismo debe ser repotenciado y revalorizado como la mejor herramienta disponible para países como Argentina. Los espacios multilaterales ofrecen una plataforma a los menos poderosos para limitar la discrecionalidad de los más poderosos. Además, en un contexto de incertidumbre extrema, las instituciones multilaterales ofrecen márgenes necesarios de previsibilidad.


En conclusión, el espíritu de partida de una nueva política exterior debe ser analizado con cautela frente a tanta incertidumbre global. Lo primero, sin embargo, será abandonar la actual diplomacia de erráticas concesiones, que tanto daño causó, por ejemplo, a la cuestión Malvinas, paradigma básico de lo que debe ser una política exterior firme, de Estado, consensuada y guiada por el principio del interés nacional.


Publicado por Jorge Argüello, el 28/09/2019, en LE MONDE DIPLOMATIQUE

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