La historia turbulenta de Crimea, la tierra más codiciada del Mar Negro
- Embajada Abierta
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A primera vista, Crimea es apenas una península que se adentra en el Mar Negro. Pero sus tres paisajes —la pradera fértil del centro y norte, las tierras volcánicas y ricas en minerales del este, y la costa montañosa del sur— anticipan una historia marcada por superposiciones culturales y disputas estratégicas.
Desde la Antigüedad, este territorio fue un punto de encuentro —y choque— entre civilizaciones. Primero llegaron cimerios y escitas; más tarde, griegos y romanos. Con el tiempo, el Rus de Kiev tomó el control, seguido por la Horda Dorada de los tártaros mongoles, que luego abrazaron el Islam y convirtieron a Crimea en un reducto de aquel imperio asiático en decadencia.
Bajo dominio tártaro y alineada con el Imperio Otomano, la península fue durante siglos una base desde la cual se lanzaban incursiones contra Rusia. Todo cambió en 1783, cuando Catalina la Grande anexó Crimea por la fuerza y desmanteló definitivamente el Estado tártaro. El choque con Turquía no tardaría en convertir a la región en un escenario de guerra continental.
La llamada guerra de Crimea (1853–1856) tuvo un origen que hoy parece insólito: una disputa entre Francia y Rusia por el control de los lugares santos en Jerusalén. Las tensiones derivaron en maniobras rusas en el Mar Negro, una debilitada Turquía declaró la guerra y, tras las primeras victorias de Moscú en el Danubio, París y Londres acudieron en ayuda de Estambul. El conflicto pronto desembarcó en las costas crimeas, donde Sebastopol soportó un asedio interminable. La miseria de los soldados británicos generó indignación pública en Londres, y pese a la resistencia rusa, el enclave cayó tras un año agotador. En 1856, el Tratado de París impuso duras condiciones a Moscú: ceder Besarabia (hoy parte de Moldavia) y aceptar la desmilitarización del Mar Negro.
Para Rusia, la derrota en su propio territorio fue una humillación histórica. La logística fue un desastre para todos: los refuerzos tardaban meses en llegar desde Moscú, los suministros aliados naufragaban en medio de tormentas, y los ejércitos padecieron hambre, frío y mandos incapaces. Cuando en 1877 Rusia volvió a atacar a Turquía sin mayores consecuencias, muchos en Europa se preguntaron qué sentido había tenido aquella guerra.
El siglo XX traería nuevas convulsiones. Tras la Revolución de 1917, los tártaros intentaron recuperar su autonomía. Crimea se convirtió en el último bastión del Ejército Blanco y, al caer, selló el final de la Guerra Civil. La colectivización estalinista golpeó de lleno a los tártaros, miles de los cuales murieron de hambre.
Durante la invasión nazi de 1941, algunos colaboracionistas tártaros se alinearon con Alemania, lo que Hitler interpretó como una oportunidad: llegó incluso a fantasear con construir un palacio personal en la península. Crimea fue escenario de combates desesperados, especialmente en Kerch, donde grupos soviéticos resistieron durante meses desde túneles volcánicos. Tras la guerra, Stalin castigó sin matices: deportó a toda la población tártara a Siberia y, en 1954, transfirió Crimea a la República Socialista de Ucrania.
Con la caída de la Unión Soviética, los tártaros regresaron y Crimea pasó a formar parte de la Ucrania independiente.
Pero la convivencia nunca fue sencilla: la mayoría de la población era rusa étnica. En 1994, en el Memorándum de Budapest, Estados Unidos, Reino Unido y la propia Rusia garantizaron la integridad territorial de Ucrania a cambio de que Kiev entregara su arsenal nuclear. Moscú mantuvo en alquiler la base naval de Sebastopol y protagonizó roces, como el fallido intento de construir una represa en el estrecho de Kerch en 2003.
La crisis estalló en 2014, cuando el presidente ucraniano prorruso Víktor Yanukóvich huyó a Moscú tras las protestas del Euromaidán. En cuestión de días, hombres armados sin insignias —que luego se confirmaron como fuerzas rusas— tomaron los centros de poder en Crimea. Moscú alegó que actuaba para proteger a la población rusoparlante, que veía con recelo el nuevo gobierno en Kiev; los tártaros, en cambio, respaldaban a Ucrania. Rusia organizó un referendo denunciado como ilegal, que arrojó un 97% a favor de la anexión. El 18 de marzo, Vladimir Putin oficializó la incorporación, celebrada dentro de Rusia como una victoria histórica. Poco después, grupos apoyados por Moscú tomaron por la fuerza zonas de Donetsk y Luhansk.
En 2018, Rusia inauguró el puente de Kerch, el más largo de Europa, conectando la península con su territorio continental. El puente se convirtió en el símbolo material de la anexión y, ya iniciado el conflicto de 2022 entre Rusia y Ucrania, en un corredor logístico crucial para el abastecimiento de tropas.
Hoy, Crimea sigue en el centro de una guerra que no muestra señales de terminar. Su historia —rica, violenta, disputada— explica por qué esta estrecha franja de tierra sigue siendo un punto neurálgico en la geopolítica mundial.
