Fue erigido de sorpresa la noche del 31 de agosto de 1961. El “Antifaschistischer Schutzwall” (Muro de Protección Antifascista) dividió Berlín y dividió Europa –de la noche a la mañana– separando vecinos, amigos y familias durante 28 años, además de reformular de modo definitivo la vida política, económica, social y emocional de un país entero. Pero así como la aparición del Muro de Berlín todo lo cambió, su caída fue de los mayores hitos de la historia contemporánea, abriendo paso a la Alemania reunificada que acaba de celebrar sus bodas de plata.
Sea en las avenidas, en las plazas o en el largo tramo de calle convertido en galería de arte al aire libre, quien camina hoy por la capital alemana encuentra todavía fácilmente vestigios del Muro. Su construcción procuró detener un éxodo de miles de ciudadanos del “sector oriental” que, en años anteriores, cruzaron la frontera en los famosos Trabis hacia a la mitad alemana más próspera, más libre.
Si bien desde la caída del Muro casi todo ha cambiado en Berlín, lo cierto es que –aún así– no ha perdido vigencia aquel dilema que el escritor Thomas Mann dejó planteado en su tiempo: ¿una Alemania europea o una Europa alemana?
En la víspera de una reunión con el ministro de Finanzas alemán Wolfgang Schaeuble en febrero pasado, su por entonces par griego, Yanis Varoufakis, alegó que, de todos los pueblos europeos, “los alemanes son los que mejor entienden la crisis que jaquea a Grecia”. El ex ministro griego de Finanzas se refería específicamente al crecimiento de la extrema derecha en su país como reacción a la crisis, pero su argumento histórico se puede extender a otros desafíos que la Unión Europea hoy enfrenta.
Y no hace falta volver a las Memorias de Otto Von Bismarck, en las que el “Canciller de Hierro” alude al “abismo cavado por la historia entre el Norte y el Sur”, ni resulta necesario recordar cómo, al calor de una crisis duradera y sin esperanza, fermentó el totalitarismo alemán antes de la Segunda Guerra Mundial. Basta revisar los últimos 26 años, desde la reunión de las dos Alemanias para comprender que Berlín conoce como pocos las tormentas que en los últimos años han venido oscureciendo el cielo de Bruselas.
De hecho, mucho antes de que existiera el euro, y antes incluso de firmarse el Tratado de Maastricht, ya Alemania estaba experimentando –en lo doméstico– un proceso complejo de integración, y no sólo migratorio. Pocos meses después del desmoronamiento del Muro, el marco occidental entró en vigor en todo el país, mientras que los sistemas legales, fiscales y jubilatorios se armonizaron y las barreras a la circulación de capital fueron retiradas.
El éxito de la Reunificación no se alcanzó de un día para el otro. En los primeros años de la década de los ’90 Alemania llegó a ser considerada el “enfermo de Europa” (expresión utilizada en su momento por el zar Nicolás I de Rusia para aludir al Imperio Otomano).
El renacer económico fue posible merced a una rápida y continua solidaridad política y financiera de la Alemania más rica con la más pobre. Corregir las asimetrías llevaría –se afirmaba acertadamente– a potenciar el crecimiento del conjunto.
Y si a la hora de explicar el éxito alemán estiramos la mirada, no podemos omitir, a riesgo de perder objetividad, la reestructuración de la deuda alemana de 1953, que posibilitó la reconstrucción de la economía de la Alemania Federal primero, con sus consecuencias lógicas sobre el país unificado después.
Por cierto, se trata del mismo proceso que hoy le es negado a Grecia.
Aun así, en muchos aspectos, todavía hay dos Alemanias: una al este, donde los salarios son más bajos y el desempleo más gravoso, y otra al oeste, donde circulan más BMWs que Skodas y están radicadas las grandes empresas. De la misma forma que hay cada vez más dos Europas: una al sur, débil y endeudada, haciendo esfuerzos descomunales para mantenerse a flote, y otra al norte, exportadora e intransigente.
Por comandar hoy la mayor economía de la Unión, por haber nacido en la parte oriental y haber vivido muy de cerca la Reunificación, las miradas de Europa se centran en la actual canciller alemana. Existe una clara conciencia de quién conduce hoy los destinos de la Unión, más allá de la formalidad institucional.
En efecto, hace mucho tiempo que ningún alemán ocupa formalmente un lugar en la cumbre de la organización. El país, tal como Angela Merkel, no arde en deseos de subir al palco, pero exige, sobre todo desde las antecámaras, que el guión germánico sea cumplido al pie de la letra.
Nunca un alemán presidió el Banco Central Europeo. Sin embargo, la función de garantizar la estabilidad de precios que el banco cumple, responde al trauma de la hiperinflación alemana experimentada durante los años ’20 del siglo pasado.
Si hasta su sede se encuentra en Frankfurt, a pocas cuadras del Bundesbank.
Nunca un alemán lideró el Eurogrupo. Pero el organismo que reúne a los ministros de Finanzas del euro actúa sistemáticamente como guardián de la rigidez presupuestaria promovida ciegamente por Berlín. Incluso si eso significa imponer pérdidas a los depositantes chipriotas o cerrar los bancos griegos durante semanas.
Nunca desde la Reunificación hemos encontrado un alemán al frente de la Comisión o de la Unión Europea. Pero Alemania consiguió acelerar la ampliación al este, estabilizando así su frontera oriental y abriendo nuevas rutas para sus exportaciones. Un proceso con costos para las ya entonces frágiles economías del sur que terminaron perdiendo competitividad y fondos comunitarios.
Y así vamos entrando en una década que puede ser crucial para resolver el dilema formulado por Mann: ¿conviviremos con una Alemania europea o con una Europa alemana?
En primer lugar, porque la actual prescindencia activa con que Berlín gestiona todas las medidas de Bruselas puede desaparecer en la próxima generación de gobernantes germanos, naturalmente menos sensibles a los recuerdos de la última guerra.
En segundo lugar porque una posible salida del Reino Unido de la Unión Europea reforzará aún más la influencia alemana en el destino de este continente, donde el péndulo franco-alemán perdió hace tiempo su equilibrio.
Y por último, porque se acerca el momento de la verdad para responder a la insostenibilidad de las deudas soberanas de una buena parte de Europa y a la crisis migratoria, dos temas que tienen en jaque a la esencia de la Unión.
“Crece junto lo que pertenece al mismo tronco”, dijo Willy Brandt, el antecesor de Schmidt y Kohl en la Cancillería alemana, poco después de la caída del Muro. El país no vaciló entonces en hacer frente a la división con “más Alemania”.
Nos falta ver si Europa será capaz de superar su crisis con más Europa. Ojalá que sí.
Por: Jorge Argüello Publicado en su columna de opinión de Revista Veintitres 30/10/2015