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América Latina en el G20: intereses en juego



I

Las próximas deliberaciones del Grupo de los 20 (G-20) en Hamburgo tendrán una importancia especial para América Latina, porque la región recibirá el testigo de la cumbre que organizará en 2018, en Argentina, y lo hará en un contexto global tan interconectado que, como nunca antes, la suerte de cualquier parte del planeta está atada a la del resto, aun cuando el poder mundial siga exhibiendo un evidente desbalance.

Los antecedentes inmediatos de esta cumbre, cuando ya han transcurrido diez años desde la crisis financiera que todavía frena la expansión de la economía mundial, son un tanto desalentadores considerando, por ejemplo, los insatisfactorios resultados del último encuentro del Grupo de los Siete (G7) países más desarrollados, en abril pasado, en Italia.

En Taormina, el debut del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, consagró un virtual bloqueo de las conversaciones con sus socios europeos, principalmente Alemania y Francia, y profundizó una brecha creciente entre ambas costas, que incluye asuntos tan diversos como el cambio climático y el comercio. Ello, y la continuidad de las sanciones a Rusia, llena de nubarrones la próxima cumbre del G-20.

Junto al nuevo, aún incierto, rumbo definido por la Administración Trump, la salida del Reino Unido de la Unión Europea (Brexit), se erigió como otro gran contrapeso de la vía de cooperación internacional que abrió en 2008 el G-20, un proceso paralelo al sistema multilateral consagrado en las últimas décadas pero que demostró capacidad de reacción rápida ante una crisis global inédita y, sobre todo, que prometió dar un paso adelante en la democratización de la gobernanza global al incorporar a países emergentes y en desarrollo.

Los tres grandes objetivos de la presidencia de turno alemana para la Cumbre de Hamburgo sugieren cuáles son los mejores antídotos para evitar la traumática regresión a un mundo fragmentado y desconectado: asegurar la estabilidad, mejorar la sostenibilidad y asumir la responsabilidad.

II

El consenso mayoritario de los países miembros del G-20 se ha venido consolidando en dirección opuesta a la que tomó recientemente el histórico eje anglosajón Washington- Londres. Los primeros buscando renovar los «acuerdos pre-crisis» y los segundos buscando la reformulación del «status quo», mientras China parece asumir una interesante posición orientada a liderar al mundo emergente. En este contexto el imperativo de una agenda común potenciadora de los intereses latinoamericanos choca con la realidad todavía desajustada de los miembros latinoamericanos del G-20: Argentina, Brasil y México.

La cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de 2016 (China) había valorado especialmente la idea de la «inclusión», de «una economía mundial innovadora, vigorosa, revitalizada, interconectada e inclusiva».

Pero Estados Unidos es aún una gran potencia económica y militar, por lo que la decisión de Trump de retirar al país -principal emisor de gases de efecto invernadero- del histórico Acuerdo de París contra el Cambio Climático evidencia un giro político de grandes implicancias ante los problemas globales. En contraste, y en el mismo paso de ballet, el segundo contaminante principal, China, abrazó el consenso.

Para nuestra región, que ratificó en bloque ese acuerdo, el consenso en la lucha contra el cambio climático es tan prioritario en el G-20 como puede ser el empleo, la educación y las pandemias. América Latina atesora una tercer parte del agua dulce del planeta y un tercio de la tierra por cultivar, cuando el mundo se prepara para alimentar a 9.800 millones de seres humanos tan pronto como en 2050. La incremental frecuencia de fenómenos extremos está exponiendo a grandes poblaciones e infraestructuras de la región, arriesga la producción de alimentos y amenaza a los glaciares.

En estos meses, Estados Unidos comenzó a minar otras acciones de estabilización que se propusieron en las cumbres del G-20 desde 2008, en particular sobre el comercio. China y México cayeron bajo la ofensiva comercial de Trump, pero también Alemania, a la que Washington reprocha su superávit y su rol en lo que la nueva administración norteamericana considera un euro debilitado que altera la competencia.

La última reunión de ministros de Finanzas del G-20 anticipó el desafío que afrontará Hamburgo: Estados Unidos bloqueó una condena expresa al proteccionismo comercial. Las malas señales llegaron también a América Latina, con el anuncio de renegociación del Tratado de Libre Comercio (NAFTA) con México y con Canadá, además del freno al proceso de acercamiento a Cuba que había iniciado la Administración Obama.

La nueva estrategia norteamericana, en general, opera como un eficaz recordatorio de que América Latina debe aprovechar su participación en el G-20 para comenzar a definir y a consensuar una agenda compartida que le permita coordinar la defensa de sus intereses comunes como región, una tarea pendiente y urgente en contextos adversos.

III

El nuevo contexto incluye la reconversión histórica del «eje anglosajón». El sistema multilateral -político, financiero y comercial- que conocimos hasta hoy se había inspirado en la Carta Atlántica de 1941, firmada en alta mar por Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill. «Máxima colaboración entre las naciones en el campo económico», decía su V Cláusula. En plena guerra, los dos líderes vieron más allá.

Ahora, mientras la special relationship anglo-estadounidense sellada hace tres cuartos de siglo abandona su original espíritu de cooperación internacional, América Latina debe observar el juego de otras alianzas claves dentro del G-20.

Un alineamiento que recuperó toda su importancia histórica después del Brexit es el de Alemania con Francia, revitalizado con la elección del presidente Emmanuel Macron, que asestó un golpe al populismo nacionalista y reivindicó ideas fundacionales del europeísmo: «Europa no es un supermercado, sino un destino común, un lugar donde se reúnen las libertades individuales, el espíritu de la democracia y la justicia social».

Otro movimiento indisimulable es el de China, que consolidó una presencia de primer orden en la economía y el comercio de América Latina, y lidera en el G-20 el bloque emergente de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, 29% del PIB global). Paradojas de la historia, China -y no Estados Unidos- se postula ahora ante el mundo como adalid la lucha contra el cambio climático y de la promoción del libre comercio.

Frente a estos reacomodamientos, la visita este año de la canciller Angela Merkel a México y Argentina realza la importancia –todavía potencial- de la región en la búsqueda de nuevos consensos dentro del G-20. La pregunta para la región, sin embargo, es qué tipo de consensos, y para qué. Los líderes latinoamericanos todavía no han alcanzado a esbozar una respuesta colectiva.

IV

La agenda organizada por Alemania para el G-20 de Hamburgo, que incluye como prioridad avanzar en la regulación financiera, tiene como trasfondo que el grupo siente las bases de una economía global estable y sostenible.

Así, hay otros asuntos comunes, como la digitalización de la economía y su efecto en la destrucción de empleos tradicionales, que causó terremotos políticos en el Norte pero impactan con la misma fuerza en regiones en desarrollo (hay 200 millones de desocupados en todo el mundo, un tercio jóvenes, según la OIT). En ese sentido, en un mundo interconectado como el actual, la agenda de Hamburgo no será la de unas pocas potencias.

Pero hilando más fino, América Latina necesita coordinar con prioridad en el G-20 los intereses que se juegan en el sistema internacional de comercio, y conseguir atención privilegiada sobre la agricultura y su significación global, tanto en términos de seguridad alimentaria como de la vigencia de las reglas multilaterales.

En estas décadas de multilateralismo, América Latina transformó su estructura comercial, desde México con su experiencia dentro del NAFTA hasta Brasil como nuevo exportador de alimentos. Ese cambio, exige también que los países desarrollados pongan a la agricultura y la agroindustria bajo las reglas de la Organización Mundial de Comercio (OMC), como parte de una condición central de la estabilidad internacional: la seguridad alimentaria.

La región debería persistir en esa demanda de manera pragmática y constructiva. La nueva generación de acuerdos inter regionales de comercio e inversiones, como el Transpacífico (TPP), de incierto futuro sin Estados Unidos, y las negociaciones, también inciertas, del Mercosur con la UE pueden colocar a América Latina en el centro del gran juego.

V

La agenda de la cumbre del G-20 de 2018 que prepara el gobierno argentino debiera ser una adecuada continuidad de la de Hamburgo. En Buenos Aires, la región tiene frente a sí el desafío de asumir la representación del mundo en desarrollo. Un precedente, en 2014, fue la reunión en Brasil del BRICS con la CELAC.

Argentina plantea centrar el G-20 2018 en concertar acciones que hagan de la globalización un proceso inclusivo y que la Imparable digitalización de la economía tenga nuevas respuestas para el empleo: dotar de nuevas habilidades a la población activa es una prioridad compartida: por razones políticas, de paz social o de subsistencia para millones de personas a las que la dinámica capitalista reemplaza por ordenadores y robots.

Todo nos devuelve así al inicio de la última crisis global y su marca de identidad: las finanzas. Nuestra región necesita capital de inversión para explotar sus riquezas naturales de manera sustentable, para generar empleos que reduzcan la pobreza, para adaptarse al siglo XXI y alcanzar lentamente la línea de las economías más desarrolladas. Es la traducción, para América Latina, de «globalización con inclusión».

Hamburgo será para la región un nuevo aprendizaje de participación en un G-20 que ejerce las veces de comando de acción rápida de un sistema multilateral que debe ser repensado. Y –esperemos- un anticipo de lo que América Latina puede demandar y aportar al mundo.


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