El Grupo de los 20 (G20) entrará este fin de semana en una nueva fase, abierta por el brusco movimiento del tablero geopolítico que provocan la política aislacionista de Estados Unidos y Gran Bretaña, la reconstitución de alianzas de Europa, Rusia y China y los realineamientos internos en América Latina. Todo ello con el lanzamiento de misiles de Corea del Norte y la interminable guerra en Siria como telón de fondo.
El presidente Donald J. Trump pateó ese tablero como había prometido y, allí donde el G20 alienta desde 2009 consensos básicos para estabilizar la economía global, la Casa Blanca levantó las banderas del proteccionismo rompiendo tratados comerciales y agitando guerras comerciales con China, Alemania y México por las importaciones a las que atribuye todos las desgracias de los trabajadores y de la economía estadounidense.
Después de dar la espalda al Acuerdo de París contra el Cambio Climático de 2015, un consenso internacional sin precedentes, Trump pasó de alabar en campaña el liderazgo de Vladimir Putin a confrontar con Rusia por los conflictos en Ucrania y Siria, una tensión que teñirá la primera cumbre acordada por ambos líderes en Hamburgo.
La otra potencia anglosajona, Gran Bretaña, añade otra situación disruptiva al G20, el Brexit, formalmente en marcha pero envuelto en dudas por la pésima apuesta electoral que dejó a la primera ministra Theresa May muy debilitada, a los laboristas en ascenso y una situación política interna tan inestable que hasta Trump postergó una primera visita oficial.
Muchos en la Unión Europea (UE) ya dudan de que el Brexit finalmente se concrete, pero mientras tanto la situación provocó un resurgimiento del eje europeísta Alemania-Francia, bajo el nuevo estrellato político del presidente Emmanuel Macron y la inagotable energía de la canciller Alemana Merkel, tras su tercera reelección, ambos determinados a ocupar el vacío de liderazgo que deja Trump en el G20 y los foros multilaterales tradicionales.
Frente a la introversión casi fanática de Trump, ese mismo tablero ve adelantarse varios casilleros a China, la gran potencia emergente del siglo, que en vísperas de esta cumbre selló un acuerdo político y energético con Rusia de proyección incalculable. China ha pasado de dirigir un incierto experimento capitalista a presentarse como adalid del libre comercio y de la lucha contra el calentamiento global, al revés que Washington.
Ahora bien, ¿cómo se posiciona frente a este nuevo panorama América Latina, representada desde la primera cumbre de jefes de Estado y jefes de Gobierno de 2008, por la troika México, Brasil y Argentina? ¿Cuánto puede influir este nuevo tablero en la cumbre que organizará nuestro país en 2018, en Buenos Aires? El G20 iguala a los miembros en el debate y la discusión de acuerdos, pero nunca en influencia.
La región acusa recibo de los movimientos señalados en términos reales, empezando por México y el empecinado proyecto de Trump de levantar un muro en su frontera común. Ampliando el zoom, más hacia Sudamérica, la presencia comercial y ahora financiera de China amenaza seriamente la antigua influencia estadounidense, con ventajas inéditas de inversión en infraestructura, pero con riesgos renovados como la reprimarización de las economías del área que terminen sirviendo a la demanda china de soja o cobre.
Otra referencia histórica para Latinoamérica es la europea, y en este caso el actualizado eje franco-alemán obliga a usar la cumbre de Hamburgo para redoblar los esfuerzos en pos de alcanzar un acuerdo comercial del Mercosur con la UE que ponga en valor la agricultura, sin quedar atrapada en una división del trabajo que sólo aprecie la tierra, en detrimento del valor agregado, innovación y empleo que necesitan vitalizar nuestros países.
La regulación financiera que dio origen al G20, como alternativa rápida y eficiente al sistema multilateral, debe seguir siendo una prioridad, para evitar crisis como las de 2008, que también impactaron y todavía se sienten en la economía de América Latina.
Es igualmente central la digitalización de la economía global, con sus efectos en el empleo y la desigualdad. Ese proceso tendrá efectos duraderos y caracterizará el Siglo XXI como la industrialización lo hizo hasta hoy. La región pagará un precio muy alto si reduce ese fenómeno a un debate futurista de países muy desarrollados.
Pero el primer desafío regional, al discutir intereses en la mesa del G20, es llegar a acuerdos propios que le son esquivos desde la creación del grupo, e incluso se enfriaron riesgosamente en Los Cabos, cuando la presidencia de turno de México se disoció de las posiciones de Sudamérica, mucho más distanciadas de Washington.
En Hamburgo, y de cara a Buenos Aires 2018, el bloque latinoamericano tiene ante sí una gran oportunidad para superar la histórica desventaja adicional que exhibió en los debates del G20: la carencia de una agenda regional común elaborada con pragmatismo, pero para el largo plazo. Sin ello, será más difícil obligar en algo a las grandes potencias.
Frente a la puja entre gigantes que se perfila en Hamburgo, América Latina necesita tener una participación cualitativa en la agenda global, aunque sea dentro de sus posibilidades. La otra alternativa es adherir y legitimar los consensos de los siete u ocho más poderosos, o de alguno de los bandos en que dividan el mundo nuevas guerras frías y comerciales.