El parto fue en Madrid, en 1995. El niño, la moneda única europea, se llamaría euro. En 1996, el Instituto Monetario Europeo (IME) presentó los diseños ganadores para los billetes en euros. El euro tenía ya forma y cara. Sólo le faltaba circular. Pero ese tránsito, presagiaban muchos, estaría lleno de baches y de obstáculos.
Con los efectos del mercado comunitario (mejoras de eficiencia, aumento de la productividad, atracción de inversión directa, economías de escala y de aprendizaje, incentivos a la innovación), la economía europea se mantuvo durante los 90 a la cabeza de los rankings de competitividad internacional. Así comenzaba a andar al ritmo de la globalización.
Sin embargo, todos estaban conscientes de que, pese al acuerdo final en Maastricht, el Banco Central Europeo (BCE, 1999), la autoridad monetaria creada para cuidar la salud del euro a la cabeza de un Eurosistema de bancos centrales, había sido diseñado casi a imagen y semejanza del estricto Bundesbank alemán, preocupado por la inflación por sobre todas las demás cosas, sin capacidad de intervenir en aspectos fundamentales de la economía al estilo keynesiano.
Con Maastricht ya en vigencia, antes del lanzamiento del euro, dos líderes indiscutidos de la unidad europea, reconocieron el problema. “Fue un error ilevantable”, confesó François Mitterrand. “Si querían subsumir el marco en el euro para moderar la influencia alemana, salió al revés”, refrendó el socialdemócrata Gerard Schröeder.
Diálogos sobre Europa. Jorge Argüello. Página 91