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“El colonialismo de datos”, por Mitchel Gallagher

Puede que el “colonialismo de datos” aún no haya alcanzado la misma prominencia en nuestro léxico político que su contraparte más antigua y tradicional, pero su insidioso impacto en el Sur Global es igual de alarmante.



Hoy en día, los gigantes tecnológicos occidentales y chinos no se preocupan por la teatralidad de la conquista militar. En su lugar, crean nuevas formas de dependencia digital en África y el Sudeste Asiático con algo mucho más sutil, casi inocuo: la infraestructura digital. Bajo una retórica pulida de desarrollo y conectividad, estos acuerdos despojan lenta pero inexorablemente a las naciones de su soberanía digital, erosionando silenciosamente su capacidad para trazar una política autónoma.


En el centro de este colonialismo moderno se encuentra la cuestión cada vez más urgente de la soberanía de los datos. Al fin y al cabo, ¿quién controla las enormes reservas de datos que fluyen a través de estas redes construidas en el extranjero? Y lo que quizá sea más apremiante, ¿dónde van a parar esos datos? ¿Bajo la jurisdicción de quién?


Cuando un país cede el control de su infraestructura digital a fuerzas externas, hace algo más que intercambiar capital por servicios: se arriesga a entregar la información más sensible de sus ciudadanos -registros gubernamentales, datos financieros, detalles personales- a manos extranjeras. Sin marcos jurídicos sólidos como el GDPR de la Unión Europea para salvaguardar la privacidad de los datos, las naciones pueden quedar a merced de gigantes tecnológicos que operan en zonas de penumbra jurídica, fuera del alcance de la legislación nacional.


Esta dependencia de actores externos trasciende el control de los datos. A medida que proliferan las redes construidas en el extranjero, las naciones quedan atrapadas en ecosistemas tecnológicos específicos, atrapadas por los asombrosos costes de cambiar de proveedor. El sueño de cultivar una industria tecnológica sólida y autóctona, que algún día pudiera valerse por sí misma, se desvanece en un segundo plano, eclipsado por el gigante de las empresas multinacionales. Lo que comienza como una asociación culmina con demasiada frecuencia en dependencia: una historia demasiado familiar, reformulada en la era digital.


Las consecuencias económicas son nefastas. Los proyectos de infraestructura digital pueden proporcionar una ilusión de crecimiento, pero el verdadero premio -los datos, junto con los beneficios- sale del país. Se crean puestos de trabajo, pero no en los sectores altamente cualificados necesarios para un desarrollo sostenido. Las empresas tecnológicas locales, incapaces de igualar el músculo financiero y la destreza tecnológica de los actores mundiales, son dejadas de lado. La economía se encadena a intereses extranjeros a los que poco les importa el futuro de una nación, siempre que los balances sigan saneados. Lo que parece un progreso sobre el papel es, en realidad, poco más que la entrega del futuro digital de una nación a fuerzas externas.


La situación se complica aún más debido a las ramificaciones geopolíticas. La implicación de empresas occidentales y chinas complica las cosas, ya que los países navegan ahora por la rivalidad tecnológica entre Estados Unidos y China. Estos gigantes tecnológicos no sólo venden servicios en la nube o construyen redes móviles, sino que exportan influencia, ejercen control y permiten una vigilancia potencial. Lo que está en juego no es únicamente la independencia tecnológica, sino la seguridad nacional.


El Sur Global, que carece de la capacidad reguladora para gestionar estos sistemas digitales, está mal preparado para esta batalla. Las leyes de protección de datos son débiles o no se aplican, ya que los organismos reguladores, sobrecargados de trabajo, luchan por seguir el ritmo de las complejidades tecnológicas globales. El auge de los servicios digitales, muchos de los cuales eluden las estructuras fiscales tradicionales, hace que los gobiernos luchen por captar el valor de estos etéreos agentes económicos. Es una dinámica antigua: los poderosos se llevan el botín y los países anfitriones se quedan con la carga.


Tomemos como ejemplo los proyectos de ciudades inteligentes de Huawei en Kenia. Estas iniciativas implantaron sistemas de vigilancia en Nairobi y Mombasa, con la promesa de mejorar la gestión urbana y la seguridad pública. Sin embargo, persisten preguntas inquietantes: ¿Cuántos de los datos recopilados llegan a las autoridades chinas? ¿Qué impacto a largo plazo tendrá esta vigilancia sobre la privacidad y el control social? ¿Quién soporta la carga financiera de mantener y actualizar estos sistemas?


El programa Free Basics de Facebook en el Sudeste Asiático suscita inquietudes similares. Comercializado como un esfuerzo benévolo para proporcionar acceso gratuito a Internet, otros ven un lado más oscuro. Los críticos afirman que Free Basics crea un «jardín amurallado», una versión restringida y controlada de Internet que ahoga la innovación local y otorga a Facebook el control de cantidades ingentes de datos de usuarios en los mercados emergentes. En lugar de cultivar la conectividad, afianza el dominio corporativo, convirtiendo la filantropía en beneficio y limitando la autosuficiencia digital de regiones enteras.


Del mismo modo, los proyectos de cable de fibra óptica de Google en África prometen una Internet más rápida y barata. Mientras Google construye silenciosamente la espina dorsal digital de la infraestructura de Internet de África, debemos preguntarnos: ¿a qué precio? Los países africanos pueden estar cada vez más subordinados a los servicios de Google y tener más dificultades para desarrollar sus propias redes o promover contenidos locales. El atractivo de la conectividad puede venir con condiciones, condiciones que podrían atar el futuro digital del continente a los intereses de un gigante empresarial.


Las soluciones no son sencillas ni rápidas. Los países en desarrollo deben actuar con cautela, aceptar el atractivo del desarrollo digital y, al mismo tiempo, proteger su soberanía. Reforzar las leyes de protección de datos y la capacidad reguladora deben ser los puntos de partida. La localización de los datos, aunque difícil de aplicar, ofrece la promesa de mantener la información sensible dentro de las fronteras nacionales, bajo control local.


Ninguna nación puede estar sola en esta lucha. La cooperación regional ofrece la esperanza de contrarrestar la influencia de los gigantes tecnológicos mundiales. La promoción de normas abiertas permite a los países evitar quedar atrapados en un único ecosistema tecnológico, impulsando la competencia y reduciendo la dependencia de entidades extranjeras. Fomentar los ecosistemas tecnológicos locales garantiza que los beneficios de la infraestructura digital se distribuyan equitativamente.


Para abordar los costes ocultos de los acuerdos de infraestructura digital, debemos adoptar una perspectiva más amplia que vaya más allá de las promesas miopes de crecimiento económico. Lo que está en juego es la autonomía nacional. Las naciones del Sur Global deben controlar su futuro digital a medida que la conectividad global reconfigura la antigua dinámica de poder. Los gigantes tecnológicos mundiales pueden ofrecer desarrollo y modernización, pero rara vez mencionan el precio a largo plazo. El verdadero coste es el lento compromiso de la soberanía, que encadena a las naciones durante generaciones.


Para los responsables políticos del Sur Global, la tarea está clara: deben ir más allá de la negociación de mejores acuerdos. Deben defender sus intereses nacionales en una era en la que el verdadero poder reside en el control de los datos, las infraestructuras y los ecosistemas. Cuando las empresas extranjeras dominan las telecomunicaciones y el almacenamiento de datos, peligra la capacidad de elaborar políticas digitales, proteger la privacidad de los ciudadanos y cultivar industrias autóctonas.


Los países que sucumban a la dependencia digital verán cómo sus opciones se reducen con el tiempo. Depender de infraestructuras externas erosiona la posibilidad de fomentar las capacidades tecnológicas locales. Las nuevas empresas locales, que ya tienen dificultades para competir con las multinacionales, quedan marginadas, y los beneficios salen del país en lugar de reinvertirse. Pero mucho más preocupante es el control extranjero de las infraestructuras críticas. No se trata de un problema puramente económico, sino que afecta a la seguridad nacional. El potencial de vigilancia y manipulación por parte de potencias externas es una amenaza que deja a las naciones vulnerables al colonialismo digital. 


Publicado el 14/10/2024 en The Diplomat


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