El comercio mundial aparece lejos en nuestro horizonte de preocupaciones económicas cotidianas, e incluso queda postergado en el debate público, pero el tenor de las actuales tensiones y conflictos entre potencias lo confirman como un asunto global importante y urgente por su impacto en las economías nacionales.
Parálisis. El último paso en esta escalada que puede sembrar el caos en el intercambio de bienes y servicios de los países, y por lo tanto en sus economías, es la virtual parálisis de la instancia que se dio el mundo hace 25 años para crear y respetar reglas comunes: la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Paradójicamente, como ha ocurrido en otras áreas (la ONU, el Acuerdo de París o la Unesco) asistimos a un momento en que la OMC aparece deslegitimada –y bloqueada– por EE.UU., uno de sus fundadores y, hasta ahora, uno de sus mayores beneficiarios.
Como pilar del sistema multilateral del comercio global, la OMC ha ofrecido desde 1995 a los países en desarrollo, como Argentina y los de toda América Latina, una instancia de mínimas garantías y predictibilidad para comerciar sus bienes y servicios con otros países y bloques, por más desigual que sigan siendo esas relaciones.
La virtual parálisis de la OMC se dibuja sobre un escenario de por sí pésimo: el crecimiento del volumen del comercio mundial proyectado para 2019 era de 2,6%, ya muy lejos del 4,6% de 2017, pero de enero a mayo de este año el intercambio global se expandió apenas un 0,1%.
¿Qué debe hacer la región ante la grave crisis que atraviesa la OMC, mientras las guerras comerciales entre grandes potencias, que parecían olvidadas desde el amanecer de la globalización, hacen todavía más difícil e incierta la recuperación de nuestras economías en un contexto global desalentador?
Del GATT a la OMC. Para que el comercio sea más justo e inclusivo es necesario un conjunto de reglas que se apliquen a todos, sin discriminación, e instituciones con capacidad para hacer cumplir sus reglas, cuyo cumplimiento no dependa de la voluntad unilateral de cada país: de esa idea básica nació la OMC.
En 1995, finalizada la Guerra Fría, lanzada la globalización y tras años de negociación de la Ronda de Uruguay del GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros), nació la OMC para negociar las reglas y aranceles entre todos los países, sin distinción.
Era un mundo crecientemente más complejo, así es que a los bienes que se negociaban en el GATT se le incorporaron otras áreas como agricultura, servicios y propiedad intelectual.
Desde entonces, el comercio global creció 170% y la OMC sumó 164 miembros que representan el 98% de los intercambios en todo el mundo. Pero ese recorrido de la organización combinó avances importantes (resolvió 350 de quinientas controversias) y, últimamente, serios retrocesos que pusieron en crisis al sistema.
La propia América Latina registra un buen antecedente reciente, con el acuerdo que once países de la región lograron en 2012 con la Unión Europea (UE) para poner fin a la “guerra del banano”, tras veinte años de conflictos arancelarios que dificultaron el ingreso del producto al bloque comunitario.
Sin embargo, el hecho de que los acuerdos en la OMC se adopten por consenso termina legitimando el mínimo veto. Esto hizo fracasar las sucesivas Cumbres de la organización desde la Ronda del Milenio de 1999 en Seattle, determinando la total intrascendencia de la última reunión de 2017 en Buenos Aires.
Una vez tras otra, la principal disputa de fondo fue la reducción de subsidios agrícolas otorgados en los países más ricos para neutralizar las importaciones de las materias primas de naciones en desarrollo, sin dejar de exportar con mayores facilidades sus productos manufacturados al resto del mundo.
En Buenos Aires (2017), la OMC reconoció su persistente fracaso en las areas de interés para los países en desarrollo como la negociación del comercio agrícola o los subsidios a la pesca.
Otras iniciativas tampoco contaron con la aceptación de toda la membresía. El mundo se acercó, así, a las puertas de un escenario comercial de todos contra todos.
2008 y después. Cuando estalló la última gran crisis financiera y económica mundial, países desarrollados y nuevos emergentes –en foros como el Grupo de los 20– acordaron que era conveniente bajar las tensiones.
Pero con el correr de los años, con las perspectivas de crecimiento global bastante reducidas, el proteccionismo fue ganando adeptos y la estructura institucional de la OMC como árbitro y garante del comercio global se fue revelando obsoleta para evitar conflictos cada vez más serios, ahora entre potencias.
Estados Unidos logró en la OMC fallos favorables contra la UE e incluso contra China, por subsidios, regulación de patentes y aranceles, pero el país completó, en los últimos años, su giro proteccionista y denunció la ineficacia de la organización para defender sus posiciones.
El largo bloqueo y la declinación del poder de la OMC se tradujo durante los últimos años en la firma de pactos regionales y tratados como el nuevo Nafta (Usmca), el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP-11) y el de la UE con Canadá, con Japón, y con el Mercosur (pendiente), y en impulsos desordenados de revisión de bloques enteros, como el sudamericano.
Ahora, el unilateralismo rampante, las actuales tensiones comerciales entre EE.UU., China y la UE, la imposición discriminatoria de aranceles y la negociación de acuerdos preferenciales discriminatorios retrotrae al mundo a un estado de naturaleza en el que prevalece el poder y la ley del más fuerte.
Ataque y reforma. El último paso en ese sentido se escenifica en la crisis del órgano de apelación del sistema de solución de diferencias de la OMC, un tribunal que atiende disputas comerciales y autoriza sanciones a países infractores. La falta de recambio de jueces (vetados por Washington) paralizará este diciembre una parte vital de la entidad: su papel de árbitro del comercio global.
Con la OMC a un lado, una guerra comercial se dirime mano a mano entre los contendientes con multimillonarias imposiciones de aranceles. Es la estrategia que sigue Washington con Beijing, después de alegar que la organización –la misma que históricamente benefició a Estados Unidos en más del 80% de sus reclamos– la desprotege frente a China y toda su red de subsidios estatales internos, y demora exageradamente sus fallos en todos los litigios.
Por otra parte, las sanciones comerciales, que antes administraba la OMC con criterios consensuados y reglas acordadas, se convierten, como en la era premultilateral, en una herramienta de política interna. En plena campaña electoral estadounidense, Brasil y Argentina acaban de probar esa receta frente a la amenaza de una suba de aranceles a la importación de aluminio y acero al mercado estadounidense.
La UE y otros países, como alternativa a la paralización del Organo de Apelación de la OMC, se aprestan a adoptar un mecanismo exactamente similar, pero a nivel bilateral. Pero es solo un parche: detrás de esta crisis se esconde un problema mayor, el de la creciente desconfianza en todo el sistema multilateral que nos rige desde la posguerra. Esos mismos terceros actores aceptan negociar por fuera de la OMC.
Como le pasó a la ONU, el modelo inclusivo de institución global conlleva hoy unos ritmos de acuerdo que conspiran contra la complejidad y velocidad de los conflictos modernos, en este caso los comerciales. Es una noción generalizada entre sus miembros que la única manera de recuperar el protagonismo de la OMC pasa por emprender una reforma que la adecue al siglo que transitamos, donde asoman además, gigantes tecnológicos del poder de una nación.
Los principios deben ser los mismos que fundaron la organización, hace un cuarto de siglo: evitar la discrecionalidad de los más poderosos y establecer y hacer cumplir reglas justas y razonables, para revitalizarla como el gran brazo negociador del comercio global, con la participación necesaria, pero justa de las grandes potencias que, en estos casos, le dan sustento político.
Sin embargo, vivimos tiempos de un aislacionismo riesgoso y contagioso, que obligan a construir una reforma “posible”. Necesitamos líderes con convicción, paciencia y tesón, lo mismo que se necesita para mantener la paz mundial o para salvar el planeta de un colapso ambiental.
La revitalización de las reglas del comercio mundial resulta determinante para impulsar el crecimiento, perseguir la gran meta del desarrollo sustentable y reducir, finalmente, las desigualdades sociales que están cargando de tensión a muchos de nuestros países.
Publicado por Jorge Argüello, el 08/12/2019, en diario PERFIL
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