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Los muertos no son todos iguales



No darse cuenta de la fuerza icónica de esa imagen y la forma como ella nos enfrenta con nuestros fallos es no entender nada.

Hoy, cinco días después de la publicación generalizada de la foto del niño kurdo muerto en una playa mediterránea, ya muy pocas personas tendrán dudas acerca de la importancia de esa foto y los cambios que ella provocó sobre la manera como vemos el drama de los refugiados sirios.

Sin embargo, como aún quedan todavía algunos policías de las lágrimas dispuestos a examinar al microscopio la pureza de nuestros sentimientos y a denunciar la hipocresía y el narcisismo occidental (recordemos el tweet de la Spectator compartida por el Secretario de Estado Bruno Maçães: “I cried, therefore I’m good”), vale la pena volver al tema.

Yo soy uno de los que lloró al ver esa foto, y, probablemente, por malas razones. Antes, sólo lagrimeaba en el cine, pero ahora me conmuevo con facilidad, y es posible que todavía termine como Jorge Sampaio, ojos llorosos y vista estacionalmente empañada, para mi gran vergüenza. Supongo que la culpa es de mis hijos, que debilitaron mi existencia, y tengo que admitir que mis lágrimas son lágrimas feas, de pura identificación personal y cultural: cuando miré el cuerpo de Alan Kurdi no era, de hecho, a él al que vi. Era uno de mis hijos, a quien ya vestí muchas veces con t-shirts de esas y pantalones cortos de esos. Fue Rita, mi amada Rita, quien cumplió tres años cinco días antes de la muerte de Alan. Los cínicos tienen razón: fue por mis hijos que lloré, y sigo llorando, mientras escribo estas palabras. Fueron ellos, y no un niño desconocido kurdo, que imaginé huyendo de mí en la noche oscura.

Dice la policía de las lágrimas que yo debería llorar de la misma manera si el niño fuera negro, marrón o amarillo; si estuviera vestido con chador, kimono o sari; debería llorar aunque si no lo hubiera visto, porque todos sabíamos lo que estaba pasando, y nuestra capacidad de emoción no puede estar dependiente de la “dead-child porn”. Daniel Oliveira, en el Expresso, pidió un enfoque “más racional y menos sensorial de los problemas”. “Una persona politizada puede preocuparse sin necesitar de conmoverse”, escribió. Es decir, lo ideal, sería conseguir analizar fríamente el problema y actuar en conformidad.

Porque yo soy un sentimental: quiero estar al lado de los que lloran por Alan, aunque sea por malas razones. Lo que veo a menudo a mi derecha es que la charla de la hipocresía y de las lágrimas fáciles es una mera excusa para justificar la pasividad y la indiferencia ante el sufrimiento. Y lo que veo a menudo a mi izquierda es que el amor abstracto a la humanidad tiene grandes dificultades para traducirse en amor concreto para los seres humanos. No aprecio ni una posición, ni otra, que derivan fácilmente en una especie de esnobismo sentimental e intelectual que ponen en causa el genuino sufrimiento interior de aquellos que se enfrentan con el cuerpo de Alan.

No darse cuenta de la fuerza icónica de esa imagen y la forma en que nos enfrenta a nuestros fracasos es no entender nada. La foto tenía que ser publicada, porque ella no es la exhibición de un cadáver: es la denuncia brutal de una tragedia que Europa tiene el deber de responder. Alan está muerto, pero su foto vive y nos insta a cambiar. Ella es, si se quiere, una invitación a la conversión. Y las conversiones raras veces ocurren después de largas reflexiones. Surgen por epifanías, momentos en que la hoja brutal de la vida rasga nuestro cotidiano y nos obliga a mirar hacia delante, a lo más sagrado que tenemos. Sagrado que no tiene por qué ser Dios – puede ser un simple niño de tres años, caído junto al mar.

Publicado por João Miguel Tavares en Público, Portugal


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