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“Belgistan", el patio trasero del jihadismo del continente



BRUSELAS.- Cuando regresó de París el día después de los atentados que costaron la vida a 130 personas, Salah Abdeslam se hizo dejar en Laeken. Desde entonces permaneció oculto en tres lugares diferentes de Bruselas: la calle Bergé en el barrio de Schaerbeek, la Dries en Forest y la Quatre-Vents en Molenbeek. Todos esos sitios están en lo que los sociólogos llaman “la media luna salafista” y la prensa bautizó como “Belgistán”.

En el mapa, esa zona que concentra desde hace décadas la población más pobre del reino está formada por siete comunas: Forest, Saint-Gilles, Anderlecht, Molenbeek, Saint-Josse, Jette y Schaerbeek. Entre todas forman auténticamente una media luna en torno del centro de la capital belga.

En ese territorio que estira su pasado industrial a lo largo del canal de Bruselas, Abdeslam, único sobreviviente de los kamikazes de París, pudo ocultarse durante 126 días hasta que fue detenido el 18 de marzo pasado. Cuatro días después, de allí también salió la siniestra célula que cometió los ataques en el aeropuerto de Zaventem y la estación de subte de Maelbeek, que dejaron un saldo de 31 muertos y más de 270 heridos.

Pero esos episodios están lejos de ser una coincidencia: desde hace años, autoridades, fuerzas de seguridad y servicios de inteligencia europeos designan esta zona como un caldo de cultivo salafo-jihadista hacia la cual convergen casi todas las pistas terroristas.

Los investigadores acaban de probar que todos los kamikazes formaban parte de un mismo grupo, que se conocían desde la juventud, que juntos se radicalizaron, viajaron a Siria o a Irak y tuvieron alguna implicación en los atentados de los últimos dos años.

Caminar por esta zona es como cambiar de país. Estos barrios son los más densamente poblados de la capital: más de 30.000 habitantes por kilómetro cuadrado, es decir, cuatro veces el promedio nacional. Concentran los menores ingresos, el mayor índice de desocupación (más del 30%) y la mayor proporción de residentes de origen extranjero. Decrépitos o abandonados, los edificios son refugios ideales para todo aquel que pretenda pasar inadvertido.

Esta semana -como desde hace varios meses-, encima de la pobreza, la región se transformó en territorio militar. Alternativamente resignados, indignados o indiferentes, sus residentes se quejan de haber sido puestos “todos en la bolsa del integrismo”.

De acuerdo. ¿Pero alguien puede negar que existen en este lugar células o redes terroristas que cuentan con una auténtica solidaridad comunitaria?

Antropólogo y presidente de un centro social en Molenbeek, Joghan Leman afirma que, aunque existen, sería mucho más justo hablar de una “media luna pobre” a lo largo del canal, que incluye sobre todo los barrios de Forest, Molenbeek y Schaerbeek.

Sólo bastan 10 minutos en auto para atravesar este sector que se convirtió en un laberinto que los terroristas recorren como quieren y donde se benefician, es verdad, de una solidaridad general.

Sobre todo, tienen guaridas, facilitadas por amigos, parientes o conocidos de conocidos. Para esquematizar, los candidatos a la jihad (guerra santa) más inocentes partieron a Siria al servicio de una causa. Los más determinados siguieron aquí y la mayoría tiene lazos con el tráfico de drogas.

Leman trabaja en Molenbeek hace más de 30 años. Para él, los miembros de Estado Islámico (EI) en Europa están organizados a la manera de estructuras mafiosas y reaccionan como tales.

Sin embargo, los hombres que toman café acodados en los bares de Schaerbeek hacen como si la presencia de las redes terroristas delante de sus narices fuera una fantasía de los medios de comunicación.

“Aunque nadie lo quiera reconocer, hay aquí una profundo sentimiento de solidaridad que mezcla rencor por la situación de abandono que vive la población, la falta de futuro y una representación totalmente falsa de la religión”, explica Leman.

Esa forma de segregación empuja a las poblaciones de estos barrios a agruparse geográficamente en grupos étnica y socialmente homogéneos. Así, en las comunas de Saint-Josse y Schaerbeek se concentran sobre todo los nativos de Turquía, mientras que en Molenbeek y Anderlecht se trata más bien de marroquíes.

Fue la necesidad de mano de obra en la década de 1960 lo que llevó a Bélgica a establecer contratos con diversos países para recibir esa inmigración. Rápidamente, la política de reagrupamiento familiar contribuyó a aumentar en forma exponencial esa población, dando paso a una exacerbación del comunitarismo y la práctica religiosa.

En Molenbeeck, por ejemplo, el 80% de los habitantes es de origen extranjero.

En estas comunas, donde las chicas en edad escolar usan el pañuelo islámico y las madres van totalmente cubiertas, las casas de fachadas “leprosas” acumulan los clisés de la marginación.

En este teatro posmoderno donde grupos de jóvenes, sin nada para hacer, se reúnen en las esquinas a admirar los autos de lujo con vidrios oscuros que van y vienen y que nunca podrán comprar, el arcaísmo no desdeña el uso de los smartphones o la utilización de las Kalashnikov.

Aunque resulte inaudito, a pocos minutos de aquí, de este sitio donde prosperan tráficos de todo tipo y las mezquitas más radicales, se encuentra el corazón de Europa.

Por Luisa Corradini

Nota publicada en La Nación


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