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Una respuesta para Venezuela



El grave conflicto político institucional que vive Venezuela, sintetizado en la reciente insurrección de un grupo de militares, la coexistencia de dos poderes legislativos paralelos y manifestaciones callejeras oficialistas y opositoras que costaron un centenar y medio de muertos en pocas semanas, obliga a toda la región a asumir la crisis como propia.

Lo primero que corresponde es condenar la violencia política de todo signo, con responsabilidad principal del Estado por el uso excesivo de la fuerza, las detenciones arbitrarias y hasta las torturas denunciadas por la ONU. Además, la fiscal general ha sido destituida por una Asamblea Nacional Constituyente elegida sin opositores que desconoce el parlamento surgido de elecciones libres en 2015.

Ante semejante cuadro, sin embargo, los intentos diplomáticos por acercar a las partes han resultado infructuosos, y no sólo por el empecinamiento de los actores locales o por los intentos indebidos de injerencia como los hechos públicos por Estados Unidos, cuyos antecedentes en escenarios similares de la región, y en la propia Venezuela, son pésimos.

En ese sentido, la emergencia obliga a la región a activar mecanismos de solución de crisis institucionales adoptados en otras ocasiones bajo liderazgos políticos fuertes y decididos que hoy, bajo circunstancias más graves, aparecen como un manojo de voluntades dispersas, muchas veces enfrentadas, y por lo tanto debilitadas frente a la situación.

Mediaciones como la del ex presidente socialista español José Luis Rodriguez Zapatero parecen haber ido más lejos en sus esfuerzos que la de los propios estados latinoamericanos. Y, francamente, no sería razonable que Europa termine arreglando la situación de uno de nosotros.

La gravedad del caso venezolano es inédita en las últimas décadas para un país de la región, quitando el caso trágicamente atípico de Haití. Según el FMI, el PIB per cápita cayó un 40% desde 2013. En ese mismo período, la producción de petróleo, que monopoliza la riqueza del país, cayó 17% y su precio 55%. Entre 2012 y 2017, el salario cayó 75%.

Probablemente, haya que recorrer el camino en sentido inverso: primero atender las consecuencias de la crisis, agravada por la fuerte y determinandte influencia del poder militar en el gobierno de Nicolás Maduro, y después las causas, como ocurre en las catástrofes.

Para empezar, la condición básica para hacer progresos reales en esta situación es la paz política interna, que se verá facilitada -como en otras mediaciones- manteniendo vivo el diálogo y contenidos los poderes externos a la propia América Latina.

Las numerosas ocasiones en que los venezolanos han concurrido a las urnas desde la irrupción del chavismo son también una muestra de que el antiguo espíritu democrático del país, de los de mayor tradición en la región, está vivo. De hecho, la última fase del conflicto se reduce a una disputa sobre la elección de una Asamblea Nacional Constituyente.

Pero dada la acentuada polarización, ideológica, política, económica y social, ese espíritu democrático necesita recuperar un espacio neutral de consensos básicos, que sería más fácil de construir si contara con una buena tarea de mediación que, primero, garantice la convivencia.

En ese panorama, Estados Unidos es un elemento especialmente irritante a mantener a raya, para facilitar consensos, retomar el diálogo político, pacificar la sociedad y, finalmente, regularizar el funcionamiento básico de la economía y dar certidumbre al país. Lo mismo vale para Cuba.

El protagonismo, ante esta emergencia, corresponde naturalmente a los otros actores de la región.

Los presidentes de América Latina deben anteponer el bien común –hoy seriamente afectado- y redireccionar la energía que ya pusieron en asumir posiciones particulares. Detrás de la denuncia de atropellos, de las invocaciones al diálogo y de una cerrada defensa de la democracia y los derechos humanos, resulta indispensable garantizar un camino regional de salida a la crisis.

De lo contrario, la solución vendrá de la mano de otros.


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