El Mercosur y la Unión Europea (UE) exploran en estos días una nueva ruta que los lleve definitivamente al acuerdo comercial que persiguen hace casi dos décadas, y lo hacen exhibiendo una voluntad política pocas veces vista desde entonces.
Pero como le ocurrió a Cristóbal Colón al unir a los dos continentes, en su caso gracias a los vientos alisios, los frutos de esa navegación dependen primero de las “condiciones atmosféricas”. Y si fuesen propicias, queda todavía determinar con precisión a qué puerto se pretende llegar.
La metáfora vale para las negociaciones Mercosur-UE, relanzadas tras la última reunión de cancilleres del bloque en Buenos Aires, en el contexto de un clima alterado por las amenazas proteccionistas de Estados Unidos y otros factores asociados.
Y cabe una anécdota personal. Hace 13 años, en 2004, presidía la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de Diputados de la Nación, cuando el entonces representante de la UE en Argentina, el griego Angelo Pankratis, me solicitó una reunión urgente, “ante la inminencia del comienzo de la negociación UE-Mercosur”.
A la mañana siguiente iniciamos una ronda de consultas con legisladores, funcionarios y embajadores de los países miembros de la UE y el Mercosur. El tiempo fue pasando y pasando… Y así transcurrieron 14 años sin definiciones, hasta hoy.
Hoy, como entonces, no basta la voluntad política, es preciso también contar con condiciones atmosféricas propicias y una buena brújula.
“El acuerdo esta mas cerca que núnca”, resumió días atrás el Presidente del gobierno español, Mariano Rajoy y sus colegas del Mercosur reafirmaron la voluntad política de corresponder ese renovado interés europeo, y la apuesta por un bloque “dinámico, abierto al mundo”, que retome la senda de crecimiento y desarrollo esquiva durante los últimos años.
El envío por parte de la Unión Europea de una misión negociadora a Buenos Aires, en marzo, confirma que si bien el Brexit y la llegada del proteccionista Donald J. Trump a la Casa Blanca presagian nuevas barreras comerciales, otra parte del mundo planifica abrir nuevas rutas y tender nuevos puentes.
Pero como hemos explicado otras veces, el Mercosur y América Latina en general deben considerar estas oportunidades con mucho cuidado. Las ventajas de ampliar el intercambio comercial con grandes bloques no pueden terminar neutralizadas o, peor, minimizadas por las concesiones que deban realizarse. El precio de ganar nuevos socios no puede consistir en el debilitamiento de nuestra base productiva y empleo nacional.
Aires de cambio
Lo cierto es que la nueva política comercial proclamada por Donald Trump sólo profundiza una tendencia incipiente de la principal economía del mundo que exhibe, hasta hoy, aranceles comerciales promedio bajos (9%, según la OMM), pero que desde la crisis de 2008 adoptó más de un millar de medidas discriminatorias frente a la producción de sus competidores, incluyendo rescates y subsidios.
El agresivo discurso proteccionista de Trump (“comprar lo nuestro, emplear a los nuestros”) se tradujo en la retirada estadounidense del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TTP), que habría de reunir el 30% del comercio global, y en la suspensión de las negociaciones de otro muy similar con la Unión Europea (el Transatlántico para el Comercio y la Inversión o TTIP).
Aunque sigue siendo un enigma si Trump llegará tan lejos como amenazó respecto de China y México, la sola idea de imponer aranceles a sus productos se funde en una “tormenta perfecta” con el Brexit en desarrollo y el crecimiento de partidos anti europeístas en la UE.
Otro factor determinante de esa nueva atmósfera es China, que es la segunda economía mundial pero cuenta todavía, desde 2001, con las ventajas arancelarias de ser considerada un “país en desarrollo” por la Organización Mundial de Comercio (OMM).
China, que cuadriplica en población a Estados Unidos pero cuyos ingresos per cápita no superan la cuarta parte del norteamericano, confrontó el relato proteccionista de Trump reivindicando el libre comercio, inusual para un gobierno de Pekín hace sólo unos años. Volviendo a Europa, subrayemos que la Unión Europea no ha celebrado un tratado de libre comercio con China…
A buen puerto
La UE atraviesa sus propias conmociones, a tal punto que sus líderes debaten un régimen de “dos velocidades” que permita a Alemania, Francia y otras potencias del bloque avanzar más rápido que el resto de los 28, en este contexto mundial más volátil.
Cuando se firmó el CETA, el premier canadiense, Justin Trudeau, aseguró: “El Tratado es bueno para las pequeñas empresas y para los consumidores, para la clase media y para los trabajadores”. Estaba respondiendo a la inquietud expresada –políticamente- en el voto en contra del CETA de nada menos que un tercio del Parlamento Europeo y más de tres millones de firmas reunidas por los opositores.
Ahora, urgida por la nueva realidad, la Unión Europea puede flexibilizar las exigencias demandadas al Mercosur -sobre todo a instancia de Francia- en el rubro agrícola, pero el bloque deberá seguir atento a otras condiciones que puedan impactar negativamente en nuestros países.
En esa lista se inscriben la regulación de inversiones, capitales y patentes, una flexibilización laboral, normas ambientales y condiciones para las compras gubernamentales, todo en el contexto de la asimetría de fuerzas y posibilidades que persiste entre las grandes corporaciones europeas y el vulnerable tejido productivo de Argentina y el resto de sus socios.
Los 28 países de la UE, con 500 millones de habitantes, representan el 23,8% del PBI global y el 15% del comercio mundial. El Mercosur, que le destina a la UE un tercio de sus exportaciones, ofrece un mercado de 275 millones (el 70% de Sudamérica).
El desafío es mejorar el intercambio sin condenarnos a una economía primaria, agroexportadora y de servicios. Una apertura, si necesaria, no puede ser indiscriminada: ésa es la enseñanza de los 70 y los 90. Y es el temor que vuelve a invadirnos ahora.
Se trata de aumentar la producción regional de valor agregado con nuevas inversiones y nuevos mercados, en lugar de primarizarla, concentrarla o, incluso, extinguirla. A su vez, resulta estratégico privilegiar el mercado laboral, que puede transformarse pero no achicarse.
Cerrar este acuerdo, como ocurre con todos los acuerdos, no es bueno ni malo en sí mismo. Será bueno si se erige en una herramienta de crecimiento simétrico para las dos partes.
Con la voluntad política renovada en ambas márgenes del Atlántico y con una atmósfera global que invita a reconsiderar algunas posturas, nuestros negociadores pueden llegar a buen puerto.
Pero esta vez, a diferencia de Colón, cinco siglos después, es importante que sepamos bien a dónde queremos llegar.
Por Jorge Argüello, publicado 27/04/2017 en El Cronista.