Hace unos años, cuando lo peor de la crisis financiera global de 2008 ya había amainado, en parte gracias a las respuestas coordinadas por el Grupo de los 20 países desarrollados y emergentes (G20), comenzó a imponerse la idea de que el mundo entraba más bien en una era de G-0, un trabado empate sin ganador a la vista entre las grandes potencias mundiales del nuevo siglo.
Esa conclusión se acomodaba especialmente a la perspectiva estadounidense, como la del politólogo que acuñó el término G-0, Ian Bremmer, quien sentenciaba la pérdida de liderazgo e influencia de Washington en la agenda global, pero observaba que ninguna otra potencia podía o quería tomar esa posta para fundar un nuevo orden.
La ruidosa ofensiva de la Administración Trump contra pilares del multilateralismo como el sistema de comercio, los pactos ambientales y hasta las Naciones Unidas, blandiendo el “America First”, justo cuando se puso en duda la hegemonía del dólar como moneda, acentuó esa lectura de un G-0, hasta la reciente cumbre del G20.
En efecto, esa atractiva noción del G-0 desmerece una realidad histórica, corroborada en Buenos Aires: todas las “Gs”, desde el G7 que creó el propio Estados Unidos con sus aliados principales, hasta el G20 que desde 1999 sumó a emergentes como China, India o Brasil, implican un piso de consenso, de coordinación y de respeto por unas reglas.
Sin contar la firma del nuevo TLC entre Estados Unidos, México y Canadá o la festejada tregua comercial entre Washington y Beijing, la cumbre de Buenos Aires reafirmó amplios consensos globales en distintas áreas, incluso la de medio ambiente.
Que Washington se haya excluido de algunos nos deja, de todos modos, con amplios acuerdos en un virtual G-19, de por sí muy significativo si se lo mide en PIB o población. Argentina y toda América Latina deberían tomar nota de ello.
Más allá de lo efectista de la expresión, tampoco es ajustado hablar de un G-2 de Estados Unidos y China. Como potencia desafiada y potencia en ascenso, ambas no discuten consensos sino treguas y ventajas, y a diferencia de la Guerra Fría esta rivalidad se da en un mundo globalizado y más fragmentado, en el que los territorios son menos decisivos para la geopolítica.
El fotograma del G20 de Buenos Aires se integró en una película que empezó con la fundación del así llamado “orden liberal” de posguerra, bajo impronta occidental y garantía estadounidense, y transcurre dibujando ahora mismo una transición hacia otro orden posible, cuyas características desconocemos.
El secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo, señaló en estos días que la Administración Trump “está construyendo un nuevo orden liberal”. Esa definición, más allá de las movidas aislacionistas del presidente norteamericano, denota que el problema para Estados Unidos no es el G-0, ni el orden que alumbre esta transición, sino quién lo lidere. Y allí asoma, el capitalismo “iliberal” de China, que compite sin necesidad de apegarse a las formas democráticas occidentales.
Como parte de este “orden transicional”, el propio G7 ya no será necesariamente la cabina de piloto automático del G20: Estados Unidos y la Unión Europea, incluso Japón, tendrán sus diferencias y buscarán alianzas más allá del grupo que alguna vez fue monolítico y hoy tiene enfrente a coaliciones emergentes como los BRICS.
Del mismo modo que Estados Unidos logró en Buenos Aires impedir una condena del proteccionismo comercial o volvió a rechazar el Acuerdo de París sobre calentamiento global, deben valorarse los acuerdos de los otros 19. Sin dejar de mencionar el consenso total de los veinte en otros asuntos de importancia.
Ni euforia ni derrotismo: hay que recordar que desde la crisis de 2008 los líderes del G20 acuerdan decisiones, que cada país implementa, incluyendo la Argentina, pero que este foro nunca fue un grupo ejecutivo, sino una instancia de consensos sistémicos ¿Larga vida al G20? No lo sabemos, pero por ahora se ha mostrado como una alternativa eficiente, tanto para mantener grandes consensos globales como para obligar a la potencia rebelde de turno a seguir sentada en la mesa, a moderar algunas posiciones, a aprovechar una cumbre para negociar acuerdos bilaterales de impacto mundial y hasta reconsiderar la idea de un “nuevo orden”, que difícilmente sea otra vez a su medida.
Por Jorge Argüello, publicado el 14/12/2018 en Clarín.