Quizá este momento de la relación bilateral, que cumple 200 años, con las muchas afinidades y también con diferencias y matices, nos provea del balance adecuado, sin necesidad de alineamientos que, por otra parte, nadie nos ha reclamado.
La historia es sabia. Puede tener altibajos en su devenir, pero siempre termina por asumir el sentido que mejor la explica y contiene. Con el tiempo, las condiciones subyacentes fundamentales, trascendentes, acaban imponiéndose a las coyunturas. Es el marco en el que interpreto los 200 años de relación bilateral entre la Argentina y los Estados Unidos. El aniversario nos encuentra en el lugar en el que tenemos que estar. Y estoy muy orgulloso de haber trabajado para eso.
En el transcurso de dos siglos, el escenario internacional se modificó desde los primeros años poscoloniales hasta la actualidad, incluyendo dos Guerras Mundiales y una Guerra Fría. Nuestros intereses han sido tanto competitivos como complementarios. Los valores, en distintas coyunturas, han sido más próximos o más distantes.
La desintegración de la Unión Soviética dio lugar a una coincidencia inédita de esos tres elementos: tanto el escenario internacional (cuyo clima de época fue “El fin de la Historia y el Último Hombre ”, de Francis Fukuyama), como la voluntad de Estados Unidos de ampliar las fronteras de los valores neoliberales y de la Argentina de integrarse profundamente a ellos, culminaron en un alineamiento de intereses argentinos con los de Estados Unidos de manera cuasi irrestricta y acrítica.
Abandonado en la Argentina unos años antes, aquel paradigma neoliberal fue sacudido a escala global por la crisis económica y financiera internacional del 2008. Allí es cuando la relación bilateral comienza a entrelazarse con mi propia experiencia como Embajador.
Mi primer período como Embajador en Washington tuvo lugar entre 2011 y 2013, pero no fue el primero en Estados Unidos, porque durante los 4 años y medio previos fui Representante Argentino ante las Naciones Unidas, en Nueva York.
Pude ser testigo allí de cómo la crisis no sólo modificó los parámetros de la intervención del Estado en la economía de los países desarrollados, sino que, simultáneamente, dio lugar a la irrupción de los países emergentes en la gobernanza global, entre otros cambios con la elevación de las reuniones del G20 al nivel de Jefes de Estado, en noviembre de 2008.
Tras casi duplicar su PBI entre 2003 y 2011, la economía argentina comenzó a evidenciar debilidades en el mismo momento en que se agudizaba el reclamo de los fondos buitre, un enemigo formidable que jamás había perdido una batalla.
La Argentina había reestructurado exitosamente su deuda en dos canjes (2005 y 2010) con un alcance del 93%, pero un grupo de fondos con sede en Estados Unidos había adquirido un porcentaje pequeño de esos títulos con el fin de obtener ganancias extraordinarias, vía judicialización, ante una Corte de Nueva York. En el año 2012, un juez y una Corte de Apelaciones fallaron a favor de los reclamantes.
En un entorno más desafiante, Estados Unidos mantenía entonces un activo y decisivo internacionalismo con fundamento en su aún indisputado rol de potencia hegemónica global. Nuestro país, que se había recuperado de la crisis más profunda de la época contemporánea tras una década de aplicación irreflexiva de las políticas recomendadas por el llamado “consenso de Washington”, lidiaba con esa asertiva posición estadounidense, produciéndose rispideces naturales, e intensas. En pocos años habíamos pasado de un extremo del péndulo a su extremo opuesto.
Para un país con la historia de la Argentina, con la implicancia que tiene cíclicamente el peso de la deuda externa, el asunto era extremadamente trascendente. La deuda argentina y la intransigencia de los fondos buitre se convirtieron, así, en el centro casi excluyente de mi trabajo por aquellos años, con poco espacio para el entendimiento.
Siete años más tarde tuve el honor de retomar la posición de Embajador de la Argentina en Washington, en los albores de la pandemia de Covid-19. Aún en ese inédito contexto, en el último año de la administración republicana, el cambio en la atmósfera se hizo palpable: ambos países desplegábamos una voluntad desmalezada de prejuicios.
En lo que hace al escenario y la posición de Estados Unidos, se iniciaba la competencia estratégica entre grandes dos potencias. En aquel momento de ensimismamiento de la administración Trump, escéptico y alejado de los foros multilaterales, hubo sí lugar para una pragmática conversación bilateral con la Argentina, basada en intereses concretos. Ante la necesidad de reestructurar nuevamente la deuda argentina, en ese 2020 pudimos alcanzar un acuerdo con los acreedores privados y comenzamos el diálogo con el FMI acompañados por una constructiva posición estadounidense.
A partir del año 2021, la relación bilateral recibió un impulso adicional al asumir el presidente Joseph Biden. Estados Unidos volvió a los foros internacionales buscando recuperar su liderazgo en la relación con socios y aliados.
Para la Argentina, con un liderazgo regional consolidado e interlocución con gobiernos de distinto color político, ello significó participar de diversas iniciativas plurilaterales a invitación del presidente Biden en los principales asuntos de la agenda global global, como el cambio climático, las pandemias, la democracia o los derechos humanos.
Alcanzamos en 2022 un acuerdo con el FMI con el respaldo del gobierno estadounidense y concretamos múltiples visitas bilaterales del más alto nivel, a través de las cuales logramos expandir y profundizar la cooperación en diversas áreas, incluyendo comercio e inversiones, trabajo, salud, género y diversidad, nuclear, defensa, entre otras.
Quizá este momento de la relación bilateral, con las muchas afinidades y también con diferencias y matices, nos provea del balance adecuado de un período en que la disposición para el mutuo entendimiento y la buena voluntad se verifica, en ambos países, tanto en el gobierno como en la oposición, sin necesidad de alineamientos que, por otra parte, nadie nos ha reclamado.
Hemos adquirido la capacidad de dialogar con honestidad acerca de lo que disentimos y de procesar nuestras diferencias. En fin, parafraseando a Borges, de tomar “la extraña resolución de ser razonables”.
Pero, especialmente, consolidamos una profunda convicción acerca de la utilidad común de construir confianza, puesto que los desafíos actuales interpelan la capacidad de los sistemas democráticos nacionales -y de la coordinación internacional- para dar respuesta a las necesidades y demandas de nuestras sociedades.
En la fibra de la relación Argentina-Estados Unidos hay elementos subyacentes, trascendentes, que nos vinculan, inexorablemente, desde el origen. En ambas tierras la concepción del poder independiente nació desde abajo para enfrentar al poder desde arriba. Se diseñó ese poder distribuido, en lugar de concentrado y se construyó deliberativo, en oposición a dictatorial. Y, fundamentalmente, además, se decidió que residiría en el pueblo, sin mediación de derechos de nacimiento, de herencia o de títulos a perpetuidad. La convergencia es, así, un desenlace ineludible.
Las ideas de libertad, igualdad y progreso que nos alumbraron como naciones están en juego. La historia nos encuentra, 200 años después, y mas allá de las coyunturas, caminando en esa misma dirección.
Publicado el 27/01/2023 en Clarín por Jorge Argüello
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