ATENAS – Este mes, hace dos décadas, la moneda común europea se convirtió en una realidad tangible con el lanzamiento de los billetes y monedas del euro. Para celebrar la ocasión, los ministros de finanzas de la eurozona hicieron una declaración conjunta que calificó a esta divisa como “uno de los logros concretos de la integración europea”. De hecho, el euro no hizo nada para promover dicha integración. Más bien lo contrario.
El principal propósito del euro sería facilitar la integración mediante la eliminación de los costes de las conversiones de divisas y, lo que es más importante, el riesgo de sufrir devaluaciones desestabilizadoras. Se les prometió a los europeos que fomentaría el comercio transfronterizo. Los estándares de vida convergerían. El ciclo de negocios se reduciría, trayendo una mayor estabilidad de precios. Y la inversión dentro de la eurozona generaría un mayor crecimiento general y un crecimiento convergente entre los países miembros. En pocas palabras, el euro sustentaría la germanización benigna de Europa.
Veinte años después, ninguna de estas promesas se ha cumplido. Desde la formación de la eurozona, el crecimiento en su interior fue de 10%, mucho menor que el aumento del 30% del comercio global y, lo que resulta más significativo, que el aumento del 63% en el comercio entre Alemania y un trío de países de la Unión Europea que no adoptaron el euro: Polonia, Hungría y la República Checa.
Lo mismo ocurrió con las inversiones productivas. Una inmensa ola de préstamos procedentes de Alemania y Francia se derramó sobre países como Grecia, Irlanda, Portugal y España, causando las bancarrotas secuenciales que estuvieron al centro de la crisis del euro de hace una década. Pero la mayor parte de la inversión extranjera directa fue de países como Alemania a la parte de la UE que optó por no adoptar el euro. Así, mientras la inversión y la productividad divergían al interior de la eurozona, se iba logando la convergencia con los países que permanecían afuera.
En cuanto a los ingresos, en 1995, de cada 100 € (114 USD) que un alemán promedio ganaba, el checo promedio ganaba 17 €, el griego promedio 42 € y el portugués promedio 37 €. De los tres, solo el checo no podía retirar euros desde un cajero automático después de 2001. Y, sin embargo, en 2020 su ingreso convergía hacia el ingreso alemán promedio de 100 € por unos impresionantes 24 €, en comparación con los apenas 3 € y 9 € de sus contrapartes griega y portuguesa, respectivamente.
Las preguntas clave no son por qué el euro no trajo convergencia, sino más bien por qué se supuso que lo haría. Si vemos tres pares de países bien integrados podemos llegar a útiles conclusiones: Suecia y Noruega, Australia y Nueva Zelanda, y Estados Unidos y Canadá. La integración estrecha de ellos creció –y nunca fue cuestionada- porque evitaron la unión monetaria.
Para apreciar el papel que la independencia monetaria jugó para mantener estrechamente alineadas sus economías, veamos sus tasas de inflación. Desde 1979, esta ha sido similar (en términos generales) en Suecia y Noruega, en Australia y Nueva Zelanda, y en EE.UU. y Canadá. Y, no obstante, durante el mismo periodo sus tipos de cambio bilateral fluctuaron mucho, actuando como amortiguadores durante recesiones asimétricas y crisis bancarias y ayudando a mantener en línea sus economías integradas.
Algo parecido ocurrió en la UE entre Alemania, la principal economía de la eurozona y la Polonia sin euro: cuando se creó a moneda comunitaria el zloty polaco se depreció en un 27%. Luego, tras 2004 se apreció en un 50% antes de caer nuevamente en un 30% durante la crisis financiera de 2008. Como resultado, Polonia se evitó tanto el crecimiento impulsado por la deuda externa que caracterizó a estados miembro como Grecia, España, Irlanda y Chipre, como la recesión masiva en plena crisis del euro. ¿Es de sorprender que ninguna economía de la UE haya convergido de manera más notable que la de estos dos países?
Mirando en retrospectiva, fue como si el euro se hubiera diseñado para causar el máximo de divergencia. En efecto, los europeos crearon un banco central en común que carecía de un estado común que lo respalde, mientras al mismo tiempo permitía a nuestros estados seguir adelante sin contar con un banco central que los respalde en tiempos de crisis financieras, cuando los estados deben rescatar a los bancos que operan en su territorio.
En los buenos tiempos, los préstamos transfronterizos crearon deudas insostenibles. Y entonces, al primer signo de trastornos financieros (sea una crisis de deuda pública o privada), la suerte ya estaba echada: un espasmo por toda la eurozona cuyo resultado inevitable fue una aguda divergencia e inmensos desequilibrios nuevos.
En términos legos, los europeos se parecían a un desventurado dueño de coche que, en su intento por evitar el balanceo en las esquinas, quita los amortiguadores y conduce directo a un profundo pozo. La razón por la que países como Polonia, Nueva Zelanda y Canadá capearan las crisis globales sin quedar a la zaga (o, peor, ceder soberanía a sus pares de dupla más fuertes, Alemania, Australia y EE.UU.) es precisamente porque se resistieron a una unión monetaria con ellos. Si hubieran sucumbido a la tentación, las crisis de 1991, 2001, 2008 o 2020 los habrían convertidos en colonias deudoras.
Algunos argumentan que Europa ha aprendido su lección. Después de todo, en respuesta a la crisis del euro y la pandemia, la eurozona se ha reforzado con nuevas instituciones como el Mecanismo Europeo de Estabilidad (un fondo de rescate común), un sistema de supervisión común para los bancos europeos y el fondo de recuperación Next Generation EU.
Sin duda, se trata de grandes cambios, pero constituyen el mínimo necesario para mantener el euro a flote sin cambiar su carácter. Al ponerlos en práctica, la UE confirmó que está dispuesta a cambiarlo todo con tal de que todo siga igual o, más precisamente, para impedir específicamente la creación de una unión fiscal y política adecuada, que es el requisito para manejar shocks macroeconómicos y eliminar los desequilibrios regionales.
A veinte años de su creación, el euro sigue siendo una construcción que impulsa la divergencia en vez de producir convergencia. Hasta hace poco, esto inspiraba debates acalorados, lo que mantenía en pie la esperanza de que Europa estaba consciente de las fuerzas centrífugas que amenazan sus cimientos.
Ya no es así. Cuando los ministros de finanzas de la eurozona manifestaron su respaldo conjunto a la moneda común, algo notable ocurrió: Nada. Nadie se unió a las celebraciones. Nadie ni siquiera se molestó en expresar su disenso. Una apatía que no presagia nada bueno para una unión presa de una creciente desigualdad y un populismo xenofóbico.
Publicado el 26/01/2022 por Yanis Varoufakis en Project Syndicate