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“Desigualdad y competencia entre naciones”, por Branko Milanovic

  • Foto del escritor: Embajada Abierta
    Embajada Abierta
  • 22 may
  • 5 Min. de lectura

En un excelente artículo reciente, “War and International politics”. John Mearsheimer presenta una versión sucinta de la teoría realista de las relaciones internacionales, aplicada al mundo multipolar actual. Se centra en la existencia inevitable de la guerra debido a la forma en que está estructurado el sistema internacional: se trata de una anarquía en la que ningún país disfruta de un monopolio de poder similar al que tiene el Estado en la política nacional y, por tanto, no hay nadie que haga cumplir las normas. 


Mearsheimer reprocha a los pensadores liberales su ingenuidad al creer (en la década de 1990) que las guerras acabarían y que la política de las grandes potencias quedaría obsoleta (una ingenuidad similar también fue ridiculizada por Karl Polanyi en La gran transformación). Lo explica, en parte, por el hecho de que muchos pensadores liberales alcanzaron la mayoría de edad intelectual durante el momento unipolar, cuando se podían entretener tales sueños, con escasa relación con las realidades históricas.


De paso, Mearsheimer hace una observación que es extremadamente importante para los economistas. Escribe:


Los economistas convencionales pueden centrarse en facilitar la competencia económica dentro de un sistema mundial fundamentalmente cooperativo porque apenas prestan atención a cómo piensan los Estados sobre la supervivencia en la anarquía internacional, en la que la guerra siempre es una posibilidad. Así, conceptos como la competencia por la seguridad y el equilibrio de poder, de importancia fundamental para el estudio de la política internacional, no tienen cabida en la economía convencional... Además, los economistas tienden a privilegiar las ganancias absolutas de un Estado, no sus ganancias relativas, lo que equivale a decir que ignoran en gran medida el equilibrio de poder.


La incapacidad de los economistas para discutir significativamente las actuales relaciones económicas internacionales se ha vuelto dolorosamente obvia en sus, a veces patéticos, intentos de enseñar a los líderes estadounidenses “101 lecciones de Economía” sin darse cuenta de que los líderes estadounidenses, tanto bajo Trump I y II como bajo Biden, no estaban involucrados en una política para mejorar la posición de los consumidores o trabajadores estadounidenses, sino para frenar el ascenso de China y mantener la posición hegemónica global estadounidense.


Esta incapacidad para comprometerse con la realidad surge de una posición metodológica extremadamente reduccionista en la que el bienestar de uno es función únicamente de sus propios ingresos absolutos. Con este supuesto, resulta totalmente incomprensible que alguien (en este caso, un país: EEUU) se involucre en una guerra arancelaria y aplique otras políticas que reducen el bienestar de sus propios ciudadanos (al tiempo que reducen también el de China y del mundo).


Una política que no sólo implica un juego de suma negativa, sino que está diseñada para ser una política de perder-perder (lose-lose), es decir, para hacer que tanto el impulsor como el blanco de esa política salgan peor parados en términos económicos, no tiene ningún sentido para esos economistas.


Pero en el mundo real sí tiene sentido. Los economistas simplistas no pueden comprenderlo porque su caja de herramientas metodológica es defectuosa y obsoleta: no tiene en cuenta las relatividades, es decir, la importancia, el placer o la utilidad que como individuos, y más aún los países y sus élites dirigentes, obtenemos de ser más ricos o más poderosos que otros. 


Si añadieran otro argumento en sus funciones de utilidad, la relatividad, ya sea de la renta propia con respecto a la de otra persona o del propio país frente a otra potencia, tendrían que decir algo con sentido. Se reducen a la repetición interminable de trivialidades. 


El poder no es sólo que mi bienestar sea grande; el poder es que mi bienestar sea mayor que el del otro. Mi renta absoluta puede ser menor que en un Estado alternativo del mundo, pero si la diferencia entre nuestras dos rentas es mayor (y en mi beneficio), puede que la prefiera a la alternativa.


La política económica de “perder-perder” es exactamente la que persigue el gobierno estadounidense. El requisito de seguridad nacional, tal y como lo ve la élite política estadounidense, es que los costes impuestos a China (en términos de menor ritmo de crecimiento, retraso en el desarrollo tecnológico, etcétera) sean mayores que los costes equivalentes para Estados Unidos. 


Un reciente artículo en Foreign Affairs cita una serie de escenarios realizados por el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de Washington que concluyen en casi todos los casos que la política de perder-perder es más perjudicial para China que para EEUU. A una conclusión similar llegó un think tank de Beijing: la pérdida de PIB para China sería tres veces mayor que para EEUU.


Cabe dudar de que la política vaya a producir ese resultado. Por tanto, el debate legítimo entre economistas y politólogos debería centrarse en si la política de perder-perder mejoraría la posición relativa de EEUU o la empeoraría. 


Se podría, por ejemplo, argumentar esto último observando que el intento de EEUU de restringir los canales de transmisión de alta tecnología a China parece haber llevado a China, perversamente desde el punto de vista estadounidense, a redoblar sus fuentes internas de desarrollo de alta tecnología y, por tanto, no a ralentizar, sino a acelerar la recuperación china. 


También podría decirse que, bajo presión, China podría diversificar sus fuentes de suministro y hacerse más resistente a los shocks a largo plazo; o hacer esfuerzos más serios para aumentar el consumo interno. Son temas de debate legítimos y significativos. Pero la política de perder-perder debe tomarse como punto de partida.


Biden y Trump se dedican a una política que visto desde fuera, y mediante la evaluación en los términos en que la política se presenta al público (“mejorar la posición del trabajador estadounidense”, “traer de vuelta los puestos de trabajo a los EEUU”) es poco probable que traiga los resultados esperados. 


Ambos defienden la política alegando que está impulsada por el interés económico de algunos segmentos de la población estadounidense, pero ni Biden ni Trump podrían decir francamente que la política es en realidad totalmente indiferente a los intereses de los trabajadores y consumidores estadounidenses -está incluso dispuesta a sacrificarlos- y está motivada principalmente por el deseo de perjudicar más a China que a EEUU.


Los comentaristas critican así algo que es irrelevante, que no es el verdadero objetivo de la política y esto les hace parecer tontos. Creen que impartiendo lecciones de economía elemental demuestran lo equivocadas que están las élites gobernantes, cuando en realidad simplemente revelan la inadecuación de su propio aparato metodológico.


Este enfoque extremadamente reduccionista de la economía neoclásica y posteriormente neoliberal no muestra su inadecuación sólo en este caso. La razón por la que la insuficiencia señalada por Mearsheimer atrajo mi atención es porque es paralela a la insuficiencia que muestran los economistas de la corriente dominante en materia de comprensión y estudio de la desigualdad. 

La cuestión es la misma: si se supone que el único argumento de la función de utilidad de una persona es su nivel de ingresos, y que las relatividades (es decir, su posición frente a los demás) no importan, entonces la desigualdad, que por definición trata de relatividades, quedará excluida de cualquier estudio serio por parte de los economistas o quedará relegada, como ocurría en los famosos libros de texto, a las notas a pie de página y a los anexos. 

Si la economía, además, imagina que las clases sociales no existen, la desigualdad será doblemente ignorada. Esta ignorancia voluntaria no era, como argumenté en el Capítulo VIII de “Miradas sobre la desigualdad”, una anomalía de la economía neoclásica. Está profundamente arraigada en la metodología y, mientras no se empuje a la economía dominante a salir de su visión reduccionista de la naturaleza humana y del olvido de las clases, no tendrá casi nada significativo que decir sobre las desigualdades dentro de las sociedades, ni sobre la economía internacional cuando las grandes potencias utilizan herramientas económicas para debilitarse mutuamente.


Publicado el 19 de mayo de 2025 en Global Inequality and More 3.0. Texto original aquí




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