MADRID –Durante este año de pandemia, una palabra se ha repetido hasta la saciedad en el debate público: “resiliencia”. El concepto suele interpretarse como antónimo de “fragilidad”. Ciertamente, para muchas familias y empresas, la resiliencia es lo máximo a lo que se puede aspirar en estos tiempos aciagos. ¿Qué más podemos pedir la mayoría de nosotros que salir relativamente airosos del temporal? Pero el verdadero antónimo de “fragilidad” es otro. Como meta colectiva, a la resiliencia le falta ambición. Es deseable y viable ir incluso más allá.
En Antifrágil, una obra publicada en 2012, Nassim Nicholas Taleb define de este modo el neologismo que concibió: “La antifragilidad es más que resiliencia o robustez. Lo resiliente aguanta los choques y sigue igual; lo antifrágil mejora”. El concepto recuerda al popular aforismo que acuñó en su día el filósofo alemán Friedrich Nietzsche: “Lo que no me mata, me hace más fuerte”. Ante el tremendo sufrimiento provocado por la COVID-19 y las numerosísimas vidas que se ha cobrado, sacar esta frase a colación puede parecer frívolo e indecoroso. Sin embargo, su aplicabilidad a algunos contextos está fuera de toda duda.
Por ejemplo, nuestros sistemas inmunológicos operan de acuerdo con este patrón, que es precisamente en el que se basan las vacunas: a partir de un agente infeccioso, estimulan la generación de anticuerpos. En el ámbito de las políticas públicas, parece razonable esperar que nuestros sistemas sanitarios salgan reforzados del riguroso test de estrés al que están siendo sometidos, de manera que consigan atraer más recursos y hacer un mejor uso de los mismos. Por otra parte, más allá de las fronteras estatales, la máxima de Nietzsche resuena en ciertas estructuras de gobernanza multinivel, como la Unión Europea.
Históricamente, el proyecto de integración europea se ha forjado golpe a golpe. La mayoría de tropiezos han devenido lecciones aprendidas. Recordemos que, antes de la pandemia, la UE venía encadenando ya una serie de crisis calificadas de existenciales. Primero, la Gran Recesión y la crisis del euro. Más tarde, la crisis migratoria. Acto seguido, el Brexit. La UE no solo sobrevivió a esta década convulsa, sino que lo hizo como mejor sabe: profundizando en su integración.
Así es como debe responder la UE a la crisis de la COVID-19, en la que seguiremos inmersos un largo tiempo. El pasado año nos dejó indicios halagüeños a los que aferrarnos. Aunque las insuficiencias de la Unión han quedado patentes y su gestión ha sido muy mejorable, no es menos cierto que algunos importantes tabús se han roto. Cuando se declaró la pandemia, pocos hubieran adivinado que la UE acordaría la emisión de deuda conjunta a gran escala, así como la transferencia de recursos a Estados miembros en forma de subsidios a fondo perdido.
La COVID-19 ha puesto de manifiesto con crudeza la necesidad de crear más salvaguardas. Lo comprobamos a inicios de la pandemia, ante la escasez de material sanitario esencial y la brecha que se abrió en la solidaridad intraeuropea. También lo estamos experimentando ahora, ante las dificultades que atraviesa nuestro plan conjunto de vacunación, lastrado en parte por problemas de abastecimiento. Si bien podemos presumir de financiar con éxito el desarrollo de la vacuna Pfizer/BioNTech (la empresa alemana BioNTech, fundada por una pareja de origen turco, recibió cuantiosos fondos europeos), nos ha faltado asertividad en otras fases del proceso. Establecer una “Unión Europea de la salud” nos ayudará a corregir estos déficits y mitigar futuros riesgos.
Son muchas las áreas donde resulta pertinente implementar esta lógica. En materia de seguridad y defensa, ya se han puesto en marcha iniciativas que ahondan en ella, como la Cooperación Estructurada Permanente (PESCO). Tras la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, hay quienes se han reafirmado en su opinión de que este enfoque corre el riesgo de entorpecer innecesariamente la cooperación con Estados Unidos, especialmente en el marco de la OTAN. No obstante, apuntalar nuestras capacidades defensivas propias —convirtiéndonos así en un aliado más fiable y menos dependiente— era indispensable antes de la elección de Donald Trump, y lo sigue siendo ahora. Los beneficios se percibirán a ambos lados del Atlántico.
Este mismo espíritu debe guiar nuestra manera de abordar la carrera tecnológica global, donde la UE está procurando remontar posiciones a base de intensificar sus esfuerzos en sectores críticos como la Inteligencia Artificial y los microchips. Otro tanto es aplicable al ámbito de la transición energética, donde deben explorarse iniciativas de desarrollo industrial que vayan en la línea de la Alianza Europea de Baterías. A nivel financiero, empiezan a atisbarse los cimientos de un mercado de capitales europeo. Y en el terreno comercial, nuestro margen de maniobra se vería ampliado si lográsemos dotar al euro de un papel más destacado en el sistema monetario internacional. Esto nos permitiría resguardarnos de las sanciones de efecto extraterritorial, que interfieren en nuestra actividad comercial amenazando con privarnos del acceso a sistemas financieros y divisas extranjeras.
Todos estos propósitos podrían resumirse en un concepto que lleva años asomando en círculos europeos: el de “autonomía estratégica”. Por desgracia, este término viene siendo objeto de malentendidos y desacuerdos. En aras de facilitar los consensos, tal vez convenga resaltar menos el término en sí, e incidir más claramente en los dos grandes axiomas que pretende sintetizar. Por un lado, es evidente que la cooperación multilateral representa el ADN del proyecto europeo, lo cual la hace irrenunciable como eje vehicular de su proyección exterior. Por otro, es igual de evidente que la UE debe tener la voluntad y la capacidad de fijar sus prioridades y desempeñarse de forma autosuficiente.
El fin último al que aspirar no es otro que regirnos por nuestras propias normas: ese es precisamente el sentido etimológico de la palabra “autonomía”. Conviene subrayar, por tanto, que nos hallaríamos ante una incomprensible paradoja si todo lo expuesto en párrafos anteriores derivase en prácticas diametralmente opuestas a dichas normas. La UE no ha de convertirse al proteccionismo, ni impulsar medidas que comporten un serio menoscabo de la libre competencia entre nuestras empresas. Además, reforzar nuestra seguridad de abastecimiento no siempre exige relocalizar los procesos productivos, sino que puede conseguirse mediante una mayor diversificación.
Una vez superemos la pandemia, la UE seguirá afrontando batallas de más largo recorrido. En juego está, entre otras cosas, nuestra supervivencia como actor político de primer orden. El declive demográfico europeo no contribuirá a ello, como tampoco lo hará la actual erosión del multilateralismo a escala global. Sin embargo, tenemos o estamos en disposición de tener suficientes activos materiales e inmateriales para asegurarnos un papel protagonista en el mundo, siempre y cuando utilicemos dichos activos de forma inteligente y cohesionada. Eso no pasará necesariamente por construir los “Estados Unidos de Europa”. Pero sí por persistir en nuestro afán de aprovechar cualquier conmoción para fortalecer nuestras defensas, inspirándonos así en el ideal de la antifragilidad.
Publicado el 23/03/2021 por Javier Solana en Project Syndicate
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