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LA PANDEMIA DEVUELVE LOS “PACTOS VERDES” AL PRIMER PLANO

El COVID-19, cuya veloz propagación se vio favorecida por los desequilibrios estructurales que soporta el planeta desde hace décadas, también le habla al mundo sobre el agotamiento de un modelo económico basado en la explotación de combustibles fósiles, con la consiguiente amenaza real de un calentamiento global que potencia las pandemias y un estrés al límite de los recursos que no distingue entre países ricos y empobrecidos.


Las organizaciones ambientalistas internacionales han recordado en estos días cómo las enfermedades infecciosas se vinculan con el calentamiento global y la destrucción de la biodiversidad. Por ejemplo, vectores como los mosquitos extienden sus territorios y propagan enfermedades infecciosas con más facilidad. A su vez, los inviernos son cada vez menos intensos y los virus pueden estar activo durante más tiempo.


Durante las últimas semanas, el freno de actividad económica sin precedentes en la era moderna bajó notablemente los niveles de emisiones de gases de efecto invernadero, sobre todo en los países más contaminantes, como China, pero dada la interconexión de las economías de todo el mundo es de esperar que la situación vuelva a complicarse cuando la producción, el intercambio comercial y el transporte retomen su ritmo pre COVID-19.


Pero mucho tiempo antes ya de la irrupción de esta pandemia, líderes de todo el mundo plantearon y desplegaron con mucho detalle desde el mundo desarrollado los llamados Pactos Verdes, que en pocas palabras se proponen cambiar las bases del desarrollo económico para hacerlo compatible con la salud del planeta.


Así, la Unión Europea (UE), lanzó su European Green Deal (Pacto Verde Europeo), para conservar, proteger y mejorar el “capital natural” comunitario, y proteger la salud y el bienestar de sus ciudadanos de los riesgos e impactos ambientales, todo ello con un espíritu “justo e inclusivo”.


Del otro la del Atlántico, en plena batalla electoral de 2020, los demócratas asumieron en su agenda el Green New Deal, inspirado en el ideario del New Deal (1933-39), el ambicioso plan con el que Estados Unidos reformó y logró relanzar su economía tras la Gran Depresión que siguió al crack financiero de 1929.


Estas dos grandes iniciativas, inspiradas en la Conferencia de Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible (UNCSD), o Río+20 de 2012 y fortalecidas por el histórico Acuerdo de París (2015) contra el cambio climático, merecen sin embargo llamados de atención desde los países en desarrollo.


El riesgo: la recreación de un neo “colonialismo verde”, que bajo nuevas reglas de explotación de recursos naturales mantenga la primacía del mundo desarrollado sobre los países que los proveen.


Y como telón de fondo, la emergencia ambiental: según los científicos del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) de la ONU, el mundo clama por una transición rápida y de gran alcance en los usos de la tierra, la producción y el consumo de energía, la industria, el transporte y las ciudades. Las emisiones netas de CO2 originadas en la actividad humana deberían reducirse 45% (respecto a 2010) antes de 2030, pero siguen en aumento.


DEL WELFARE AL GREENFARE


En febrero de 2020, la Comisión Europea (CE) definió oficialmente su European Green Deal (o Pacto Verde Europeo) como “una nueva estrategia de crecimiento, que apunta a transformar la UE en una sociedad próspera y justa, con una economía eficiente en el uso de sus recursos, pero competitiva”.


En su intención de reeditar el welfare state (estado de bienestar), que le dio a Europa liderazgo mundial, y transformarlo en un nuevo greenfare state (o bienestar verde), la meta comunitaria es “llegar a 2050 sin emisiones netas de gases de efecto invernadero, en el que el crecimiento económico se desacople de la explotación de recursos”.


“La UE tiene la capacidad colectiva de transformar su economía y su sociedad para ponerlas en un sendero sustentable”, sostienen los fundamentos del plan, que compromete “masivas inversiones públicas” pero también un esfuerzo del capital privado para integrarlo al cambio y despojarlo de prácticas no sustentables.


Los líderes europeos reconocen que su Pacto Verde no podrá ser alcanzado unilateralmente por la UE, considerando que se trata de un problema global que atraviesa las fronteras. En cambio, se inscribe el plan en la estrategia europea por cumplir las metas de la Agenda 2030 de desarrollo sustentable.

Bruselas asegura que ya comenzó a transformar sus economías, hacia la “neutralidad climática”. Entre 1990 y 2018, redujo las emisiones de gases 23%, aunque sus economías crecieron en promedio 61%. Aun así, las actuales políticas ambientales sólo reducirían las emisiones 60% en 2050, por lo que la UE se propone nuevas metas, de reducción de 50% para 2030 respecto de 1990.


RECUPERAR A ROOSEVELT


Estados Unidos, todavía la mayor potencia económica global, lleva largo tiempo escuchando planteos de reconversión sustentable de su estructura productiva.


Desde las campañas presidenciales de Barack Obama (2008) y Bernie Sanders (2016) hasta una iniciativa específica de la joven representante Alexandria Ocasio-Cortez le dieron un nuevo y gran impulso a la idea demócrata de recrear un nuevo Pacto Verde. Su costo: de hasta 16,3 billones de dólares, según Sanders.


El New Green Deal (Nuevo Pacto Verde), inspirado en las reformas económicas del New Deal liderado por el presidente Franklin D. Roosevelt (1933-45), propone otro cambio radical para Estados Unidos, que esta vez cumpla el doble fin de cooperar decisivamente en poner un freno al calentamiento global, mientras el Estado ayuda a crear empleo y reducir la desigualdad, como ocurrió tras la Gran Depresión.


“Green is the new red, white and blue”, resumió el articulista Thomas L. Friedman, al darle al desafío una entidad histórica de interés común para los estadounidenses.


La propuesta demócrata, sostenida en luchas que ambientalistas y científicos dieron durante décadas, pretende descarbonizar la economía estadounidense en 10 años y conseguir que Estados Unidos, el segundo mayor emisor de gases de efecto invernadero (detrás de China) logre alcanzar un nivel neto cero de emisiones.


La transición energética del Green New Deal aspira a un mix eléctrico 100% de origen renovable y de cero emisiones, con una gigantesca inversión fiscal que apoye acciones de eficiencia energética, inversiones en vehículos eléctricos, sistemas ferroviarios de alta velocidad, reducción de emisiones contaminantes en los diversos sectores o mejora, reparación y mantenimiento de infraestructuras.


El desafío, en resumen, es adaptar la industria, la agricultura y la construcción a nuevos patrones de consumo, pero de tal modo que semejante transformación de la matriz económica sea acompañada con cuantiosas ayudas del Estado, en forma de salarios mínimos y subvenciones de todo tipo, a quienes pierdan sus empleos, o no puedan pagar su vivienda ni su educación.


LA VOZ DEL RESTO


Frente a estos planes, el mundo subdesarrollado presiente que le están demandando un esfuerzo que llega cuando todavía brega por cerrar la enorme brecha de desarrollo con los países avanzados.


El mundo desarrollado, se puede argumentar, se decide a establecer los nuevos límites en la explotación de recursos ahora que ya se sirvieron de ellos lo suficiente para asegurar su dominio económico y tecnológico en los últimos dos siglos.


Desde 1970 a 2017, la extracción anual global de materias primas se triplicó y sigue creciendo, pese a los riesgos para el planeta. Casi la mitad del total de emisiones de gases y más del 90% de la biodiversidad pérdida, incluyendo el estrés hídrico, provinieron de la extracción y procesamiento de recursos, combustibles y alimentos.


Como reconoce la propia UE, si bien hay un significativo potencial en todo el mundo para desarrollar productos y servicios sustentables, con tecnologías bajas en emisiones de gases, con gran potencial para nuevas actividades y empleos, este cambio de matriz global avanza lento y su distribución geográfica y social es dispar.


En 2007, el entonces presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva exigió a los países desarrollados un compromiso mayor y más serio contra el cambio climático, con estas palabras: "No se le puede exigir a un pobre que no corte un árbol si lo precisa para comer".


En ese contexto, se incluyen el debate sobre antiguos proyectos hidroeléctricos en la Amazonía como una opción de la energía nuclear más apreciada en Europa.


“No podemos quedar a merced de los discursos de los países que ya deforestaron todo lo que tenían que deforestar, que ganaron todo lo que tenían que ganar, que ya están ricos y no quieren que seamos ricos”, razonó también Lula, en 2010.


Hoy, otras voces alertan sobre el riesgo de que, sin un cambio en las antiguas relaciones económicas globales establecidas desde la Revolución Industrial, que definieron Centros y Periferias, se recree un “colonialismo verde”, en perjuicio de regiones menos desarrolladas, de por sí golpeadas por el calentamiento global que aceleraron las más avanzadas.


Esto es: los recursos (litio, cobalto, coltán y tierras raras, incluso plata y cobre) que demanda la nueva economía y su estructura energética (turbinas eólicas, paneles solares y baterías), explotados por los países avanzados en territorios de los subdesarrollados, sin compartir el desarrollo tecnológico que permita un desarrollo equilibrado, además de sustentable, como ha ocurrido con el carbón y el petróleo.


Desde ese punto de vista, la sola reducción de la dependencia de los combustibles fósiles no resuelve la crisis de desigualdad y pobreza global. Más aún, explotar estos nuevos recursos también pone bajo estrés a los recursos hídricos, destruye hábitats, deforesta, impacta en la tierra y hasta en antiguas culturas originarias.


Las metas de los Acuerdos Verdes, de por sí, son tan ambiciosas que no sólo resulta imposible sin un amplio y sólido consenso en las sociedades desarrolladas que comienzan a proponerlos, sino que su pretensión de establecer un nuevo sistema productivo que evite los costos sociales y ambientales de la Revolución Industrial demanda una mirada global que incluya a las naciones menos desarrolladas.


El futuro sustentable del planeta dependerá no sólo de la inversión masiva de fondos que demandan estos acuerdos, sino además de una coordinación global, la misma que cuando el mundo afrontó crisis financieras, o más recientemente de salud frente a pandemias, permitieron recuperar estabilidad, primero, y una base de crecimiento después.


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