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"Sin margen de error en la acción multilateral", por Javier Solana

MADRID – En 1981, pocos días antes de que Jimmy Carter cediese la presidencia estadounidense a Ronald Reagan, una breve noticia escondida en la página 13 de TheNew York Times se hizo eco de un informe del Consejo de Calidad Ambiental. Este órgano, encargado de asesorar al presidente de EE. UU., alertaba sobre el vínculo entre la creciente concentración atmosférica de CO2 y el calentamiento del planeta. “Los esfuerzos para desarrollar y explorar futuros energéticos alternativos a escala global deberían comenzar inmediatamente”, afirmaba el informe, enfatizando asimismo que “la colaboración internacional para evaluar el problema del CO2 es particularmente importante”.



Pese a estas y otras muchas advertencias que venían sucediéndose desde los años 60, el presidente Reagan se desmarcó de la vocación medioambientalista de su predecesor. Simbólicamente, Reagan terminó incluso retirando los paneles solares que había instalado Carter en la Casa Blanca. En cuanto a la cooperación intergubernamental en materia de cambio climático, los primeros pasos concretos no se dieron hasta finales de los 80. Y tuvimos que esperar hasta 2015 para establecer por fin —gracias al Acuerdo de París— un marco vinculante que moviliza a todos los países en una lucha decidida por mitigar el calentamiento global.


Alcanzar un consenso de este calibre no era tarea fácil. La espinosa cuestión de cómo distribuir las responsabilidades adecuadamente ha estado siempre muy presente en las negociaciones multilaterales sobre el cambio climático. Pero no hay obstáculo ni aspiración —por legítima que sea— que justifique tantos años de discordia y desidia. El siguiente dato ilustra hasta qué punto ha empeorado una situación que ya inquietaba a la comunidad científica hace más de medio siglo: solo entre 1991 y 2019, emitimos más CO2 a la atmósfera que entre 1751 y 1990.


Ante esta realidad, las cumbres climáticas como la COP26 de Naciones Unidas (que se celebrará el próximo noviembre en Glasgow) adquieren una importancia vital. Simple y llanamente, no podemos permitirnos más fracasos.


Por fortuna, existen motivos para la esperanza. En primer lugar, muchos de quienes concebían las relaciones internacionales como una contienda por preservar o alterar los equilibrios de poder asumen hoy que, dados los condicionantes que marcarán el siglo XXI, los Estados deben ajustar sus prioridades. Es cierto que el cambio climático no afectará a todos por igual, pero la amenaza para nuestros ecosistemas y para el conjunto de la humanidad es de tales proporciones que no puede haber lugar para el tacticismo. La única salida es forjar una confianza estratégica orientada a generar beneficios compartidos.


En segundo lugar, las corrientes económicas son cada vez más favorables. Los precios de la energía solar y eólica se están desplomando, lo cual contribuye a impulsar la transición verde incluso cuando las políticas medioambientales no acompañan. En EE. UU., por ejemplo, la cruzada desregulatoria emprendida por el presidente Trump no le llevó a cumplir su promesa de revitalizar el sector del carbón (el más contaminante de los combustibles fósiles), cuyo consumo siguió cayendo frente a la pujanza del gas natural y las renovables.


No obstante, sería un error concluir que las fuerzas de mercado bastarán. Si pretendemos que la transición energética se materialice a tiempo, el papel de los Gobiernos es y seguirá siendo esencial. La Unión Europea ha plasmado esta filosofía en el Pacto Verde Europeo, enfocado a desarrollar tecnologías punteras, mejorar la eficiencia energética y compensar a los colectivos más afectados por la transición. En China, las políticas industriales han propiciado un espectacular repunte de las energías renovables, si bien es cierto que la economía del país sigue siendo muy dependiente del carbón. Por su parte, la Administración Biden pretende poner en marcha un gigantesco plan de estímulo post-COVID centrado en la construcción de infraestructuras sostenibles.


A diferencia de un Trump que despreciaba las energías renovables —como si nada hubiese cambiado desde los años de Reagan—, Biden no quiere perder terreno en la carrera por dominar las tecnologías verdes del futuro. Esta dinámica competitiva puede generar un círculo virtuoso. Si añadimos a la ecuación la creciente conciencia medioambiental de los ciudadanos, no cabe duda de que nuestros gobernantes tienen cada vez más incentivos para actuar con ambición.


Los nuevos compromisos de reducción de emisiones que muchos países han fijado ya (con la vista puesta en la COP26) son, generalmente, un reflejo de dicha ambición. Pero no habrá éxito posible a no ser que redoblemos nuestros esfuerzos. En un plano más formal, convendría también acordar indicadores comunes que permitan contrastar fácilmente los objetivos marcados por cada país, como reclamó recientemente la canciller alemana Angela Merkel.


A la vez que profundizamos en esta cooperación medioambiental que tanto ha tardado en germinar, deberíamos hacer extensivo su espíritu a otras muchas esferas. Y es que no escasean los retos globales que exigen también una acción coordinada. El ejemplo más evidente es la COVID-19, otro fenómeno que nos cogió desguarecidos pese a las múltiples llamadas de alerta, y que algunos Gobiernos han gestionado de forma excesivamente egoísta y cortoplacista.


Hace unos días, dos paneles de expertos asociados a la Organización Mundial de la Salud elogiaron la iniciativa —auspiciada por una treintena de líderes mundiales— de instaurar un tratado internacional sobre la prevención y preparación ante pandemias. Y tampoco deberíamos descuidar la dimensión económica: en la actual crisis, el G20 no ha estado a la altura, y las medidas adoptadas para aliviar la deuda de países en desarrollo han sido insuficientes. Al igual que la OMS y la Organización Mundial del Comercio, dos pilares fundamentales de la gobernanza global, el G20 está pidiendo a gritos una reforma que apuntale su legitimidad y capacidad reactiva.


Asimismo, deberíamos hacer hincapié en la regulación del ciberespacio. Las grandes potencias poseen notables capacidades ofensivas en dicho ámbito, pero su elevado grado de conectividad digital las hace vulnerables, como ha puesto de manifiesto el reciente sabotaje al mayor oleoducto de EE. UU. Es urgente que dichas potencias tomen la iniciativa de convenir una serie de normas básicas que fomenten la seguridad en el ciberespacio y atajen los efectos potencialmente perniciosos de la Inteligencia Artificial. En el marco de Naciones Unidas ya se están produciendo algunos avances al respecto.


Tanto en lo que se refiere al cambio climático como a las otras materias que requieren respuestas multilaterales, una masa crítica de países puede alterar el rumbo de los acontecimientos, para bien o para mal. Aunque nos hallemos en una era caracterizada por las tensiones geopolíticas, nunca podemos perder de vista los desafíos mayúsculos que nos acechan a todos y que nos obligan a encontrar denominadores comunes. Anticiparnos a las crisis, aislar las áreas de fricción, competir de manera saludable y cooperar en pos de intereses mutuos: esa es la receta para un siglo XXI más seguro, próspero y sostenible.


Publicado el 19/05/2021 por Javier Solana en Project Syndicate.

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