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"¿Transformará esta crisis energética la política como en los años 70?", por Simon Reid-Henry

La última vez que una gran crisis energética colisionó con el descontento social y la agitación macroeconómica fue durante la década de 1970. A raíz de las protestas generalizadas contra la guerra a principios de la década, el surgimiento de movimientos políticos más radicales (que perturbaron el consenso largamente aceptado después de 1945 sobre la moderación política) y la ralentización del incremento de la productividad (la cantidad de valor por una hora de trabajo), pronto se habló de una crisis de la democracia que se apoderaba del mundo occidental. Cuando el embargo petrolero orquestado por la Opep afectó a los precios del crudo en 1973 y 1974, las economías industrializadas se paralizaron. Se produjo una combinación de inflación creciente y estancamiento del empleo (estanflación) que obligó a los gobiernos a buscar desesperadamente nuevas soluciones y a los ciudadanos, a salir a la calle en señal de protesta.



¿Podríamos estar ante algo similar hoy en día? El economista francés Jean-Pisani Ferry, basándose en los trabajos de Nicholas Stern y Joseph Stiglitz, estima que la transición verde (mediante la revalorización de la producción total de carbono en 2019) puede tener un impacto en la economía mundial del 3,7% del PIB; una magnitud mayor que la crisis del petróleo de 1974, que fue del 3,6% al revalorizar el petróleo.


La emergente crisis energética europea parece darnos la razón. En los años 70, los gobiernos podían, hasta cierto punto, culpar del descontento interno a factores externos. Pero hoy, tras un año y medio de paros, son los ciudadanos los que más tienden a culpar a los gobiernos por el encarecimiento del coste de la vida, mientras que éstos se culpan entre sí. El resultado puede llegar a poner en duda la gran agenda climática de Europa, enfrentando a los ciudadanos, a los gobiernos nacionales y a la Unión Europea de forma inquietante y generadora de caos.


La dinámica política que se desarrolla actualmente en relación con el altísimo precio de la electricidad es un ejemplo de ello. En Noruega, éstos se duplicaron del primer al segundo trimestre de este año, con grandes variaciones regionales: algunos territorios han llegado a pagar hasta 10 veces más que otras. Mientras tanto, en Italia se prevén subidas brutas del 40% en el trimestre actual. En todo el continente, los gobiernos están respondiendo a la subida de precios invirtiendo miles de millones en subvenciones. En España, el Ejecutivo se ha visto obligado a recortar las facturas de la energía, que se han disparado, para calmar a los manifestantes. Francia, por supuesto, ya está familiarizada con este tipo de dinámica desde que las protestas de los Gilets Jaunes alteraron el primer año de la Presidencia de Macron. Esta vez, el presidente francés y su primer ministro han prometido actuar como un «escudo contra los costes de la energía». Pero con el aumento de los costes de los permisos de CO2 en el mercado de carbono de la UE (la principal herramienta que la Unión utiliza para regular las emisiones), el descontento puede afectar pronto a industrias enteras, así como a los consumidores.


Un eventual resultado que nos llama especialmente la atención es si este descontento popular acaba obligando a los gobiernos a dar marcha atrás en sus compromisos climáticos, al igual que en la década de 1970 dieron marcha atrás en sus compromisos sociales. ¿Podemos estar ante el comienzo de una nueva e impredecible crisis política impulsada por la energía? La crisis de los años 70 fue un momento de transformación en la política occidental. Provocó el pánico en el surtidor en EE.UU., ya que los conductores hacían cola para conseguir un suministro limitado de gasolina costosa, con consecuencias políticas dramáticas: desde divisiones políticas en el Partido Demócrata hasta el ascenso de una derecha republicana fuertemente pro-mercado. En Europa, contribuyó al descontento político y al malestar laboral generalizados.


Hoy, por el contrario, el impacto económico de la transición verde se extenderá durante un periodo más largo y afectará a algunos países más que a otros (por lo que nuestras anteriores comparaciones globales suenan más dramáticas de lo que son). Algunas de las consecuencias (innovación tecnológica) también serán positivas. Pero para Europa, concretamente, la transición será en cualquier caso intensa. Además, algunos de los mismos factores de descontento que se filtraban en la década de los 70 vuelven a estar presentes hoy en día, incluida la vuelta a la inflación en la economía. Como especuló recientemente el ex presidente del Banco Central Europeo, Otmar Issing, el actual y rápido crecimiento del dinero en la economía puede estar creando las condiciones para un episodio de estanflación como el de los años 70 o algún otro «choque monetario fiscal inflacionista». El Banco de Inglaterra ya ha predicho que la inflación, medida por el Índice de Precios al por Menor, puede dirigirse hacia el 5% a finales de 2021 (la europea sólo ha superado el 4% una vez desde la creación de la Unión Monetaria Europea en 1999, durante la crisis financiera).


El regreso de las compras de pánico en Reino Unido en las últimas semanas, el hecho de que las colas en los surtidores de gasolina hayan sido impulsadas principalmente por la escasez inducida por el Brexit, puede ser de poca importancia si los ánimos del público se siguen encrespando debido a la escasez y a los costes. Sin embargo, un elemento crítico que es diferente esta vez es el papel de la propia Europa. Si el malestar energético continúa, puede que la gente no sólo culpe a los gobiernos nacionales; puede que culpen a Bruselas por aumentar los impuestos sobre el carbono y las cuotas de emisiones y que protesten contra la UE. Se trataría de un rechazo político a Europa inducido por el clima y no por la soberanía. Y el peligro es que sus gobiernos se inclinen por apoyarlos.


De ser así, el descontento popular por el aumento de los precios de la energía puede traducirse en una presión pública sobre los gobiernos para que den marcha atrás en el gran acuerdo climático de la Unión Europea, lo que supondría una presión añadida sobre Bruselas. El Gobierno español ya ha dado pasos en esta dirección, y los ejecutivos italiano y francés (Macron se presenta a la reelección el próximo año) pueden seguirle. En otras palabras, podría ser que no volviéramos al punto de partida de los años 70, sino que nos enfrentáramos a una situación volátil bastante diferente en la que entre la política nacional y la continental saltaran chispas, y en la que la política del cambio climático ocupara el lugar central en una lucha por la autonomía nacional.


Dos escenarios potenciales dan una idea de cómo podría desarrollarse esta conjunción actual de precios de la energía y descontento social en el contexto de los compromisos climáticos renovados:


En el primer escenario, vemos un complejo conjunto de luchas políticas nacionales que enfrenten a los manifestantes a favor del clima y los contrarios a la subida del coste de la vida. En Francia, por ejemplo, los grupos de presión de la clase media a favor de la energía nuclear pueden salir a la calle contra un resurgido movimiento de los ‘Gilets Jaunes’: ambos buscan un alivio económico basado en la clase, pero discrepan, con vehemencia, sobre el grado en que las políticas medioambientales deben mantenerse o caer. En Gran Bretaña, donde el encarecimiento se está sintiendo ahora con mayor intensidad (de nuevo, en parte debido a los problemas logísticos posteriores al Brexit, pero también a causa de los ambiciosos objetivos de emisiones del propio Reino Unido), el resultado puede ser una versión más militante de algo parecido a Extinction Rebellion: la intención de defender los compromisos climáticos cuando los gobiernos cedan a las demandas de la clase media para suavizar los precios.


Un segundo escenario gira en torno a la dinámica geopolítica más amplia que se está produciendo en torno a la crisis energética. En este caso, la atención se centra en Alemania, donde el gasoducto Nord Stream 2 está listo para ser puesto en marcha, pero donde Rusia (el mayor proveedor de gas a Europa) se niega a abrir los grifos hasta que considere que los precios han tocado techo. En respuesta, Estados Unidos ya ha señalado con el dedo a «los actores [es decir, Rusia] que pueden estar manipulando el mercado», lo que sugiere que es poco probable que los problemas energéticos europeos sigan siendo una disputa intra-continental durante mucho tiempo. Tampoco hay que subestimar los efectos de una crisis energética prolongada en Europa sobre la economía china. En este escenario, Estados Unidos, Rusia y China pueden verse envueltos en la inestabilidad energética europea, y esta delicada situación puede verse alterada por los gobiernos nacionales que se aparten de la posición de la Unión sobre el clima bajo la presión de los consumidores nacionales insatisfechos.


Y, por supuesto, ambos escenarios se ven agravados por la reciente introducción de compromisos muy públicos (promovidos con fuerza por la la UE a través de su programa europeo Green Deal y Fit for 55) que ponen un techo a las emisiones de carbono y exigen que las fuentes de energía renovables entren en funcionamiento; incluso cuando éstas no están aún preparadas para asumir la carga.


Éste es quizás el eco de la crisis energética de los años 70 al que más probablemente nos enfrentemos hoy. Un importante acicate para las turbulencias políticas de esa década fue la constatación de la dependencia de las naciones liberales occidentales del petróleo importado. En el contexto de la Guerra Fría, esto reconfiguró las alianzas estratégicas y perforó la calma política interna al socavar las garantías nacionales de energía barata y crecimiento económico. Hoy en día, la dependencia es de los combustibles fósiles. Y aunque algunos actores geopolíticos, como Rusia, tratarán de aprovecharse de ello, también debemos esperar que los grupos políticos nacionales lo hagan al darse cuenta de que sus gobiernos van a tener dificultades para cumplir igualmente con la justicia climática y las expectativas sociales.


Publicado el 16/11/2021 en Agenda Pública por Simon Reid-Henry

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