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“Trump, una figura de coyuntura en un problema estructural”, por Stephen Wertheim

  • Foto del escritor: Embajada Abierta
    Embajada Abierta
  • 22 jul
  • 11 Min. de lectura

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Donald Trump se presentó con un discurso de paz. Pronto bombardeó Medio Oriente. Pasó en 2025, y también en 2017. Entonces, apenas unos meses después de iniciar su primer mandato, Trump lanzó misiles crucero contra una base aérea del gobierno sirio desmintiendo temporalmente las advertencias que lo calificaban como un aislacionista dispuesto a retirar a EEUU de los asuntos mundiales.


En el comienzo del segundo mandato de Trump, la historia no solo se repitió; fue más allá. Esta vez, el presidente mostró una mayor determinación como “pacificador y unificador”, según se definió él mismo. Una vez más, los guardianes de la ortodoxia en política exterior en Washington temían que pudiera desmantelar su proyecto. Por la misma razón, los defensores de una menor intervención militar estadounidense en el mundo, yo incluido, manteníamos una pequeña esperanza.


Quizás nuestros ojos nos engañaban, pero ahí estaba Trump involucrándose en conversaciones para detener la masacre en Ucrania y Gaza, y buscando un acuerdo diplomático con Irán. El presidente incluso sonaba curiosamente flexible hacia China, su némesis del primer mandato. “Mediremos nuestro éxito”, anunció Trump en su discurso inaugural, “no solo por las batallas que ganemos, sino también por las guerras que terminemos, y quizás lo más importante, por las guerras en las que nunca entremos.”


Este es un estándar loable, por el cual Trump merece crédito. Pero seis meses después de su presidencia, merece más culpa por no haberlo cumplido. No ha traído paz, ni en Europa ni en Medio Oriente. Su ataque a Irán resume sus dificultades: un intento frenético y torpe de negociación que se vio truncado por un ataque arriesgado que prepara el terreno para una guerra mayor.


Los acuerdos poco hábiles son apenas la mitad del problema. Trump es un hombre profundamente condicionado por las circunstancias en un entramado estructural complejo. Año tras año, EEUU despliega sus fuerzas militares en líneas geopolíticas conflictivas en Europa, Asia y Medio Oriente simultáneamente. Y año tras año, recibe exactamente lo que se ha puesto en posición de recibir heredando conflictos lejanos como propios y oscilando de crisis en crisis en momentos elegidos por sus numerosos adversarios. Si Trump quiere reducir las exorbitantes cargas de defensa del país, como afirma, debe sacar a EEUU de la posición que las garantiza.


Pero a pesar de todo el discurso de Trump y los temores de sus críticos, sigue siendo incierto si realmente lo intentará.


Trump tuvo un comienzo prometedor en las relaciones transatlánticas, a pesar de recibir una lluvia de críticas. Rompió inmediatamente el tabú que había sofocado la discusión sobre un compromiso diplomático para poner fin a la guerra en Ucrania, un paso necesario y productivo. 


La opinión pública se escandalizó cuando su administración declaró que Kiev no recuperaría todo su territorio ni se uniría a la OTAN, pero estas eran concesiones no solo a Rusia sino también a la realidad. Incluso el enfrentamiento en la Oficina Oval con el presidente Volodímir Zelenski, por feo que fuera, cumplió un propósito: ayudó a persuadirlo de no esperar una amplia garantía de seguridad estadounidense y a que aceptara hablar de ceses al fuego con los rusos.


Sin embargo, Trump tenía demasiada confianza en que lograría la paz, si no en 24 horas, al menos en 100 días, como si Rusia fuera a abandonar fácilmente su guerra de agresión. Su nuevo plazo de 50 días no tiene más probabilidades de éxito y refleja más impaciencia que compromiso. En adelante, Trump tendrá que elegir entre seguir proporcionando ayuda e inteligencia a Ucrania -en cuyo caso debería haberlo dicho desde el principio para presionar a Moscú- o retirarse por completo, con un considerable riesgo para el socio estadounidense en Kiev.


Tampoco ha aprovechado Trump la oportunidad de trasladar la carga de defender Europa a aliados europeos cada vez más capaces. Desde que su secretario de Defensa anunció en febrero que los europeos deben “asumir la responsabilidad de la seguridad convencional en el continente”, los activos militares estadounidenses allí se han mantenido prácticamente en su lugar. 


Si EEEU va a retirar ciertas capacidades, los europeos necesitan saber qué deben reemplazar; no pueden asumir más responsabilidades a menos que EEUU dé un paso atrás. Sin embargo, Trump parece incapaz de decidir si retirar algunas fuerzas estadounidenses o simplemente hacer que los europeos gasten más.


La cumbre de la OTAN del mes pasado sugiere lo último. Los aliados europeos se comprometieron a destinar el 5 por ciento de sus economías a fines militares, y Trump estaba radiante. Pero que Europa gaste más no garantiza que EEUU haga menos. A menos que Trump desarrolle un plan plurianual para reducir la presencia militar estadounidense en el continente y transfiera el mando supremo de las fuerzas de la OTAN a manos europeas, EEUU seguirá tan expuesto al riesgo de guerra en Europa y tan sobreextendido globalmente como hasta ahora.


En Medio Oriente, Trump también comenzó con algunos movimientos refrescantes y creíbles. A mediados de mayo, cuando visitó Arabia Saudita y repudiaba el legado de los “intervencionistas occidentales”, podía señalar un incipiente historial de logros. Tras una breve campaña aérea contra los hutíes de Yemen, Trump logró un alto el fuego con el grupo, que acordó dejar de disparar contra barcos estadounidenses. Trump levantó sanciones sobre Siria dando a su nuevo gobierno una oportunidad para sobrevivir. Lo más importante, autorizó conversaciones con Irán a pesar de haber anulado el acuerdo nuclear anterior en 2018. Todo lo que quería, decía, era evitar que Irán obtuviera un arma nuclear.


Pero Trump pronto saboteó su propio esfuerzo. Primero, impuso un plazo poco realista de 60 días para las negociaciones. Luego aceptó la posición intransigente de que Irán renunciara a su derecho legal a enriquecer cualquier uranio, incluso a niveles bajos adecuados solo para usos civiles. Por último, permitió que Israel -que durante mucho tiempo se había opuesto a cualquier acuerdo que permitiera a un Irán no nuclear fortalecer su posición regional- anticipara sus propias conversaciones bombardeando a su enemigo. 


Trump pronto se unió con ataques propios. La guerra ha frenado una prometedora vía diplomática en favor de una trayectoria mucho más arriesgada, en la que EEUU e Israel podrían lanzar ataques continuos y esperar una represalia mínima, todo mientras pierden visibilidad sobre las actividades nucleares iraníes.


Irónicamente, Trump se ha preparado para repetir el error de la administración Biden de imaginar un nuevo amanecer en Medio Oriente, solo para descubrir que la región está demasiado dividida y descontenta para mantenerse estable a corto plazo, y mucho menos para siempre. 


Hay una forma de mantener a EEUU fuera de los conflictos allí: retirar la mayoría de las 40.000 tropas estadounidenses de la región y dejar de defender a Estados de dudosa reputación contra sus rivales igualmente desprestigiados. Hasta ahora, Trump no ha hecho nada de eso, salvo retirar a varios cientos de soldados de algunas posiciones vulnerables en Siria. En cambio, está suministrando con orgullo las guerras en expansión de Israel y fortaleciendo los lazos con los aliados del Golfo de EEUU.


Trump ha reservado sus defectos más característicos para Asia. Por lo general, EEUU enfrenta un dilema entre cooperar con China y competir con ella, pero al anunciar enormes aranceles para todos -no solo China sino también Japón, Corea del Sur, Vietnam y otros- Trump logró dañar las perspectivas tanto de cooperación como de competencia. Para muchos de sus asesores, el Indopacífico es la región prioritaria, donde EEUU debe contener la influencia china. Desafortunadamente, el presidente está reduciendo la propia influencia estadounidense allí, mientras hace que Beijing parezca confiable en comparación.


A su favor, Trump parece querer trabajar con China, de alguna manera, y evitar la pesadilla de una guerra por Taiwán. Ha permanecido acertadamente ambiguo sobre si defendería la isla, dándole margen para disuadir tanto a Beijing como a Taipéi de acciones provocativas. Sin embargo, Trump no ha aprovechado esa ventaja. Cuando finalmente se reúna con el presidente Xi Jinping, debería ofrecer garantías públicas de que EEUU no apoya ni apoyará la independencia de Taiwán, a cambio de una reducción en las actividades coercitivas de Beijing. Este es el tipo de acuerdo entre grandes potencias que promovería la paz. Trump, sin embargo, no ha dado señales de intentarlo.


Dada la gran y creciente escala del poder chino, es sensato reforzar la presencia militar estadounidense en el Pacífico Occidental, como buscan hacer los líderes del Pentágono. Pero el aumento esperado podría avivar en lugar de disuadir el conflicto si EEUU coloca más armas cerca de las costas chinas. 


Un mejor enfoque sería reubicar muchas fuerzas estadounidenses de la primera a la segunda cadena de islas, especialmente de Okinawa al norte de Japón y Guam, donde serán menos amenazantes para Beijing y más difíciles de alcanzar. Este retroceso reduciría el riesgo de que China ataque a las tropas estadounidenses al inicio de una posible invasión de Taiwán, ayudando a dar a Trump o a sus sucesores la opción de mantenerse al margen de lo que rápidamente se convertiría en la III Guerra Mundial.


Dado su historial, los críticos de Trump podrían sentirse tentados a descartar sus llamados a la paz en el extranjero como insinceros. Más cerca de casa, después de todo, ha amenazado con apoderarse de Canadá, Groenlandia y el Canal de Panamá, y ha desplegado al ejército en la frontera sur de EEUU y en las calles de Los Ángeles. “Donald la paloma” no es.


Trump tampoco es un halcón sencillo. Busca evitar guerras largas y costosas y poner fin a los conflictos existentes. Hoy muestra más animosidad hacia “el enemigo interno”, en sus palabras, que hacia los adversarios de EEUU en el extranjero. A diferencia de su primer mandato, ha incorporado algunos asesores poco convencionales y partidarios de la moderación. Cuando dice que favorece la “paz a través de la fuerza”, parece hablar en serio.


Y ahí está precisamente el problema. “La paz a través de la fuerza” -un mantra republicano de política exterior desde los años 80- implica mantener en su lugar las posiciones militares globales y compromisos de defensa que enredan a los estadounidenses en un mundo de conflictos. 


A pesar de las muchas maneras en que Trump se aparta del establishment que desprecia, coinciden en alimentar la fantasía de que al intentar alcanzar una posición de dominio sobre todos en todas partes, EEUU puede disuadir todo tipo de malas acciones y finalmente, una vez que pase la última ronda de turbulencias, disfrutar de la paz a un costo mínimo.


Esta fantasía no se hizo realidad en los años 90 y principios de los 2000, cuando EEUU era la superpotencia indiscutida del mundo, sin mencionar una democracia bien funcionante. Ahora no tiene ninguna posibilidad de materializarse. Los estadounidenses, en cualquier caso, ya están pagando un precio alto y creciente. A instancias de Trump, el Congreso acaba de aprobar un presupuesto para el Pentágono que supera el billón de dólares al año. Y eso no es nada comparado con los costos y consecuencias de una guerra a gran escala con China, Rusia, Irán o Corea del Norte, un peligro perpetuo mientras Estados Unidos coloque sus fuerzas justo al lado de todos ellos, a la vez.


Aun así, Trump es más un custodio de la primacía militar global que un devoto. A veces define la fuerza en términos muy diferentes, incluyendo presionar a los aliados, dialogar con adversarios y ser impredecible. Es difícil imaginar qué hubiera pensado en crear las obligaciones de defensa estadounidenses y los despliegues sin fin si no los hubiera heredado. 


El hecho, sin embargo, es que Trump no los ha retirado. Prefiere negociar sobre ellos: obtener términos más favorables para la protección estadounidense, que luego mantendrá. Las alianzas, por molestas que le resulten, le dan a Trump tanto un motivo de queja como una plataforma para intimidar que seguramente no querría perder.


Cualesquiera concesiones que obtenga podrían mejorar ligeramente lo anterior. Un mayor gasto en defensa por parte de los aliados de la OTAN, por ejemplo, es bienvenido. Pero Trump no puede resolver el problema del exceso de alcance estadounidense sin retirarse sustancialmente.


En el fondo de la visión de política exterior del presidente hay un vacío curioso. Trump es famoso por anteponer los intereses estadounidenses. Sin embargo, nunca ha descubierto cuáles cree que son los intereses más básicos de EEUU. Oscila entre mostrar poco interés por asuntos geoestratégicos, especialmente en comparación con el comercio o la inmigración, y adherirse a los objetivos exorbitantes del statu quo. Puede que no crea realmente eso, pero no diseñará un reemplazo si no tiene claro qué es esencial para que EEUU defienda y qué no.


Habiendo hecho mucho para estimular un nuevo pensamiento en la política exterior estadounidense, Trump puede estar ahora frenando las fuerzas dentro de su propio movimiento (así como en la izquierda y entre expertos en políticas) que sí tienen una visión coherente de cambio, en favor de un EEUU ya sin primacía que abandone Medio Oriente, entregue la mayor parte de la defensa europea a los europeos y se concentre en la seguridad en Asia y prioridades internas. 


En esta mirada, EEUU seguiría siendo capaz no solo de defender su territorio sino también de asegurar el acceso a los mercados globales y evitar que cualquier rival domine Eurasia. Washington conservaría la mayoría de los beneficios de su postura actual, con mucho menos riesgo y costo. El orden mundial, a su vez, se fortalecería al depender menos de un solo miembro sobreextendido.


El mismo vacío afecta los esfuerzos diplomáticos de Trump. En teoría, acepta que otros países naturalmente anteponen sus intereses, al igual que EEUU debe hacerlo, y trata de hacer acuerdos que beneficien a todos. En la práctica, no parece entender cómo otros países ven realmente sus intereses. Aborda la diplomacia como una gran actuación: lanzar amenazas, ofrecer incentivos, fijar un plazo y, en el momento de máxima presión, hacer el mejor acuerdo posible. Este es realmente un enfoque basado en el proceso disfrazado de negociación de intereses. El proceso de Trump implica la aplicación del poder, no de reglas, pero sigue siendo un proceso.


Para otros países, sin embargo, lo que está en juego importa. A Vladimir Putin le importa dominar Ucrania y hacerla incapaz de amenazar territorios bajo control ruso en el futuro. Al ayatolá Ali Jamenei le importa que Irán conserve sus derechos soberanos y no parezca rendirse ante atacantes extranjeros que sí poseen armas nucleares. Y a Benjamín Netanyahu le importa que Trump no haga un acuerdo que prevenga una bomba iraní pero fortalezca a Irán. Quizás porque nada de esto le importa a Trump, no entiende por qué importa a los demás. Sin entenderlo, no cerrará muchos acuerdos ni logrará mucha paz.


Durante la última década, Trump ha sacado provecho político de oponerse a las guerras, o al menos de superar el bajo nivel de sonar menos belicoso que los demás. Es hora de pasar a otro nivel. Un mundo concurrido y competitivo ha reducido drásticamente el margen de error que EEUU tenía antes. 


EEUU necesita hacer más que simplemente evitar los errores más espectaculares del pasado: debe encontrar un nuevo lugar para sí mismo en los asuntos globales. Después de todo, todos los presidentes desde George W. Bush han repudiado las “operaciones militares mayores para rehacer otros países”, en palabras de Joe Biden. El propio Bush despreciaba la “construcción” de naciones, hasta el momento en que se vio ordenándola.


EEUU no está condenado a luchar guerras innecesarias en Medio Oriente ni en ningún otro lugar. Los eventos a miles de kilómetros no lo arrastran inexorablemente. Nuestras guerras ocurren porque elegimos librarlas. Podríamos elegir diferente. 


Al mismo tiempo, las decisiones que importan no son solamente, o principalmente, si invadir o bombardear o no. También son las decisiones de dejar a miles de soldados en Kuwait y Arabia Saudita después de la primera guerra del Golfo; de dar a Israel al menos 3.8 mil millones de dólares en ayuda militar cada año, pase lo que pase; de expandir la OTAN a países que EEuu no tiene intención de defender; de colocar entrenadores militares estadounidenses en las islas periféricas de Taiwán.


Estas decisiones no son políticamente relevantes, pero deberían serlo. De lo contrario, EEUU estará condenado a luchar más guerras innecesarias, y potencialmente mucho más grandes. Hasta la fecha, Trump ha hecho poco para evitar ese futuro. Bajo su mandato, las guerras que libramos prevalecen sobre las guerras que terminamos y en las que nunca entramos. Pero, de nuevo, también es nuestra responsabilidad. 


En su tardía oposición a los conflictos de ayer y su búsqueda ambivalente y vacía de “paz a través de la fuerza”, Trump refleja dónde está el país, pero no hacia dónde debe ir.


Texto original aquí


 
 

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