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"Un año de la gran victoria de Trump", por Argemino Barro

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    Embajada Abierta
  • hace 1 día
  • 13 Min. de lectura

El futuro estadounidense podría transformarse radicalmente si prosperan las ambiciones de Trump, desde cambios económicos y geopolíticos hasta una posible expansión territorial y una sociedad más polarizada.


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La historia de Donald Trump es la de las veces que lo subestimamos. Nueve años después de que ganara, contra pronóstico, la presidencia de Estados Unidos, y un año después de que la volviese a ganar, todavía con más apoyo, habiendo sido declarado electoralmente muerto en 2021, la carrera de Trump es un canto a la imaginación y a las posibilidades de la política: un recordatorio de que la realidad puede ser dúctil como la arcilla húmeda. Solo hay que prender fuego a todas las convenciones, contrapesos y normas cívicas, y ponerse a moldearlas.

A la vista de dicha creatividad y del hecho de que, con Trump, la política americana se asemeja a un mar embravecido que nos impide ver el horizonte, merece la pena hacer una pregunta: ¿cómo se desarrollará su presidencia en los tres años largos que, en principio, tiene por delante?


Si aceptamos que la realidad es maleable, tenemos que aceptar también que la adivinación, en política, es un mal negocio, ya que todo se puede escurrir hacia un lado o hacia el lado opuesto: hacia la gloria, hacia la catástrofe o hacia una posición intermedia, deslavazada y completamente imprevisible.


Pero en este espectro de opciones, sería interesante barruntar la posibilidad más vívida y definida: la posibilidad de que Donald Trump tenga éxito. En la última década, Trump nos ha dado pistas suficientes para indicarnos lo que quiere; nos ha dejado un sendero de migas de pan que se adentra en el bosque de sus planes. Si recogemos algunas de estas migas, a lo mejor podemos intuir adónde nos dirigen.


El orden mundial diseñado en 1945, como se suele decir, está moribundo. El idealismo encarnado por Naciones Unidas y otras organizaciones internacionales se hunde bajo el peso de los nuevos equilibrios. Los estadounidenses ven cómo China recorta distancia, o los supera, y han decidido que las reglas del orden global que ellos mismos diseñaron y defendieron ya no son una baza, sino un lastre.

La vasta red de relaciones comerciales y de cadenas de suministro cultivadas a lo largo y ancho del planeta se ha convertido en una vulnerabilidad. Washington no tiene a mano las materias primas que necesita y debe de conseguirlas en otros países, entre ellos, paradójicamente, su principal adversario: China. Los minerales de tierras raras proceden de allí, como también incontables productos secundarios.


Donald Trump ha diagnosticado esta enfermedad y trata de erradicarla a su manera. Los aranceles a más de un centenar de países arrojan arena en los engranajes del comercio internacional y señalan que lo más inteligente no es vender a Estados Unidos, sino producir en Estados Unidos. Un mensaje que Donald Trump refuerza con la oferta de beneficios fiscales y de poca burocracia a quienes inviertan un mínimo de mil millones de dólares en suelo americano.

Si todo le sale bien a Trump, algunas industrias modernas brotarán como musgo en las amplias estepas americanas, sostendrán una red de servicios, elevarán los salarios y, además, reforzarán la independencia y la seguridad de EEUU. Con un dólar debilitado, entre otras razones, por los aranceles, incluso podrían relanzar las exportaciones y recortar la deuda nacional. Y, si no le sale tan bien, sino solo regular, nadie sabrá, porque no lo habrá experimentado, cómo hubiera sido la alternativa de un mundo sin el proteccionismo estimulado por Trump.


Las relaciones geopolíticas también están siendo corregidas a marchas forzadas. La imagen que tiene Donald Trump de los aliados tradicionales de Estados Unidos es la de comensales glotones y celulíticos que cenan a cuenta del Tío Sam. Con sus baberos y sus asquerosas papadas, estos comensales se habrían acostumbrado a la generosidad de los trabajadores americanos, que sufragan su defensa y les permiten, por tanto, cuidar su jardincito: sus Estados de bienestar.


Trump quiere que los europeos ejerciten de nuevo sus extremidades, raquíticas por falta de uso. Que recuperen la responsabilidad de su defensa y asuman mayores riesgos en la OTAN. Por su bien y por el bien de EEUU, que podrá dedicar más capacidades a los frentes que de verdad le interesan: Asia y las Américas.

Trump desprecia lo que percibe como países fofos que se vanaglorian de su idealismo y que se han dejado carcomer por la inmigración y las políticas climáticas. En cambio, sí valora la agresividad y la fuerza. Una victoria de los partidos extremistas Alternativa por Alemania y el francés Reagrupación Nacional, sobre todo el primero, podría clavar una estaca en el corazón de esa criatura globalista que es la Unión Europea. En el medio plazo, EEUU se quitaría de en medio un rival comercial y ganaría socios con los que tratar por separado.


El presidente admira a las formaciones ultras y a Rusia: una nación que para la derecha populista es viril y coherente con sus tradiciones, libre de los engorros del pluralismo y del proceso parlamentario. También hay un secreto lugar en el corazón para la ordenada China. Y para un mundo regido por la filosofía más vieja de las relaciones internacionales, el realismo, en el que la fuerza es fuente de derecho.


Un mundo dirgido por 'alfas'


Una de las hipótesis más persuasivas sobre la visión que puede tener Donald Trump de las relaciones internacionales ha sido planteada por la politóloga Stacie E. Goddard en la revista Foreign Affairs. Dice Goddard que Trump busca reproducir un modelo similar al del llamado Concierto europeo, que imperó en el continente después de las guerras napoleónicas, durante buena parte del siglo XIX. Un paisaje en el que las potencias conservadoras, Inglaterra, Rusia, Prusia, Austria y luego Francia, trazaron sus esferas de influencia y se dejaron tranquilas las unas a las otras, sentándose de vez en cuando cara a cara para limar fricciones.


El mundo trumpista ideal ya no sería unipolar —como en las últimas tres décadas— ni tampoco bipolar, como en la Guerra Fría, sino que estaría repartido entre tres potencias, EEUU, Rusia y China, que se respetarían en la medida de lo posible y proporcionarían una dosis de estabilidad a sus respectivas regiones. Una aceptación de que Washington ya no quiere —ni puede— ser el sheriff, y una aceptación de que el idealismo es contraproducente y el comercio una solución limitada, porque solo el dominio y la transacción posibilitan estructuras duraderas.


Si todo funciona, Trump cauterizará la guerra de Ucrania con algún acuerdo sucio pero digerible, dejará las migrañas con Rusia para los europeos, colocará Oriente Medio en manos de Israel y Arabia Saudí y ultimará un acuerdo con China que corrija múltiples desequilibrios, a cambio de hacer la vista gorda con Taiwán. La ONU quedará como órgano decorativo y el mundo lo dirigirá un comité de alfas.


Esta retirada general, reflejada también en el desmantelamiento de los instrumentos de poder blando estadounidense, como la ayuda humanitaria y los programas migratorios hospitalarios, sin embargo, no sería completa. Al mismo tiempo que rebaja sus compromisos globales, la Casa Blanca se enfocará en su vecindario.

Donald Trump ha declarado su intención de tomar Groenlandia "de una manera o de otra" y ha fantaseado con hacer de Canadá el "Estado 51" de Estados Unidos, para crear así una "hermosa masa continental". Esta Gran América de Trump sería el país más grande del mundo, superando a Rusia, y ocuparía la posición estratégica de futuro que codician los estadounidenses, el Ártico, donde anidan abundantes recursos y las rutas comerciales que destapará el deshielo. Un emplazamiento que Trump considera "necesario" para la seguridad nacional. Sobre todo, de cara a reforzar la autonomía americana en un mundo fragmentado en esferas de influencia.


En nuestra ambiciosa prognosis en la que todo le sale bien a Trump, la creación de una Gran América no sucederá en los próximos dos años. El imperialismo, como el autoritarismo, no se instala de la noche a la mañana: primero tiene que dotarse de los instrumentos necesarios. Necesita músculo y reflejos musculares.


Un camino construido a base de ilegalidades


Si crear un instrumento expansionista al servicio del líder fuera el objetivo, no sería mala idea socavar desde el principio los procesos de rendición de cuentas dentro de las Fuerzas Armadas, despedir a los abogados militares, purgar a los altos mandos y a las filas con ideas progresistas, señalar un "enemigo interno" contra el que desplegar soldados, y destruir barcos, en un área cercana como el Caribe, sin seguir los procedimientos legales. Una creación de reflejos musculares no por los ataques en sí, sino por el hecho de efectuarlos de espaldas a la legalidad.


En el caso de que se quisieran afilar y ejercitar todavía más estas herramientas, Venezuela sería un blanco fácil: un régimen autoritario y cleptocrático al que no quiere nadie, empezando por los propios venezolanos. Un campo de pruebas ideal para las operaciones de desestabilización modernas en el continente.


Como nos decía el Dr. Howard Coombs, que fue principal asesor canadiense de las operaciones de contrainsurgencia en Afganistán, ni siquiera haría falta que Trump recurriese a los misiles y a los tanques para hacerse con Canadá. Washington tendría tiempo para moldear el ecosistema informativo, confeccionar las listas de posibles rebeldes y colaboradores, estimular sentimientos separatistas en Quebec y en Alberta, lanzar una guerra económica contra un país que depende totalmente de EEUU y, en resumen, hacer prohibitivo el coste de mantener la soberanía.


La resurrección de la Doctrina Monroe, rebautizada como Doctrina "Donroe" en The Wall Street Journal, también se refleja en las presiones políticas a los gobiernos izquierdistas de Brasil y Colombia, y en el rescate millonario de Argentina, gobernada por un aliado de Trump, Javier Milei. Como ha dicho el senador y exgobernador de Florida, Rick Scott: "América se va a encargar del hemisferio sur".

Los presidentes utilizan los retratos al óleo que cuelgan en el Despacho Oval como una forma de expresar sus referencias y sus prioridades. El pasado febrero, Trump llamó al presidente de la Cámara de Representantes, Mike Johnson, y le propuso un trueque: tú me das el retrato del presidente James Polk y yo te doy el de Thomas Jefferson. A Johnson le pareció bien, y desde marzo, la efigie al óleo de Polk tiene un sitio privilegiado en la pared de la oficina presidencial. James Polk, para quienes intenten hacer memoria, es el presidente que se anexionó, por diferentes métodos, Oregón, Texas, California y buena parte del actual suroeste de EEUU. Un creyente del "Destino Manifiesto". El presidente que más expandió el territorio nacional.


Normalmente, la agresión exterior suele venir acompañada de la represión interior, como si ambas se necesitaran mutuamente para azuzar los sentimientos nacionalistas, cementar la adhesión al líder, cazar quintacolumnistas reales o imaginarios y preservar así el equilibrio político del régimen. Es algo que vemos en Rusia y que hemos visto en multitud de regímenes a lo largo de la historia.


Ante la incógnita de si Donald Trump alberga de verdad esos apetitos territorialistas que él admite repetidamente, incluso, ante el primer ministro de Canadá, por el momento la dimensión de la represión interna lleva mucha ventaja.

Las píldoras de shock que Trump suministra a la población, subiendo poco a poco las dosis, están funcionando bien. Si alguien hubiera sugerido en enero de 2025 que Trump desplegaría a las Fuerzas Armadas en suelo americano por una variedad de frágiles y desmontables razones, hubiera sido acusado de padecer TDS ("síndrome de trastorno por Trump"). Si alguien sugiriera hoy que Nueva York, tras Los Ángeles, Chicago y Portland, verá tanquetas y soldados armados con metralletas en las calles, nadie lo pondría en duda. Es más: la novedad sería que no sucediera.


En la visión de Trump, dentro de Estados Unidos también hay comensales flácidos que predican el idealismo para cancelar al oponente y mantener sus puestos y prebendas. Este tipo de perfil está ahora mismo bajo asedio, y la coerción seguirá aumentando. Decenas de universidades negocian acuerdos, bajo presión, con el Gobierno federal; otro caladero de progresistas, el funcionariado, está siendo desmembrado. Solo en los primeros meses de mandato, Trump se ha deshecho, por despido voluntario o involuntario, de 200.000. Y quiere más.


Los medios de comunicación también están siendo transformados a bastonazos, girando a la derecha por medio de demandas multimillonarias y de fusiones pastoreadas por el Gobierno. Las grandes redes sociales están en manos de los aliados del presidente, y los podcasts más seguidos, que han sabido capitalizar el hartazgo con el progresismo, sobre todo entre los hombres jóvenes, son MAGA.

Así que los vientos narrativos favorecerán a la Administración, que empleará las herramientas de las que, poco a poco, dispone. Las principales organizaciones recaudadoras del Partido Demócrata, que son Open Society, ActBlue e Indivisible, serán procesadas como organizaciones criminales utilizando, tal y como ha prometido Trump, la Ley RICO que se usó para combatir a la mafia de Nueva York. Lo que intentará demostrar la Fiscalía General es que, con su retórica anti-Trump, estos grupos incitan a la violencia. Por ejemplo, al asesinato de Charlie Kirk.


Si los demócratas, noqueados por la falta de financiación, la creación de nuevos escaños parlamentarios republicanos como fruto del gerrymandering, los límites al derecho de voto y la colocación de negacionistas electorales de 2020 en las comisiones de los distritos clave, no se dan por vencidos, hay otros métodos.


Cada vez más control


Trump baraja designar a "antifa", una etiqueta adoptada por activistas variopintos de extrema izquierda, pero que no es un grupo, ni tiene líderes, ni oficinas, como "organización terrorista extranjera", lo que tendría efectos incalculables en el progresismo. Como explica Thomas Brzozowski, que fue asesor de política antiterrorista del Departamento de Justicia, cualquier mensaje o actividad que pueda ser relacionada con el antifascismo puede ser perseguida. Si se demuestran "vínculos materiales", como una donación de 10 dólares, con esta supuesta organización, técnicamente podrían fijarse condenas de hasta 20 años de cárcel.


De todas formas, cuando miran a su alrededor, los activistas y manifestantes demócratas ya ven soldados en sus ciudades y también agentes de ICE y de la Patrulla Fronteriza: una fuerza de ocupación paramilitar que, con la coartada de las deportaciones, circula por las ciudades demócratas en vehículos de incógnito, con pasamontañas y armas automáticas. La militarización es real y también irá a más. La Casa Blanca está creando una "fuerza de reacción rápida" para despachar a los sitios en los que, según el gabinete de Trump, haya que restaurar el orden.


La posibilidad, casi asegurada, de que se produzca un incidente particularmente violento que desencadene una espiral de disturbios, no será necesariamente un obstáculo, sino una ventaja. La Ley de Insurrección, lo más parecido que existe en Estados Unidos a una ley marcial, permitirá a las Fuerzas Armadas elevar su rol y efectuar tareas policiales, cuerpo a cuerpo, contra las manifestaciones.


Si todo sale como Trump desea, el nuevo régimen alcanzará cierta estabilidad. La izquierda se habrá quedado sin voz después de pasar diez años gritando "fascismo" sin que sirviera para nada. Los demócratas más valientes y combativos serán objeto de castigos ejemplarizantes, lo cual les recordará al resto que la resistencia, la resistencia de verdad, es mucho más difícil de lo que pensaban. Otros se exiliarán en Canadá o en Europa, sin sentirse totalmente seguros. El partido opositor quedará en minoría perpetua para mantener la fachada de democracia, y siempre habrá un fiscal o un soldado a la vista para refrescar el miedo y arrancar las malas hierbas.



Respecto a quienes creen en Trump, percibirán todo lo anterior como un indicador del éxito de un presidente que por fin ha hecho lo que había que hacer. Y, si se han roto algunos platos, habrá sido culpa de las provocaciones de la izquierda. De todas formas, cualquier precio será aceptable con tal de que Estados Unidos vuelva a sus orígenes: la ética protestante del éxito, la familia tradicional y la belleza de la fuerza.

En los momentos más difíciles, cuando los prejuicios y los hechos palpables entren en colisión frontal, la derecha se aferrará al gran obsequio que le ha hecho la izquierda: tratar de meterle en el gaznate a la población estadounidense la doctrina identitaria progresista. Trump se opone a dicha doctrina, y eso le ha dado carta blanca. Cualquier abuso se podrá relativizar invocando la palabra "woke". La destrucción de la república será justificada con la idea de que, a veces, hay que elegir entre la democracia liberal, por un lado, y salvar a la nación, por otro.


Mientras tanto, se acercará una fecha clave: 2028. El tratamiento de esta fecha, de la remota posibilidad de que Trump se presente a un ilegal tercer mandato, se dará con el brebaje habitual de bromas, troleos, sugerencias, negaciones, más bromas y más troleos, luego otra negación, y vuelta a empezar.


Pincelada a pincelada, la imagen de Donald Trump 3.0 desembarcará en los debates y se acomodará en nuestras mentes. Los argumentos harán mancha en la prensa y en las redes sociales. Si el pueblo americano lo quiere, ¿acaso es justo negárselo? ¿No repiten otros mandatarios, en otros países, más de una vez? ¿Acaso no gobernó Franklin D. Roosevelt, demócrata, tres mandatos y pico?


La gente de orden mirará la Constitución y arrugará el ceño, pero dirá: "Vamos a ver: el mundo de hoy es peligroso, y Trump ha rendido bien". Nos quiere, nos protege, nos hace fuertes. Los comensales celulíticos están temblequeando debajo de las mesas. La libertad está bien, pero primero viene la seguridad. No me gusta la idea de un tercer mandato de Trump, pero me preocupa más que un marxista woke zumbado regrese a la Casa Blanca y deshaga todo lo que hemos conseguido.

En realidad, no será un debate, sino una racionalización de los hechos consumados: Trump podrá quedarse, si así lo desea, en la Casa Blanca, rodeado por un gabinete y una administración de acólitos, unas fuerzas armadas politizadas y metidas en alguna campaña, y una población tan trastornada por las píldoras de shock que ya no será capaz de imaginar alternativas. La opinión pública de Estados Unidos será como la de Rusia: un erial, un páramo en el que ya no crecerá nada, porque nadie creerá ni en los líderes, ni en las instituciones, ni en la verdad, ni en el futuro.


Un Washington convertido en sede de la oligarquía


En caso de que sea cierto que Trump quiere, como nos ha confesado, Groenlandia y Canadá, este sería un buen momento para intentarlo: antes de las elecciones, para que el escenario de crisis internacional justifique medidas excepcionales en casa, o después, cuando el paisaje esté despejado para nuevas aventuras. Las razones habrán sido presentadas y cultivadas en el ecosistema mediático amigo, y ya no quedará mucha sociedad civil, ni sociedad geopolítica, que presente batalla.


Si todo le sale bien al presidente, los turistas que paseen por Washington verán un Arco de Trump más grande que el Memorial de Lincoln. Circularán dólares de plata con la efigie del republicano, y la Casa Blanca ya no será la casa del pueblo, sino la casa de Trump y de la oligarquía que está pagando por unas reformas opacas.


Muchos estadounidenses, con todo, cobijarán un enorme rencor hacia Trump y esperarán pacientemente a que este y su dinastía salgan de la vida pública. Pero, dentro de tres, cuatro o diez generaciones, cuando los estadounidenses abran un libro o un archivo digital de historia, y vean el rostro de Trump y la creación de una Gran América, será como ver hoy en día el rostro hierático de un zar ganador de batallas y consumador de anexiones. Y una sensación de regocijo hacia la belleza de la conquista, si todo sale bien, se apoderará del maravillado lector.


Por Argemino Barro en El Confidencial. Texto original aquí.

 
 

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