El desarrollo de la tecnología en las últimas cuatro décadas puso al mundo frente a un horizonte de posibilidades inéditas para la Humanidad, pero el rol diverso que están asumiendo en el proceso las grandes corporaciones y los Estados genera riesgos que demandan un nuevo tipo de gobernanza global: la digital.
Hasta fines del siglo pasado, el petróleo, los minerales y los granos eran los commodities en torno de los cuales se movían los grandes intereses globales. A partir de ellos se tejían estrategias, económicas y comerciales, de seguridad y geopolíticas que, entre conflictos y pactos le daban forma al mundo: era una dinámica de poder que definía hegemonías, centros y periferias.
Pero ahora, cuando nuestra vida cotidiana es inconcebible sin un smartphone, las plataformas digitales generan miles de millones en ventas y la seguridad estatal sabe cada vez más sobre nosotros, la materia prima por excelencia del Siglo XXI han pasado a ser los datos (big data). El nuevo escenario global dependerá del uso, la explotación, la administración y el cuidado que todos los actores hagan de ellos.
El primer desarrollo de la nueva realidad digital se pareció mucho a una frenética competencia comercial clásica, de la cual fuimos consumidores entusiastas y espectadores pasivos durante muchos años. El cambio llegó a través de unas pocas grandes compañías que se posicionaron enseguida.
Ahora, que esa revolución tecnológica transforma aceleradamente todos los aspectos de la economía, de la producción al consumo de bienes y servicios, a través de “nubes” de datos, se ha convertido en una cuestión de seguridad nacional para los Estados, decididos a tomar ellos las riendas del futuro tecnológico y a disputar la hegemonía mundial en ese nuevo terreno.
En ese contexto, como ya ocurrió durante crisis globales pero financieras, el mundo demanda una mínima gobernanza digital, que logre un consenso básico sobre las reglas a seguir; que asegure estabilidad; que impulse un desarrollo más equitativo de las tecnologías; y, sobre todo, que garantice los derechos civiles y políticos de los ciudadanos frente al inmenso poder de las corporaciones y de los Estados.
Negocios y secretos
Hace sólo una década, las formas de comunicarse a nivel nacional e internacional eran radicalmente distintas. No existía una mensajería instantánea de textos, imágenes y documentos globalmente desarrollada como hoy, cuando esa y otras plataformas digitales unen personas, facilitan el trabajo, favorecen los negocios y le dan alcance casi universal a servicios de toda clase, privados, sociales y públicos.
Un estudio de la Organización Mundial de Comercio (OMC) reveló que, al reducir los costos y aumentar la productividad, las tecnologías digitales podrían impulsar el comercio hasta en un 34% para 2030. Casi un tercio de los acuerdos regionales incluyen hoy el comercio electrónico (e-commerce), según la OMC. Sólo cuatro compañías líderes (Amazon, JDcom, Alibaba y Ebay) facturan unos USD 350 mil millones al año.
La creación de negocios digitales globales y multimillonarios no sólo atrajo la atención de los Estados por su volumen comercial y financiero, sino por el desafío político y de seguridad que plantea el control de semejante volumen de información.
Esas plataformas son guardianes digitales de los servicios que ofrecen, y son muy pocas y poderosas: las cinco empresas más grandes del mundo por su valor de mercado -Microsoft, Amazon, Apple, Alphabet (Google) y Facebook- son digitales.
El cambio tecnológico impactó además con fuerza en los procesos productivos de bienes y servicios, en especial para países como Estados Unidos y China que, por distintas vías y métodos, siguen haciendo grandes inversiones para disputarse una primacía global que antes se traducía en el dominio de rutas marítimas y en el control de industrias pesadas como la metalmecánica y la automotriz.
La “guerra comercial” que estalló en 2018, declarada por la Administración Trump bajo su consigna America First, es una expresión más de la cerrada disputa por la hegemonía tecnológica global. En particular, destacan los nuevos desarrollos de las redes 5G, una puja en la que quedan envueltas corporaciones digitales gigantes, de Huawei a Microsoft, pasando por Google.
De hecho, mientras Google desistía de desarrollar un buscador exclusivo para China (DragonFly) que aceptara las restricciones de acceso locales, Washington definió a Huawei -segundo productor mundial de celulares- como una “amenaza para la seguridad nacional” por sus lazos directos con Beijing y el potencial riesgo que implica la administración de información sensible tomada de sus redes 5G.
Esta tecnología, que convierte la simple conexión con otros desde una computadora en la interconexión con todo los dispositivos existentes -del hogar, el trabajo y el esparcimiento, pero también de los servicios públicos y hasta los de defensa- es un nuevo “gran hermano global”. Obviamente, quién o quiénes administren esas redes conseguirán su respectiva cuota de poder y control.
Los desarrollos son aún incipientes y los grandes actores están mostrando recién las primeras cartas (el Reino Unido acaba de concederle el 30% de sus futuras redes de 5G a la china Huawei, bajo protesta de EEUU) pero ya se abrió el debate central: cuáles serán las reglas del juego, quién las pondrá y las hará respetar.
Por eso algunos agitan ya la bandera de la “soberanía digital” y esgrimen el temor de que, a diferencia de las materias primas físicas sobre las cuales el país productor mantenían algún control, este nuevo insumo vital que son los datos sea apropiado por un manojo de potencias que los use y explote a discreción.
Los Estados e instancias de gobernanza mundial como el Grupo de los 20 (G20)
discuten actualmente sobre las normas y estándares que regirán el nuevo mundo del 5G: desde la privacidad y el flujo de datos hasta los estándares tecnológicos (pues hay varios en competencia, adoptados por grandes potencias y bloques).
Luego, están pendientes de resolver cuestiones de ciberseguridad, que tienen estrecha relación con las áreas militar y de defensa, pero también afecta todo el entramado económico, comercial y financiero montado sobre la red digital global.
Así como la gobernanza económica ha dependido de un armado multilateral de instituciones como el FMI o el Banco Mundial, reforzado desde la crisis de 2008 por un foro de países desarrollados y emergentes más importantes como el G20, la gobernanza digital demandará un marco de reglas propio y consensuado.
Eso, si Internet no pierde antes su condición primaria de red “global” (world wide web o www) y termina transformándose en varias distintas y sin conexión entre sí. O que un Estado intente absorber o desconectar la de otro (guerra cibernética).
Muchos modelos, ¿varias Internet?
Por ahora, lanzada la carrera de la tecnología digital en todo el espectro de sus posibilidades -sociales, económicas, del conocimiento y militares- hay tres grandes modelos en pugna de cuya articulación, por consenso o imposición, dependerá la gobernanza digital: el de Estados Unidos, el de China y el de la Unión Europea.
En Estados Unidos inició la carrera en los 70 con las innovaciones de “techs” como Intel, AMD, Atari, Apple y Oracle desde Sillicon Valley, que renovaron la antigua relación del capital privado con la demanda militar-espacial-informática. Washington promovió un sistema abierto hasta padecer las filtraciones del Caso Snowden (2013) y toparse además con la competencia de China, a la que enfrenta con sanciones comerciales. Mientras tanto, se aseguró el libre flujo de datos en acuerdos comerciales como el T-MEC (con México y Canadá, 2019).
El 92 % de los datos del mundo occidental los almacena Estados Unidos. Seis de las diez mayores empresas tecnológicas del mundo son estadounidenses. Sólo Amazon Web Services (AWS) tiene un tercio del mercado mundial de servidores externos con datos corporativos, según CEPS (Bruselas). Microsoft y Google lo siguen con 16% y 7,8% de la cuota de mercado, respectivamente.
Aún así, para contrarrestar el liderazgo global chino en redes de 5G, en particular el de la corporación Huawei, la Administración Trump negocia con Microsoft, Dell, AT&T, Nokia y Erikkson el desarrollo de estándares de tecnología comunes que permitan ejecutar códigos en dispositivos de cualquier fabricante de hardware.
En cuanto a China, mantiene bajo estricto aislamiento su gigantesca red digital, con plataformas propias que llegan a intercambiar decenas de miles de millones de dólares en un solo día, pero básicamente lo hace por razones de control político. Google cerró sus operaciones en el mercado del gigante asiático en 2010, cuando se supo que el gobierno había accedido a cuentas de correo de ciudadanos chinos.
Pero el de China no es el único poder político que ha optado por ignorar el principio inicial una Internet abierta. Recientemente, el gobierno nacionalista de la India, otro gran emergente y el segundo país más poblado del planeta, interrumpió las redes parcialmente para silenciar las protestas de la minoría musulmana.
Otros episodios similares se vivieron en Irán y Egipto recientemente. Por su parte, Rusia también ha reivindicado el concepto de “soberanía digital”, alineado con Beijing, y ya aprobó una ley que le permite aislar inmediatamente a todo el territorio ruso de la Internet global basado en razones de seguridad.
La Unión Europea (UE), decidida a evitar la dependencia con la tecnología de chinos y estadounidenses, se ha propuesto buscar una tercera vía para proteger a sus ciudadanos y empresas. Francia y Alemania impulsan una “nube europea”, la Gaia-X, "una infraestructura de datos competitiva, segura y fiable para Europa". La Comisión Europea anunció una financiación de €600 millones en este 2020.
Con anterioridad, en 2018, la UE creó la noción de los datos como un derecho humano, establecida en su Directiva General sobre Protección de Datos (GDPR), convertida en una guía para muchos países.
Pero no sólo eso: Francia lidera una reacción contra el despliegue de gigantes digitales estadounidenses a los que quiere imponer un impuesto, la “tasa Google”, que Estados Unidos resiste pero aceptó negociar como condición de que esas compañías puedan seguir operando en Europa. La UE controla sólo un 4% de los datos mundiales, cuando su participación en el PIB global es de 16,5%. El G20 ha incorporado ese debate sobre esa tasa, pero sin resolverlo aún.
"La batalla que estamos librando es de soberanía... Si no construimos nuestros propios campeones en todas las áreas - inteligencia digital y artificial - nuestras elecciones serán dictadas por otros", ha definido el presidente Emmanuel Macron, que reunió un fondo de €5.000 millones en tres años para sustentar su estrategia.
Un caso aparte es Japón, que se concentró en el aspecto económico y, al margen de estas disputas, ya firmó acuerdos comerciales con Estados Unidos y con la UE para coordinar la protección de datos de su economía y adecuarla mutuamente con la otra parte permitiendo el flujo libre de casi todos los datos personales. Canadá y Australia se mueven también en búsqueda de consensos.
Tim Berners-Lee, el padre de la www, creó en 2018 la tecnología Solid, que da a los usuarios más derechos sobre los datos, de tal modo que, salvo que lo permitamos explícitamente, nuestros datos no puedan ser compartidos con nadie.
El G20 tomó nota de la relevancia del asunto en la Cumbre de Osaka 2019, de la que surgió una Declaración sobre la Economía Digital que dio un impulso adicional a las negociaciones sobre e-commerce en la OMC. “Osaka será recordada como la cumbre que inició la gobernanza digital”, proclamó el primer ministro Shinzo Abe, al reivindicar su propuesta “flujo libre de datos con confianza” (Data Free Flow with Trust o DFFT).
Para esta edición del G20 en Riad en noviembre, el anfitrión propuso como uno de sus tres objetivos la gobernanza digital, bajo el título “Dar forma a nuevas fronteras” (Shaping New Frontiers). A lo largo de este año en distintas cumbres el foro abordará desafíos como la digitalización de la economía y el peso de las grandes compañías tecnológicas (BigTechs).
Al igual que con los commodities del siglo pasado, el flujo de datos será en lo inmediato motivo de tensiones internacionales, con el añadido de que la administración de este nuevo insumo tiene implicancias sociales y políticas más directas, en términos de privacidad y libertad, para los ciudadanos, y de seguridad para los Estados.